Aunque desde hace tiempo y cada vez con mayor insistencia, se hable de la sociedad colonial que aún pervive y de la necesidad de transformarla en una verdaderamente democrática y de derecho, lo cierto es que para muchas personas esto aún resulta incomprensible.
Tan incomprensible que es común ver un desdén satírico contra quienes abogan por la necesidad de ese cambio. Desdén que enmascara, simplemente, o supina ignorancia o mala conciencia. Hace no mucho escuché a un periodista preguntar con sarcasmo: “¿cómo que descolonizar? ¿acaso no dejamos de ser colonia el 6 de agosto de 1825?” Más allá de la pobreza argumentativa de dicho ejemplo, me interesa reflexionar sobre la incapacidad de una parte de la sociedad para asumir sus problemas, traumas, lastres y complejos. Somos una sociedad extremadamente conservadora, por no decir enfermamente conservadora. No me interesa saber si más o menos que otra, puesto que el mal de muchos es consuelo de tontos, como enseña el refrán.
Este conservadurismo permea todo el tejido social y enrarece y distorsiona la cohesión social misma, porque es una forma de violencia. Y tiene tantas, tantísimas expresiones, que a veces resulta difícil vincular unas con otras y darse cuenta que todas responden a ese colonialismo que hay que combatir.
Para ser maltratado diariamente no hay que esforzarse mucho ni pecar en nada. Basta con ser niño o joven, mujer o enfermo, pobre o anciano, indígena o artista, homosexual o discapacitado. Para ser discriminado, vale tanto ser gordo como flaco, alto como petiso, melenudo como calvo, moreno como rubicundo. Duele reconocerlo, pero es así. Los prejuicios pesan como piedras de molino atadas al cuello de nuestro ser social. Y, repito, son una forma de violencia y, como tal, no deben justificarse por una tradición mal entendida. Porque, lo que es peor, nos hacen menos libres.
Ciertamente, ningún impresentable Borbón es nuestro rey y tenemos elecciones libres periódicamente. Pero tal es nuestro colonialismo que, por ejemplo, tenemos una universidad pública que aún se proclama “Real y Pontificia”, que otra más lleva el nombre de un insigne polígrafo pero consumado racista (Gabriel René Moreno), que provincias y departamentos ostentan los nombres de los peores darwinistas sociales de nuestra historia y que, para no hacer interminable el listado, automáticamente les regalamos el título de doctor a los licenciados en medicina o derecho.
A simple vista, puede parecer que unas cosas no tienen que ver con las otras, pero ¿acaso estas cosas no nos revelan la verticalidad de nuestra sociedad, la precariedad de nuestra democracia más allá de unas elecciones? ¿acaso no es cierto que todavía es importantísimo “tener contactos” o tener cierto prestigio para acceder a algunos derechos? Esta suma de trabas y prejuicios que nos hacen menos libres a todos, dan base, al mismo tiempo y de manera lógica, a un cúmulo de privilegios para unos cuantos. Y, ya se sabe, en toda época y lugar los privilegiados han defendido con uñas y dientes sus granjerías, pese a quien le pese.
Esto es, exactamente, lo que se esconde tras el actual conflicto de los médicos con el gobierno. Seguramente, los agentes gubernamentales a cargo de la gestión del conflicto, no han demostrado mucha solidez en sus argumentos para comunicar su posición. Pero eso no justifica ni valida la posición del sector en conflicto. Los médicos, que se sueñan soberbiamente “doctores” sin serlo en su inmensa mayoría, defienden privilegios y suman a su protesta a quienes aspiran obtenerlos en el futuro, como los estudiantes de medicina.
Hay que descolonizar también la práctica profesional, desbaratar los colegios profesionales con espíritu de casta y privilegio en vez de servicio y responsabilidad social. Señalarlo no ofende, ni mancha, ni alude a ningún buen profesional del medio.
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