por: Carmelo Ruiz Marrero/ ALAI
Puede ser difícil de creer, pero los únicos cultivos de importancia económica oriundos de Norteamérica son el girasol, la cereza azul (blueberry), arándano agrio (cranberry) y la alcachofa (Es cierto que los pueblos originarios del continente cultivaban maíz, papa y frijol, pero éstos venían de Centro y Suramérica). Todos los demás cultivos, como el arroz, el trigo y la soya, fueron importados de otros lares. Sobre esa enorme tarea de importación de materia vegetal, que tomó lugar a lo largo de dos siglos, se fundamenta el progreso industrial de Estados Unidos. No en balde, en el emblema del Departamento de Agricultura de EEUU, fundado en 1862, dice «La agricultura es la base de la manufactura y el comercio». Y dijo una vez Tomás Jefferson que «el mayor servicio que se le puede dar a cualquier país es añadir una planta útil a su cultura.»
Uno de los principales colaboradores en la obtención de semillas de la joven nación norteamericana fue su fuerza naval. Entre 1838 y 1842 el barco del comandante Charles Wilkes recorrió el Pacífico con órdenes de conseguir nuevas plantas agrícolas, y para 1848 las naves del escuadrón de las Indias Orientales regularmente recolectaban plantas.
Cuenta el profesor Jack Kloppenburg, de la Universidad de Wisconsin, en su libro First the Seed:
«La expedición naval de Perry en 1853 es mejor conocida por forzar la apertura de las bahías de Japón al comercio con Estados Unidos. Las naves bélicas de Perry también llevaron a casa una tremenda variedad de semillas y materiales de plantas obtenidos de Japón, China, Java, Mauritius y Suráfrica. Los frutos genéticos de esta aventura imperial incluyeron semillas o cortes de vegetales, cebada, arroz, frijoles, algodón, caquis, mandarinas, rosas y ‘tres barriles del mejor trigo de Cape Town’ (Suráfrica). Otras expediciones enviaron plantas de Suramérica, el Mediterráneo y el Caribe.»
El cuerpo diplomático también puso de su parte. Cónsules enviaron trigo de Polonia, Turquía y Argelia, centeno de Francia, sorgo de China, algodón de Calcutta y Ciudad México, pimientos y maíz de Perú, y arroz de Tokío.
La entrada de todo este variadísimo germoplasma fue lo que hizo posible la colonización europea de Norteamérica y su despegue industrial. El cultivo de arroz en Carolina del Sur se debe a la introducción de una variedad de Madagascar al final del siglo XVIII. En Kansas y Texas el cultivo de sorgo se hizo viable gracias a muestras de China y África. La industria cítrica de California le debe mucho a semillas brasileñas traídas por un cónsul en 1871. Y la ganadería yanqui, legendaria en el mundo entero, le debe su éxito en gran parte a la introducción del pasto japonés lespedeza, la alfalfa rusa, y la hierba Johnson de África.
No es solamente la introducción de especies, sino también la introducción de numerosas variedades de la misma especie, que incrementan la biodiversidad e introducen rasgos beneficiosos al cultivo. Una variedad turca de trigo otorgó a la cosecha estadounidense resistencia a la roya amarilla (el hongo Puccinia striiformis), lo cual se estima que ahorra $50 millones al año en control de plagas. De la India se introdujo una variedad de sorgo resistente a áfidos que brinda beneficios anuales estimados en $12 millones. La revista New Scientist reportó en 1983 que los sembradores de cebada estadounidenses se ahorran $150 millones al año gracias a un gen aportado por una variedad etíope. Según el célebre profesor de botánica y recolector de plantas Hugh Iltis, el beneficio al cultivo de tomates de EEUU brindado por la introducción de variedades peruanas con un alto contenido sólido es de $5 millones al año. La Universidad de Illinois desarrolló variedades de soya que podrían estarle ahorrando a los agricultores entre $100 y $500 millones anualmente en costos de procesamiento, y la materia prima genética que se utilizó en su desarrollo vino de variedades de soya de Corea. La producción de trigo de Estados Unidos, la tercera mayor del mundo, se ha beneficiado de la introducción de variedades traídas de Japón, China, Rusia, Palestina, Australia, Kenya, Egipto, Etiopía, Bulgaria, Grecia, Brasil y Uruguay. Irán ha aportado a EEUU valiosas variedades de coliflor, cebolla, guisante y espinaca.
Sin estas introducciones vegetales, no hubiera sido posible alimentar en el territorio estadounidense a más de 300 millones de personas, ni ese país tendría hoy un excedente de granos y lácteos sin precedente histórico. Efectivamente, los principales problemas de la producción agraria estadounidense de hoy no se deben a la falta de productividad sino a la sobreproducción.
Estados Unidos se apropió de toda esta exuberante diversidad de semillas agrícolas gratuitamente, sin compensación o reconocimiento alguno a los pueblos que pasaron siglos y hasta milenios desarrollando y perfeccionando estos cultivos. Esta apropiación se legitimó con el argumento de que las semillas son patrimonio de la humanidad. Pero cuando se le ha pedido a esa nación que comparta su tesoro, otro ha sido su cantar. En una carta del administrador del Servicio de Investigación Agrícola de Estados Unidos (ARS) a la Junta Internacional de Recursos Fitogenéticos (IBPGR) escrita en 1977, éste expresa claramente que tras adquirir las semillas, éstas pasan a ser propiedad del gobierno de Estados Unidos. Dicho de otro modo, «lo que es tuyo es mío, y lo que es mío es mío». El gobierno estadounidense hace estas muestras disponibles a investigadores del mundo entero, pero se reserva el derecho a negar acceso en base a «consideraciones políticas». En 1983 el estudioso canadiense Pat Mooney, fundador del Grupo ETC, reportó que EEUU había negado acceso a sus colecciones de semillas a investigadores de Albania, Cuba, Irán, Libia, la Unión Soviética, Afganistán y Nicaragua.
En la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992, las naciones miembros de las Naciones Unidas firmaron la Convención de Biodiversidad, un acuerdo mundial en el que se pretendía, entre otras cosas, repartir equitativamente los beneficios de la biodiversidad. Estados Unidos se opuso terminantemente a firmar el acuerdo, argumentando que la mano invisible del libre mercado es la que debe repartir esos beneficios. En otras palabras, la biodiversidad al mejor postor.
La apropiación de la biodiversidad llegó a un nuevo nivel de sofisticación en la posguerra fría con la novedosa modalidad del imperialismo conocida como globalización. En la década de los 80, Estados Unidos y sus aliados empujaron una ronda de negociaciones de comercio global conocida como la Ronda de Uruguay, la cual incluía un nefasto tratado de propiedades intelectuales (TRIPS, por sus siglas en inglés) que viabiliza la privatización de la biodiversidad mediante patentes sobre la vida. La contenciosa Ronda de Uruguay, culminada en 1994, llevó a la fundación de la antidemocrática Organización Mundial de Comercio, la cual tiene poderes vinculantes para hacer cumplir las reglas neoliberales del comercio global, incluyendo las provisiones sobre propiedad intelectual. El acuerdo TRIPS es el modelo utilizado en los numerosos tratados bilaterales de comercio, en los cuales los países ricos en biodiversidad, en particular Centro y Suramérica, son sujetos a reglas de propiedad intelectual que les obligan a permitir que entren extranjeros a patentar las semillas agrícolas y otros patrimonios genéticos.
Ahora, en el conteo regresivo hacia la conferencia Río + 20 de las Naciones Unidas, a celebrarse en Brasil el próximo mes de junio, las transnacionales de las ciencias de la vida, que en última instancia han recibido el grueso de los beneficios de siglos de apropiación imperial de las semillas, se presentan como paladines del desarrollo sustentable. Esta vez impulsan una rimbombante propuesta de “economía verde”, que involucra, entre otras cosas, el transicionar de una economía basada en el petróleo a una basada en la “biomasa”.
Pero es más de lo mismo. El capital nunca está satisfecho. Siempre quiere más, y esta vez va por todo lo que queda del planeta.
“Los mayores depósitos de biomasa terrestre y acuática están ubicados en el Sur global donde campesinos, pastores, pescadores y comunidades forestales los cuidan y basan su existencia en esa naturaleza natural y cultivada, ahora llamada genéricamente ‘biomasa’”, advierte el Grupo ETC. “Esta nueva ‘bioeconomía’ desatará el mayor acaparamiento de recursos visto en más de 500 años. Los nuevos ‘amos de la biomasa’ corporativos tienen las condiciones tecnológicas para mercantilizar la naturaleza en una escala sin precedente, con la consecuente destrucción de la biodiversidad y la expulsión de los pueblos cuyo sustento depende de ésta.”
“Muchos de los promotores de la bioeconomía no sólo dominan los sectores industriales desde sus nuevas asociaciones para explotar en términos ‘verdes’ la biomasa aún no mercantilizada, sino que claman por mecanismos de mercado para cuantificar y comercializar los procesos naturales de la Tierra, rebautizados ahora como ‘servicios ambientales’ (por ejemplo, los ciclos del carbón, de los nutrientes del suelo y del agua). Las compañías ya no están satisfechas sólo con el control del material genético de las semillas, las plantas, los animales, los microbios y los seres humanos (es decir, todos los seres vivientes): anhelan el control de la capacidad reproductiva del planeta.”
(http://www.grain.org/es/article/entries/4494-corporaciones-y-tecnologia-en-la-economia-verde)
Pero hay resistencia, siempre la hubo. Las múltiples y variadísimas culturas que se aferran a la ruralía y al agro, los movimientos insurgentes y contestatarios, guerreras anti-patriarcales, campesinas custodias de semillas, sindicalistas, desempleados, defensores de los ámbitos comunes, indignados, Wikilikeadores, hackers anónimos, jóvenes jorobados por el desempleo y préstamos estudiantiles, o simplemente gente encabronada con buena razón para estarlo, todos continuamente aparecen y reaparecen, pese a los más dedicados esfuerzos de los gendarmes del sistema en reprimirlos, ningunearlos y declararlos fuera de orden.
Dice una declaración conjunta de los movimientos sociales camino a Río + 20:
“Frente a la enorme fiesta de las falsas soluciones que están preparando para Río+20 las grandes corporaciones, los bancos y entidades financieras internacionales y los gobiernos cómplices, con el fin de consolidar un capitalismo reverdecido como única respuesta ante las múltiples crisis por ellos mismos desatadas —crisis económica, ecológica, alimentaria, energética, democrática, climática, de derechos, de género, en fin, crisis civilizatoria—, la Cumbre de los Pueblos tendrá el desafío de hilvanar y visibilizar las verdaderas soluciones que desde los pueblos se vienen construyendo, en el campo, en los bosques, en las fábricas, en las comunidades, los barrios, las escuelas y demás lugares de trabajo y de convivencia.”
“Convocamos entonces a involucrarnos en este proceso y a movilizarnos en cada lugar camino a Río+20, impulsando campañas e iniciativas de debate y formación, de ampliación de plataformas de estrategia y acción conjunta, de coordinación y apoyo solidario entre las luchas concretas y las demandas aglutinadoras.”
– Carmelo Ruiz Marrero es un intelectual desprofesionalizado que vive en Puerto Rico. A veces es autor, periodista investigativo y educador ambiental. http://carmeloruiz.blogspot.com/
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