abril 19, 2024

El régimen económico financiero de 1938 y la revolución nacionalista de 1952

La revolución social impulsada por obreros fabriles y mineros, en la coyuntura de 1952, al influjo del golpe de Estado que había organizado el Movimiento Nacionalista Revolucionario, tiene sus orígenes en la generación de militares de la guerra del Chaco.

Germán Busch, es uno de esos jóvenes patriotas que tomó el poder derrocando a su antiguo protector, el Gral. David Toro. Llegó a palacio de gobierno decidido a servir a su patria, convocó a la Convención Nacional de ese año, que legitimó su investidura, eligiéndolo Presidente Constitucional y sancionar una nueva constitución.

Los convencionales de ese histórico congreso, entre ellos Waldo Álvarez (La Paz), Augusto Céspedes (Cochabamba), Trifonio Delgado (Huanuni), Félix Eguino (Omasuyos), Wálter Guevara (Arani), Víctor Paz (Tarija), Corsino Rodríguez (Potosí) y Emilio Sejas (Bustillos), sancionaron la Constitución que introdujo, por primera vez en la historia de Bolivia, el Régimen Económico Financiero del Estado, que debía responder “esencialmente a los principios de justicia social, que tiendan a asegurar una existencia digna del ser humano”. En su Art. 107, declara como “dominio originario del Estado (…) todas las sustancias del reino mineral, las tierras baldías con todas sus riquezas naturales, las aguas lacustres, fluviales y medicinales, así como todas las fuerzas físicas susceptibles de aprovechamiento económico”; consagra la potestad del Estado para “regular el ejercicio del comercio y de la industria, asumir la dirección superior de la economía nacional”; prescribía que “la exportación del petróleo de propiedad fiscal o particular, se hará por intermedio del Estado o de una entidad que lo represente”; ordenaba que “todas las empresas establecidas para explotaciones, aprovechamiento o negocios en el país, se considerarán nacionales y estarán sometidas a la soberanía, a las leyes y a las autoridades de la república”, y finalmente, como broche de oro, el Estado reconocía y garantizaba “la existencia legal de las comunidades indígenas y el fomento de la educación del campesino mediante núcleos escolares indígenas”.

La Constitución de 1938 sentó las bases de la futura revolución democrática y social. Marca el inicio de una larga batalla por recuperar el derecho de los bolivianos a explotar sus recursos naturales, vivir con dignidad y reconocer los derechos de los campesinos. La medida concitó apoyo popular, pero al mismo tiempo, rechazo de la gran minería y la oligarquía feudal-latifundista y mercantil, que había construido con esmero desde 1825 un régimen entreguista y servil, por ello la misma noche del 28 de octubre en que el “Camba” Busch promulgó el texto constitucional, decretó la guerra a muerte a su gobierno. El 23 de agosto de 1939, el joven militar aparecía muerto, aparentemente por mano propia en acto suicida. La tranquilidad había vuelto al seno de la vieja clase dominante que impuso de inmediato una Junta de Gobierno presidida por el Gral. Carlos Quintanilla. Más tarde, el 21 de diciembre de 1942, el gobierno del Gral. Enrique Peñaranda instruye la cruenta, torpe y salvaje masacre minera de Catavi, que a la postre provocará su caída, a manos otro militar patriota, Gualberto Villarroel, que retoma la línea de Busch, el 20 de diciembre de 1943. En su estertor de agonía, la oligarquía se ensaña contra el presidente militar, usando su poder económico y el favor de la “rosca”, toma por la fuerza Palacio, asesina al presidente y martiriza su inerte humanidad, colgándolo de un farol de la Plaza Murillo, el 26 de julio de 1946.

Sin embargo, el viejo régimen está herido de muerte y se inicia su cuenta regresiva, con un amago de guerra civil en 1949, y la urgente convocatoria a elecciones en 1951, en las que triunfa inesperadamente la fórmula del Movimiento Nacionalista Revolucionario, liderado por Víctor Paz, Hernán Siles, con el 42.91% de los votos. En una torpe reacción, el presidente Urriolagoitia dimite el poder a favor del Gral. Hugo Ballivián Rojas, con el consecuente apresamiento y destierro de la joven dirigencia ‘movimientista’, que no obstante se rearticula y planifica un golpe de mano con la complicidad del Gral. Seleme, Ministro del Interior.

En la madrugada del 9 de abril de 1952, el develado golpe de Estado se trastoca en una revolución popular. Los trabajadores fabriles del barrio de Villa Victoria, en abierta insurrección popular, dan un vuelco a la situación política, junto a aguerridos mineros de Milluni que enrumban a Palacio de Gobierno con sus fusiles Mauser. Estas milicias populares, en coyuntural alianza con la fuerza de carabineros, toman por asalto la plaza fuerte, los centros neurálgicos de poder, enfrentan y derrotan a dos regimientos (Ingavi y Lanza) y a los cadetes del Colegio Militar, tropas del Ejército nacional imbatibles hasta entonces en asonadas y golpes de Estado. En esa coyuntura, una poderosa y sorda rebelión que se gestaba en el agro del país, irrumpe con fuerza descomunal, tomando haciendas emblemáticas de la región del lago como Taraco, y las del valle de Cochabamba. Quizá este fue el golpe más duro contra el viejo régimen, pues ataca al corazón mismo del régimen feudal: la Hacienda. En su seno, había conculcado los derechos de los indios de Bolivia, los sometió al oprobioso pongueaje y al trabajo servil, al que estaban sujetos hombres, mujeres y niños. La revolución fue rápidamente cooptada por el MNR. Hernán Siles, aclamado como líder de la insurrección, envía al Capitán René Barrientos Ortuño a recoger a Paz Estenssoro de Buenos Aires, donde se encontraba asilado.

Si bien es cierto que las medidas que dicta el MNR (voto popular, 21 de julio de 1952; Nacionalización de las minas, 31 de octubre de 1952; Reforma Agraria, 2 de agosto de 1953; y el Código de Educación, 1955), muestran el sello de una revolución nacionalista, las dos fundamentales de carácter estructural, fueron impuestas por la base minera y campesina. La contraofensiva obrera fue inmediata. La Federación de Mineros impuso el control obrero con derecho a veto en la naciente Corporación Minera de Bolivia, imponiendo el ideal revolucionario del ‘poder dual’, pues la simple declaratoria de huelga general indefinida por parte de la FSTMB significaba la caída de cualquier régimen. La presencia revolucionaria de las bases obreras y campesinas, expresada en milicias mineras y campesinas, es la señal más clara de la revolución social.

En los hechos el MNR fue forzado a decretar las medidas revolucionarias de la nacionalización y la reforma agraria, pues en su fuero interno, el MNR era proclive a una revolución democrática burguesa, para fortalecer el surgimiento de una burguesía nativa, a la que le dejaba como legado político el desarrollo de una industria nacional capitalista. Para ello era fundamental vertebrar el país, por medio de la marcha al oriente (plasmar el viejo Plan Bohan que había dejado como herencia el gobierno de Peñaranda), hacia tierras feraces, vírgenes, donde estaba la semilla del futuro agroindustrial boliviano.

El inicial golpe de mano, liderado por la clase media ‘movimientista’ urbana, al tropezarse de forma intempestiva con la fuerza del movimiento obrero-popular-campesino, que actuaba de forma independiente (quizá instintiva al inicio), provocó una curiosa simbiosis que derivó en un fenómeno inesperado y no deseado: el cambio estructural del viejo modo feudal-latifundista y el capitalismo minero de enclave, en un nuevo modelo de Capitalismo de Estado, en gran medida, gracias a labor patriótica de los convencionales de 1938 que habían insertado en el texto constitucional de ese año, el Régimen Económico y Financiero del Estado, incorporando el precepto de patrimonio del Estado, algo que la vieja y las nuevas oligarquías nunca lograron desmontar.

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