marzo 28, 2024

Quo vadis, orbis?


Por Eduardo Montes de Oca-.


Sí, “¿adónde vas, mundo?” es la interrogante que nos martilla las sienes. Como recordarán, fue la que con el vocativo de “Señor” (“Quo vadis, Domine?”) sostiene la leyenda que le hizo Pedro a Jesús, en la Vía Apia, cuando escapaba de la persecución desatada por Nerón contra los cristianos. A lo que el interlocutor dice que respondió: “Roman vado iterum crucifigi” (“Voy hacia Roma para ser crucificado de nuevo”). Pedro, avergonzado de su actitud, retornó a la cabecera del Imperio, para continuar su ministerio, cuyo desenlace… se sabe: resultó el martirio.
Por qué este repaso a la tradición. Ah, porque esa misma paradigmática pregunta, sin pretensión mística alguna y procurando no abismarnos en un rumbo erróneo, como el del a p o stol en otro contexto, la formulamos hoy al globo en voz alta, dadas las amenazas a la supervivencia de la propia especie, surgidas, como rememora Rodolfo Bueno en la digital Rebelión, en tiempos en que la habitabilidad se ha trastocado en lo que podría llamarse una atmósfera técnica flamante, que le permite al homo sapiens adentrarse, en las condiciones más extremas, en los polos, los desiertos, bajo el agua, en el cosmos. Civilización que se ha fundado en los últimos 200 años, aproximadamente, con la aparición de la máquina de vapor, la electricidad y… ¡el consecuente consumo de dones naturales!

Y como estos devienen más y más exiguos, en “el moderno sistema, basado exclusivamente en el lucro, en el que para desarrollarse hay que apropiarse de los recursos a como dé lugar, el colapso general se vuelve inevitable”, ya que “se explota ilimitadamente un planeta evidentemente limitado. Se debe comprender que es insostenible el desarrollo basado sólo en el crecimiento material, ya que éste consume los recursos de la naturaleza por encima de su capacidad de reposición. El sistema capitalista es autodestructivo debido a su accionar depredador, que niega las leyes de la lógica y el sentido común”.

Conforme a la fuente, la realidad de hoy parecería estar manejada por locos de atar; “si no cómo explicar que se despilfarren los recursos del planeta en fabricar armas, cuya finalidad es arrasar con todo lo viviente; en producir y comercializar drogas, que embrutecen al ser humano; en traficar con personas engatusadas, principalmente prostitutas, que denigra al que compra y al que vende; en sobre explotar los recursos naturales de la Tierra, especialmente los no renovables, en detrimento de las generaciones que han de heredar el actual manicomio. Esta irracionalidad, la del capitalismo, extermina la naturaleza sin importarle los intereses de la sociedad ni la preservación de la vida y la biodiversidad; es la dialéctica macabra que amenaza lo social y lo ecológico”.

Aquí hurguemos en un inapreciable hontanar cognoscitivo, que nos propicia apartar las brumas de la enajenación. Según Marx, aludido por nuestro articulista, la formación explayada se basa en la apropiación de la plusvalía, que se fundamenta en el axioma de “comprar barato, vender caro y generar rentabilidad a partir del trabajo no remunerado, que el trabajador asalariado crea por encima del valor de su fuerza de trabajo, aunque para ello se condene a la miseria a la mayoría de los seres humanos de este planeta”.

Por esta razón, muchos abogan por una economía que satisfaga lo básico “sin dilapidar los recursos no renovables”, en medio de una aumentada lista de países enzarzados en una pugna por el “progreso”. Pugna, entre otras causas –reiteremos-, porque “¿dónde van a obtener los recursos naturales que necesitan si éstos son cada día más escasos?”. De ahí el peligro de “[que] una nueva guerra, esta vez por recursos, sea real. En este sentido, Einstein se equivocó al predecir que la cuarta guerra mundial sería con palos y piedras. No se dará esa guerra, porque si se diera una hipotética Tercera Guerra Mundial, con la actual tecnología atómica, sería la última de todas las guerras, pues no quedaría nadie para contar quién la ganó”.

Para mayor inri del régimen, “además de agotar el petróleo, el gas natural, el agua dulce y la tierra cultivable, [su] uso intensivo de los recursos naturales contribuye al calentamiento global y da lugar a la contaminación del aire, la tierra y el agua en todo el planeta. Por eso, otro aspecto importante para analizar la crisis actual es la degradación del medio ambiente, pues el desastre climático […] supera todos los desequilibrios del pasado. En los últimos años, el deshielo de los glaciares y el incremento del nivel de los océanos y mares provocaron la aceleración del deterioro ambiental y es de esperar que, de traspasarse cierto límite, esas deformaciones lleguen a un punto sin retorno. El actual modelo de desarrollo se sustenta en la combustión de los recursos no renovables, lo que unido a la deforestación y la emisión de GEI (gases de efecto invernadero) producen el calentamiento global. El problema es que tal como van las cosas, todo se seguirá complicando a no ser que se tomen las medidas correctivas que eviten que los casquetes polares y los glaciares se sigan derritiendo y que la temperatura global de la Tierra se siga incrementando en dos décimas de grado centígrado por década, ya que en la medida que el planeta se caliente, menor será su capacidad de absorción de GEI”.

¿Cuál devendría la salida racional, en el leal saber y entender del socorrido comentador, y de una pléyade de investigadores, con los que coincidimos? Pues “la adopción de un modelo de desarrollo bajo en emisión de GEI, lo que implicaría la adopción de un sistema social [¿ecosocialismo?] en que la austeridad sea determinante en la forma de producción. Ojalá exista la solución planteada por Paul Krugman, premio Nobel de Economía: ‘En estos momentos necesitamos de algo que económicamente sea equivalente a la guerra; en fin de cuentas, la Gran Depresión se disolvió en la nada mediante un programa de gastos sociales múltiples más conocidos con el nombre de Segunda Guerra Mundial’, por lo que se debe plantear una nueva sociedad, donde haya una equitativa distribución de la producción, lograda de manera óptima, esto es, sin dilapidar los recursos del planeta. Por eso se hace indispensable distinguir entre lo que es el avance científico y tecnológico, del progreso humano. En el pasado, estos conceptos iban tomados de la mano, ahora esto no pasa y cualquier avance tecnológico contiene en su vientre su correspondiente antítesis. En fin, aquello por donde el hombre transita deja sus huellas y parece destinado a colapsar, pues el comportamiento humano se asemeja al del aprendiz de brujo’”.

En cuanto a la automatización y el avance exponencial de la tecnología digital y la inteligencia artificial, para el colaborador de Rebelión derivan en una paradoja. ¿Los motivos? Mientras la productividad alcanza cifras récords, disminuyen el salario medio y los puestos de labor. “El desarrollo humano no puede competir contra el tecnológico y se rezaga. La robotización de la producción industrial implica que cada vez menos personas trabajen en la fabricación de productos y que desaparezcan ciertos tipos de trabajo. ¿Qué va a [suceder] cuando toda esta tecnología de ciencia ficción esté instalada? ¿Se va a necesitar a la gente? Las preguntas son actuales y nadie conoce las respuestas. Se sospecha que la gente va a perder esta carrera”.

De otra parte, cada día al proletario se le reclama un más profundo conocimiento teórico, y se han distanciado enormemente el capital y la mano de obra, elementos fundamentales en la elaboración de cualquier artículo. “Esto hace que se minimice el factor mano de obra y que cada vez sean menos necesarios los obreros en una fábrica. Donde antes trabajaban mil personas, hoy trabajan diez. ¿Qué hacer cuando el trabajador actual produzca mil veces más de lo que sus abuelos producían? Trabajar menos para que tenga más tiempo para el descanso académico, o sea, para prepararse para las tareas que […] le exigen. Esto significa la transformación profunda de la filosofía estatal de la moderna sociedad, lo que no se da. Esta es una de las razones por las que el movimiento de los chalecos amarillos tiene tanta fuerza”.

Con tono lúgubre, el colega asegura que está ocurriendo la ruptura con el pretérito, el inicio del caos, de un “nuevo orden muy difícil de entender para los que tenemos un buen trabajo y una vida cómoda. El mundo se volverá estrecho para el género humano y no habrá cabida para todos, especialmente para los que lo hemos despedazado con nuestra vida fantoche; sus pedazos caerán sobre nosotros cubriendo nuestras sepulturas. Lo que nos espera no es la anarquía, que sería una bendición si aconteciera; es la cruel venganza de los que heredan una naturaleza en ruinas. ¡Desastrosa! Y será peor que las pestes del medioevo; se trata del colapso global”.

Así las cosas, “de qué nos servirán la bomba atómica, los satélites de vigilancia, las flotas de guerra, las bases militares y las armas más sofisticadas si no las vamos a poder usar, pues nuestros enemigos están en todas partes, entre nosotros, en todo país y latitud…”

Entonces, se adentra en una cascada de interrogaciones y contestaciones prontas: ¿Cómo está la tierra que heredamos? Árida. ¿Cómo está el agua de los mares en que felices nadábamos de niños? Contaminada. ¿Cómo está el antiguo aroma de la brisa mañanera? Pestilente. ¿Dónde está el amor que debimos profesar por los animales? Transformado en odio. “¿Dónde están las sabias palabras de Jesús? En el tacho de basura. Tal como cantó el Predicador: Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.

Afortunadamente, al concluir, Bueno entona un canto de esperanza: “Es tiempo de reflexionar y actuar”. Es hora de retornar, como Pedro –para continuar con la aludida leyenda-, a la lucha descarnada, empecinada, embridando el posible temor, porque el futuro pertenece a quienes no cejan. Y de eso se precian, nos preciamos… los ecosocialistas, por ejemplo.

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