El ambicioso proyecto de la liberación femenina se ha manifestado en el tiempo de diversas maneras dependiendo estrechamente de la sociedad en la que se origina y de las condiciones históricas de la mujer.
En una sociedad dominada por el hombre, la función reproductora de la mujer (maternidad y lactancia), es siempre el eje del género femenino. Los valores adquiridos de carácter asistencial, de servicio y de supeditación a las necesidades de otros, en mayor o menor medida se identifican con la mujer como prolongación de su función reproductora. Las actividades y atributos propios del hombre, cualesquiera que sean, no son sólo diferentes de los de la mujer sino que también son más valorados.
La distinción de la civilización occidental entre la esfera privada y la pública adquirió un significado radicalmente nuevo para el feminismo al situar a las mujeres en la esfera privada, principalmente doméstica; mientras que todas las actividades valiosas, no asistenciales quedaban para la esfera pública de las cuales las mujeres podían ser excluidas directa o indirectamente en virtud de sus obligaciones domésticas o de su falta de aptitudes públicas.
Debido a la identificación de las mujeres con la esfera privada y doméstica y a las limitaciones que, aún hoy esto impone a su vida, siempre ha sido difícil —al principio imposible— que fueran consideradas como ciudadanas.
El feminismo radical transformó la teoría del género en una teoría política, sustituyendo el “logro de objetivos” y la “superioridad” por el “poder” y la “dominación” en la explicación de los valores masculinos, traduciendo la posición desigual de la mujer y sus restringidos papeles a términos políticos como subordinación, impotencia y opresión. Asuntos importantes que afectan a la raíz del dominio del hombre sobre la mujer y que no eran considerados “políticos” y, por lo tanto, tampoco “asuntos importantes” en la cultura dominante —asuntos como el aborto, la violación y otras formas de violencia contra la mujer— han sido redefinidos y colocados directamente en la agenda política.
Las mujeres descubrieron que los problemas que antes consideraban personales eran comunes en su sexo y que no procedían de su propia naturaleza sino del sistema político de género en el que se hallaban oprimidas por los hombres.
Los bajos salarios, la falta de asensos y la conciencia de que los hombres están tomando decisiones respecto a las políticas que afectan a la vida de las mujeres llevan a éstas a sindicarse y a participar en política, y a medida que crece la frustración a comprometerse con el feminismo como movimiento social que persigue un cambio fundamental.
Las ideas feministas han penetrado aunque sea en forma reducida en algunos partidos, en los sindicatos, en los medios de masa y en general entre las mujeres politizadas e integradas a las instituciones. Una de las razones para explicar la poca influencia del feminismo en el análisis político sería el reducido número de mujeres que hay en la disciplina, quizás por la sensación justificada o no de que las mujeres no son especialmente bien recibidas en una materia tan dominada por el hombre o, incluso por la creencia de que el estudio de la política no es apropiado para las feministas, dado su repudio radical hacia la política masculina.
Las mujeres al ser habilitadas en vez de marginadas por el Estado serán capaces de luchar por un orden social que armonice con ellas, en el que disfruten de una relación natural con sus hijos, su trabajo y su vida pública y en el que la sociedad no les imponga disyuntivas mayores que las que les impone a los hombres.
La desigualdad de recursos y la ilusoria autonomía de la política respecto las diferencias sociales y económicas son por lo tanto problemas cruciales que hay que superar para que pueda desarrollarse una ciudadanía que simpatice más con la mujer.
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