marzo 29, 2024

Desarrollo y vivir bien

Hace algún tiempo, viviendo en Caracas, cuando tenia el pelo largo, cuando Marx, tanto Karl como Groucho, cuando Mao, el budismo Zen, la contracultura, Allen Ginsberg, los beatnicks, Jack Kerouac, Sartre, el Fluxus, Frank Zappa, Marcuse, Carlos Castañeda y los hongos psicodélicos, amenazaban todos juntos y al mismo tiempo, con cambiar el mundo, un grupo de amigos de la universidad, llenos de las enseñanzas extraacadémicas de algunos de esos maestros, hicimos un paréntesis experimental y nos fuimos a vivir al campo, lo mas lejos posible de la capital, a ver si aquél cambio era posible desde un hipotético grado cero de la cultura, ya que todo en la ciudad estaba empecinada en conservar los valores opuestos al cambio. En aquellos tiempos no éramos los únicos queriendo hacer eso.

No viene al cuento decir aquí lo que sucedió con nosotros, sino lo que vimos allí. Una vez que nos asentamos en los alrededores de un pequeño poblado rodeado de suaves colinas verdes, descubrimos un pequeño pueblo del que no podría decirse que estaba ni desarrollado ni sub-desarrollado, sino literalmente “adesarrollado”, es decir, fuera del desarrollo: sus habitantes cultivaban arroz unas cuatro horas por la mañana, luego unos se dedicaban a escuchar como crecían los cultivos y otros a hacer artesanías por puro placer y sobre todo a conversar; un día a la semana iban de paseo a otros pueblos a intercambiar su arroz almacenado por otros productos necesarios y a conversar. Era un pueblo fuera del tiempo, allí vimos una felicidad tranquila, toda la felicidad que se puede tener en este mundo. Ahora puedo ver que ese pueblo poseía una especie de bienestar colectivo, un arte de vivir, refinado, y al mismo tiempo relativamente austero; no había prácticamente ningún impacto humano sobre la naturaleza y menos pretensión alguna de controlarla, seguramente hoy muchos dirían que eran “gente sin aspiraciones de progresar”, pues si, estaban estacionados convenientemente en un estado de sereno bienestar; aquella gente vivía en la tierra tal como los peces viven en el agua.

Algunos años mas tarde, después de que nuestro propio proyecto fracasara por un insalvable conflicto entre el individuo y la organización, volví con nostalgia al pueblo: había perdido ese verde silvestre que nos atrajo y ya tenía esa atmósfera común y sin personalidad que caracteriza a las ciudades en formación: nuestro amigo José Vicente nos contó que alguien había llegado con la idea de vender el arroz a una distribuidora nacional, y que con esas ganancias tuvieron que comprar un carro para el transporte, ya que la distribuidora fue exigiéndoles una mayor producción, tentados por el dinero tuvieron que trabajar todo el día; unos se habían convertido en propietarios y otros en empleados pero todos ganaban dinero ahora y podían comprar muchas cosas que ni imaginaban antes, pero ya no tenían tiempo para conversar y menos para hacer arte; el pueblo se veía sucio de plásticos, latas y empaques aplastados, el único que no se veía ocupado ni contento era el anciano José Vicente que decía que no sabia que eran pobres hasta que se lo hizo notar aquel que había llegado, concluyendo que tal vez habían “caído en una trampa tendida por el diablo”; su hijo mayor no pudo adaptarse y se había “perdido en la bebida”, los mas jóvenes solo hablaban de progreso. Ya no vi más aquella felicidad tranquila, solo prisa y deseo contantes.

Esa comunidad que vivía al margen del desarrollo, sin crecimiento económico alguno, compartiendo sus “escasos” bienes materiales, se convirtió, casi por decreto, en “pobre” y “subdesarrollada”, aunque ahora tenían mas cosas que antes; su gran riqueza relacional, la que generaba plenitud y felicidad se había extraviado entre el apuro vertiginoso por otra clase de riqueza cuantitativa, mas tangible y mas deslumbrante, solo que ese apuro parecía no terminar nunca: los dos hijos menores de José Vicente querían ganar mas para comprar “una casa mejor” y “mas terrenos para producir mas”. En los siete meses que vivimos cerca de ellos nunca había escuchado este “nuevo” lenguaje que se parecía demasiado al lenguaje de la ciudad, donde nosotros sabíamos que no estaba la felicidad. Ni siquiera les interesaba demasiado la única bicicleta que utilizábamos entonces, aunque les parecía divertida, no la encontraban realmente útil: “Si podemos ir caminando y además conversar -nos decían-, ¿Para que ir en bicicleta?”. Lo cierto es que cuando se espichó uno de sus neumáticos, más nunca la volvimos a levantar. Realmente no nos hacia falta; tan importante era llegar hacia algún lado como el recorrido, así que ¿Por qué desear llegar pronto?

¿El vivir bien no tendría que significar también crear otro tipo de relación con el tiempo?: deshacernos de la obsesión por la velocidad y recuperar el tiempo para la vida, liberarse de la adicción al trabajo y al dinero para volver a disfrutar de la lentitud, redescubrir los sabores vitales relacionados con la tierra, la proximidad y el prójimo. No se trata de regresar a un pasado mítico perdido, sino de inventar una tradición renovada.

Hace unos 35 años atrás, el mundo ya tenia dudas profundas sobre el progreso y el crecimiento económico: estaba alarmado por los crecientes niveles de contaminación en el planeta, tanto que todos los gobiernos se comprometieron a cumplir ciertos acuerdos considerados urgentes como: 1) Consumir recursos no-renovables por debajo de su tasa de substitución; 2) Consumir recursos renovables por debajo de su tasa de renovación; 3) Verter residuos siempre en cantidades y composición asimilables por parte de los sistemas naturales; 4) Mantener la biodiversidad; y 5) Garantizar la equidad redistributiva de las plusvalías. 35 años después de esos acuerdos nadie ha cumplido y la situación medioambiental del planeta es peor que antes. Los resultados científicos afirman que ahora ya no es suficiente con contener el problema, sino de revertirlo, es decir, ya no basta con frenar el carro; hay que retroceder para evitar el abismo. Ejemplo, ya no se trata de reciclar más, sino de consumir menos.

En este sentido, el vivir bien, como verdadero concepto de cambio, supone un cuestionamiento radical a esas antiguas y obsoletas ideas de progreso, desarrollo y crecimiento económico ya que son conceptos generados en un momento determinado, la producción y el consumismo capitalista. Por tanto es necesaria su contraparte propositiva: un decrecimiento económico deliberado, es decir, la reducción de manera decisiva y progresiva del consumo de materia y energía, lo cual implica, obviamente, un cambio radical en la forma de pensar, de producir, de consumir y de vivir, una nueva forma de organizarnos social y económicamente: primar la cooperación y al altruismo sobre la competencia y el egoísmo; revisar nuestra manera de conceptualizar la pobreza y la escasez; adaptar las estructuras económicas a la medida del ser humano y de su felicidad; redistribuir el acceso a los recursos naturales y a la riqueza; potenciar los bienes duraderos; conservar, reparar y reutilizar los bienes para evitar el consumismo; potenciar la producción a escala local y en un sentido sostenible; privilegiar los cultivos agro-ecológicos, favorecer la alimentación vegetariana 1, y los saberes locales no desarrollistas, etc. Los valores sobre los que reposan el progreso, el desarrollo, etc. (regulación del tiempo, control racional de la naturaleza, etc.), están mas relacionados con la historia de Occidente y no se corresponden con aspiraciones mas universales como la felicidad o la solidaridad y no tienen ningún sentido para otras sociedades, es más, son impensables.

Antes, como ahora, se hablaba de la necesidad de un cambio radical. Antes como ahora, parece que no hay manera de desligarse de los irreductibles engranajes del sistema colonizador y unidimensional que solemos asumir en tanto sentido común; hay una distancia que parece insalvable entre el discurso y lo que hacemos: Somos presos y víctimas de los condicionamientos sociales y culturales, y por tanto, no es posible un cambio de verdad. ¿Cómo se puede descolonizar y desintoxicar este imaginario que nos impide, no solo realizar, sino pensar sociedades verdaderamente distintas?. Mas aún cuando la autocritica no existe a riesgo de convertirse en amenaza.

Pareciera que el vivir bien, como toda utopía, choca con la naturaleza humana, o al menos con la condición humana históricamente configurada por la colonización de la civilización occidental. Hay que revalorizar la autocritica de esa condición colonizada para descubrir lo que realmente es ella, mas allá de los idealismos narcisistas y los lirismos demagógicos de los que suele cubrirse.

Lo que es claro es que no son respuestas técnicas o económicas las que se necesitan, sino respuestas políticas y filosóficas, además de una voluntad que rescate como valor ético la coherencia necesaria entre lo que se dice y lo que se hace.

*          Artista visual, filósofo y docente

1          Según la FAO, “la larga sombra de la ganadería sobre el medioambiente” tiene estos números: el 18% del efecto invernadero lo produce la ganadería, el 70% de la selva amazónica se tala para la producción de carne, 33% de tierra cultivable global es usado para producir alimento para ganado; 10 calorías vegetales alimentando al ganado produce solo una caloría en forma de carne, etc.

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