marzo 29, 2024

Tras la ocupación extranjera en Libia y los preparativos contra Siria. Avanza la amenaza a la paz mundial

Tras explotar la imagen impresentable del Gaddafi posrevolucionario y ahora volcar sus ojos sobre Siria —el último de los países que formaron parte del ciclo revolucionario árabe a cabo de la II Guerra Mundial—, Estados Unidos apuesta por resolver por la vía militar sus problemas estructurales y del capitalismo. Los instrumentos: el Consejo de Seguridad de la ONU y la OTAN.

Sin que la intervención militar extranjera todavía haya consolidado sus objetivos reales en Libia y una “somalización” o “Balcanización” en la era posgaddafi sean una objetiva amenaza para la estabilidad de ese país del norte de Africa, con sus peligrosas secuelas para esa región, hay algo mucho peor que eso en pleno movimiento: una amenaza creciente a la paz mundial.

La afirmación no corresponde a ningún melodramatismo. Nada más un recuento de varios hechos pretendidamente aislados, su respectivo análisis y la identificación de algunos “vasos comunicantes” permite concluir que el imperialismo —como fase superior del capitalismo— pretende resolver el carácter multidimensional de su crisis —que es algo más que sus tradicionales crisis cíclicas—, por la vía de un proyecto mundial de recolonización de las regiones del mundo en las que existe un potencial de recursos naturales —renovables y no— que necesita para continuar con su incontrolable sed de reproducción.

Sin temor a equivocarse, hay cada día más elementos para sostener que los países del capitalismo central y sus respectivas burguesías imperiales están en una suerte de retorno —sobre nuevas condiciones— a la fase de la acumulación originaria del capital —llamada actualmente “acumulación por desposesión” por el geógrafo inglés David Harvey—. Ese capitalismo que vino al mundo chorreando lodo y sangre, como sostuvo Marx, es el mismo que está dispuesto a provocar aún mas gigantescos baños de sangre para salir de su crisis terminal.

A diferencia de hace cerca de cinco siglos, el imperio cuenta ahora con una cobertura institucional que encubre ante los ojos del mundo sus objetivos reales. Sus instrumentos de “legitimación” mundial son el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que ha colocado en situación de verdadero rehén a la ONU, y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cuyo número de miembros asociados ha crecido pocos años después del derrumbe del campo socialista de la Europa del Este.

Las razones para invocar respaldo a los planes de intervención militar o declaratoria unilateral de guerra han sido definidas por la OTAN en noviembre de 2010, en una cumbre en Lisboa: proliferación de misiles balísticos y armas nucleares y de destrucción masiva, el terrorismo, ataques a las vías de comunicación, los ciberataques y la inestabilidad o los conflictos más allá de las fronteras de la OTAN. A lo que habrá que añadir “la protección de la población civil” y la violación de los derechos humanos.

Todas estas razones son las que Estados Unidos y varios países de Europa citan en el Consejo de Seguridad de las NN.UU. —previo paso por el Consejo de Derechos Humanos—, para comprometer a la ONU en sus aventuras militares y para poner en marcha el nuevo concepto estratégico de la OTAN: intervenir en cualquier parte del mundo y por el motivo que sea.

Las penúltima razón (protección de la población civil) es la que EE.UU. empleó para pedir la aprobación de una resolución que viabilice los ataques aéreos a Libia y ahora, sin lograr todavía el pleno control de ese país, se añade la última razón (violación de los derechos humanos) para preparar el ambiente político favorable para una agresión a Siria, a cuyo presidente el jefe del imperio —Barak Obama— le ha pedido que renuncie. El paraguas de la arremetida contra Siria será el informe que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU presentará a fines de noviembre.

Con la separación de Muammar Al Gaddafi en Libia, solo queda el régimen de Siria como el último de los gobiernos nacionalistas y anti-coloniales que surgieron después de la II Guerra Mundial, que formaron parte activa en la constitución del Movimiento de los No Alienados y que pusieron en marcha medidas económico-sociales de beneficio para la población, aunque también es evidente que muchos de ellos no tardaron el alinearse de nuevo con Estados Unidos y Europa, así como convertirse en regímenes monárquicos.

Pero es evidente que hay otras poderosas causas que empujan a los Estados Unidos y la Unión Europea que la sola venganza por la autonomía que esos gobiernos del Medio Oriente y el Mundo Arabe tomaron respecto del control imperial desde la década de los 60. Como tampoco forman parte de ellas “los ideales democráticos y de derechos humanos” que se han utilizado para justificar la aplicación de la estrategia militar de dominación de amplio espectro que en la actualidad amenaza la paz mundial. De lo contrario, EE.UU. tendría más razones para declarar la guerra a Arabia Saudita, Qatar, Marruecos, Kuwait, Jordania y Bahrein, gobernados por monarquías autoritarias y tiránicas que violan los derechos humanos todos los días.

Las causas reales y no aparentes de la contraofensiva imperial en el mundo están asociadas más bien a la necesidad de volcar a su favor dos cosas, que articuladas le dan al imperio la imposibilidad de paliar la profundidad de la crisis estructural y multidimensional del capitalismo.

Por un lado, está el objetivo de apoderarse por la vía de la transnacionalización de los recursos de petróleo, agua y oro. No hay que perder de vista que sacarse de encima a Gaddafi facilita el avance sobre Nigeria, Angola y Argelia, otros tres países que tienen un nivel de producción de petróleo por encima de Libia y tampoco hay que perder de vista que toda la región árabe tiene más del 60 por ciento de las reservas petroleras del planeta.

En segundo lugar, como complemento y quizá paso previo del primero está el control geopolítico de esa parte del mundo. Y es ahí donde entran a jugar en contra de sus intereses los gobiernos de Irán y Siria, y por lo tanto a convertirse en objetivos militares.

Estados Unidos y la Unión Europea observan con muy malos ojos algunas aproximaciones para la construcción del eje Teherán-Damasco-Ankara, cuya concreción no solo daría por terminada la guerra civil musulmana entre chiítas y sunnitas, así como la apertura de una relación con los países laicos, sino que allanaría el restablecimiento de la presencia de Rusia en esa región, luego de más de veinte años de derrumbada la URSS.

La estructuración del eje Irán-Siria-Turquía, a lo que habría que sumar Rusia, es algo que Estados Unidos no está dispuesto a tolerar porque afecta su hegemonía en la región, debilita a su operador político-militar: Israel, fortalece la causa palestina y dificulta a otros socios, como Arabia Saudita, Bahrein, Kuwait y Marruecos por citar a los más importantes.

Entonces no es Gaddafi lo que estaba en juego, ni tampoco lo es el presidente sirio Bashar al Assad. La situación es mucho más compleja de lo que parece. Se trata de una contraofensiva imperial que ha convertido al planeta en el escenario de sus acciones político-militares y a los recursos naturales en el centro de la mirada y la codicia del capital transnacional.

Y bajo la estrategia militar de dominación de amplio espectro, América Latina no está al margen. Para eso la OTAN ya tiene un socio en Colombia —que en 2008 bajo bandera española participó en las acciones militares de la invadida Afganistán—, por lo que no es casual que el presidente José Manuel Santos haya anunciado que sería uno de los primeros en reconocer al gobierno del Consejo Nacional Transitorio de Libia, lo que en definitiva implica aplaudir la victoria militar de la OTAN y el apetito insaciable de las transnacionales.

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