abril 18, 2024

El erotismo, la literatura y los dilemas de la construcción del mundo

por: Mario Campaña

Se nos convoca 1 para que hablemos de dos realidades que ejercen sobre los seres humanos de hoy una gran fascinación y una turbación que revelan la dimensión excepcional de lo que los une. No se trata de una relación subordinada, o lateral, como la que puede haber entre la literatura y la historia, o entre el erotismo y la pintura, por ejemplo, sino, como he dicho, de una constitutiva, porque de esa naturaleza es el vínculo entre el erotismo y el lenguaje en su forma más creativa. Esa dimensión excepcional parece haber tenido una presencia oscilante entre los convocantes a este evento, a juzgar por las diversas denominaciones que le han dado, como Arte y Erotismo, Erotismo y Cultura e incluso Erotismo, Cultura y Civilización. Es sobre todo situándonos en el contexto que crean estas dos últimas denominaciones que se hará más visible el verdadero alcance del tema que se nos propone.

El erotismo, en efecto, aunque acotado a la literatura en esta convocatoria, está en conexión esencial con la cultura y la civilización, con la naturaleza de una cultura y de una civilización; y a ella, a la civilización, estamos obligados a volver aunque hablemos de erotismo y literatura. Más aún: esto nos llevará al terreno de la política, que es tal vez el de mayor potencial subversivo, si bien se trata de un asunto que no podremos tratar hoy. Así pues, según el enfoque que he elegido, nuestro tema no tiene por qué ceñirse a la literatura ni a ninguno de sus subgéneros, como la literatura erótica. En primer lugar porque la literatura erótica no es ni mucho menos el género más desarrollado de la literatura, y en segundo lugar porque ese subgénero constituye solo una de la formas de la representación del eros en la literatura, acaso el lugar en que la relación entre eros y lenguaje se hace más patente o más figurativo, pero no más profundo ni intenso. Con respecto a la cultura y la civilización, el erotismo y la literatura, por su propia naturaleza, tienen un valor subversivo, es decir, de desestabilización y negación. Negación no de la vida sino de su organización racional, del imperio del cálculo y lo utilitario en ella. Porque, como se sabe, Freud basó en los instintos el llamado Principio de Placer, concebido como tendencia principal de la mente humana y por tanto esencial en la vida anímica de los individuos y de la sociedad, pero cuya energía debía ser sometida al principio opuesto, es decir, al de Realidad, en aras de la autopreservación del individuo y porque la civilización quiere que la energía del eros se emplee no en lo fugaz del deseo sino en el trabajo, en la edificación de lo permanente. En la vida individual y social, en la civilización humana; hablar del principio de placer es hablar de instintos, pero hablar del principio de realidad es hablar de represión y sublimación, sin los cuales, al parecer, ninguna sociedad seria posible. Pero la literatura y el erotismo, subversivos en tanto que basados en los instintos y el placer, se oponen al trabajo, atentan contra él e introducen un principio de desorden y caos. La literatura y el erotismo nacen de la misma matriz desordenada, caótica y sobre todo irreductible que Freud llama el Ello y que George Bataille llamó la parte maldita. Maldita en el sentido de maldecida, de repudiada, de relegada al infierno por los rectores de la civilización, por la religión católica, la técnica y el trabajo. La fuente que nutre al erotismo y la literatura son, pues, los instintos y el placer, como observaron casi al mismo tiempo Marcel Proust y Freud, respectivamente, en las primeras décadas del siglo pasado, aseveración que desde entonces no ha sido rebatida. El que escribe y el que lee, como el que ama, se embarcan en un viaje voluptuoso, se deslizan vertiginosamente, atravesando el bosque de la psiquis, del deseo y las pulsiones, inmersos en una inevitable metamorfosis de simbolización y juego al que comparecen, espejeantes, la destrucción, el límite y la muerte. Si se escucha bien, si se mira bien, si se distingue lo invisible en lo visible, es fácil percibir que se escribe y se ama contra el fondo o el trasfondo de la muerte. Son operaciones que crean un espacio de confluencia entre lo racional y lo irracional, un lugar nuevo en que combaten peculiarmente el principio de placer con el de realidad, en que el Ello o parte maldita —en las que la simbolización y el juego tiene también su participación— recibe el embate de las normas sociales y religiosas, éticas y estéticas, que afectan a la conducta humana, a su mente, a su cuerpo, a su lengua. En todo caso, la ontogénesis de la literatura, su origen profundo, tiene que ser buscado en ese momento y lugar que Freud vio como sublimación del eros o parte maldita y que Bataille llama derroche, lujo, exceso, ‘Depense gratuite’, todo lo cual alude a la energía humana que no sucumbió ante las exigencias absorbentes del trabajo lucrativo. Y, desde luego, es de allí mismo, de ese lugar que Freud consideró ‘la mas oscura e inaccesible región de la mente’, pero también el que encierra la mayor verdad humana, que surge el erotismo. En sus formas más desarrolladas, literatura y erotismo serian, ambos, instancias de soberanía humana, liberación de servidumbres y en ese sentido puntas de lanza de cualquier política que busque una sociedad y una civilización verdaderamente nuevas. El erotismo es, en palabras de Bataille, ‘lo que más se opone a la reducción del hombre a cosa’; y de la literatura y de las artes, cuando se fundan en ese espacio irreductible, se puede decir lo mismo, pues como actividad erótica (sublimada), la literatura sería un trabajo libidinal y gratificante, no enajenado.

Pero, por una parte, la pérdida de la energía del eros provocada por el trabajo y la avidez de riqueza hace que el erotismo se degrade en simple sexualidad, en pura función biológica; y, por otra, como consecuencia de la preeminencia de ciertos elementos de la racionalidad alienada, también la literatura puede ser reducida a servidumbre, articulada a un estructura económico-comercial, política, social o ideológica, convertida en un dispositivo verbal desplegado en función de una espuria deriva social determinada históricamente. El potencial subversivo de la literatura y el erotismo puede así ser neutralizado por la institucionalidad racional y pragmática implantada por el principio de realidad. En el proceso de creación y de recepción, la conciencia puede devenir en mero resultado de la reducción y el sometimiento del principio de placer a las necesidades impuestas por el trabajo y la racionalidad individual y social.

A mayor énfasis sobre lo económico y el lucro, a mayores prohibiciones sobre el cuerpo y la mente, a mayores controles y postergación de la satisfacción de los deseos, mientras menor sea el ocio disponible para los hombres, mayor será el malestar anímico de una sociedad y una persona, menor será la energía creativa en circulación, menor el desarrollo de las artes y la literatura, y más permanente y profunda la dominación de unos sobre otros en la sociedad. Sea que convengamos en que la literatura es una de las formas de sublimación del eros, como creyó Freud, sea que reconozcamos en ella un campo de batalla u otro más de los lugares de tensión no solo entre clases sociales o ideologías sino entre estructuras fundamentales de la psiquis humana, en cualquier caso hemos de reconocer que, en mayor o menor medida, en formas visibles o abstrusas, la literatura se alimenta del eros, está compuesta de él, lo transforma sin negarlo, lo prolonga y conserva su energía: es eros encarnado en la lengua. Por eso Bataille ha podido insinuar que no existe una diferencia sustancial entre erotismo y literatura: tienen un mismo origen, una misma sustancia, y ofrecen satisfacciones similares.

Una importante consecuencia de esta realidad tiene que ver con los géneros, los estilos, las escuelas y las obras literarias. Porque lo que sea cada literatura, cada género, cada escuela, cada obra, dependerá de cómo han sido tratados, cómo ha tenido lugar la resolución de la tensión entre el principio de placer y el de realidad, la parte maldita y la parte constructiva, lo apolíneo y lo dionisiaco, lo racional y lo irracional, el trabajo y el ocio, el orden y el caos. Opuestas e incompatibles entre sí, esas dos dimensiones son el fundamento irrenunciable e irreductible de la vida, y a ellas acudimos todos los individuos, sociedades y épocas para construir nuestros respectivos mundos. Esta tal vez sea la piedra de toque que dirime el tipo de sociedad y de civilización que se promueve y quizá sea lo que distingue a todas y cada una de las literaturas. Así vemos, por ejemplo, que la literatura militante, política, didáctica, religiosa, las escuelas realista y naturalista, manejan el eros y la realidad, los símbolos y las palabras, apuntando a una meta que por abreviar y tal vez arbitrariamente podemos llamar ‘bien común’, por lo que se diferencian de las escuelas romántica y simbolista, que, descreyendo de ese bien común, por fosilizar la vida, impulsan la destrucción de esas sociedades, para recomenzar sobre otras bases. Acaso pueda decirse que esa literatura militante ha contribuido a construir la parte más solida del mundo de hoy.

Quizá podamos mirar desde esta misma perspectiva otra literatura de la modernidad, que fuera por un siglo tal vez la más potente. Me refiero a la literatura del mal. Porque la parte maldita, aquella en que se incuba y crece el Mal, fue la auténtica fuente de la literatura del Marqués de Sade, Poe, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Artaud, William Burroughs, entre otros: sus obras son exploraciones a fondo de la parte maldita, es decir, postulan la reivindicación de la humanidad escondida, repudiada pero irreductible de los humanos, el reconocimiento de una subjetividad en que el hombre interior se alza soberanamente sobre el hombre exterior, el individuo libre sobre la sociedad, que a la vez lo domina y protege. Se trata de una literatura que pretende revalorizar la parte que ha resultado disminuida, menguada, por la primacía del principio de realidad, de lo racional, el trabajo y del progreso material. No estoy afirmando que esta literatura se erige exclusivamente sobre la parte maldita, porque eso sería imposible, sino que en la negociación permanente que tiene lugar en toda acción humana entre esos dos componentes de la psiquis, en esta literatura la parte maldita ha desempeñado un rol vertebrador. La literatura del Mal se rebeló contra la pérdida y la asfixia, la mutilación y la mengua, que sufre la parte más viva, la más irracional y creativa del ser humano en la modernidad industrializada occidental. Sade llama a seguir los instintos, Baudelaire exalta la sensualidad y lo macabro, Lautréamont se entrega al delirio. ¿Dónde vive, o sobrevive, adónde fue a parar esa literatura? Es probable que repose ahora en un callejón sin salida, después de haber librado una gran batalla, con sus armas contraculturales, y cuyas victorias significaron un avance en la civilización.

Dentro de este campo, las poetas latinoamericanas provocaron un giro de gran fecundidad cuando llevaron el erotismo al terreno de la política. Allí habría que reflexionar sobre poetas contemporáneas como Carmen Ollé y sus Noches de Adrenalina, y María Auxiliadora Alvarez y su libro Ca(z)a. La reflexión sobre el cuerpo y la emancipación de la mujer aguardan a más lectores. Pero este es ya otro tema. Y todo esto debe ser situado en el marco más amplio que es el del tipo de sociedad y civilización que queremos, un debate en el que siempre estamos empeñados los humanos.



1    Texto leído en el evento “Primera palabra: eros y literatura”, realizado el martes 15 de octubre durante la Feria del libro “Arte y Erotismo” en Guayaquil.

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