Un reportaje de la BBC Mundo, difundido recientemente a través del portal de un servicio de correos electrónicos, aborda los grandes conflictos de culpabilidad que afrontan los descendientes de algunos criminales de guerra nazis. Como es natural, el horror por dichos crímenes se combina con la estupefacción de saber que los responsables fueron sus familiares cercanos. El sentimiento de culpa es abrumador y afecta, además, a personas perfectamente inocentes de aquellos brutales crímenes. Unos optaron por romper todo lazo familiar, otros por conocer los detalles históricos y presentarse ante las víctimas para pedir perdón por lo que les hicieron sus ascendientes, y unos más, en un acto que estremece humanamente, por esterilizarse para cortar definitivamente la herencia genética de los asesinos.
Siento que algo similar nos sucede, en otra escala, a muchos sucrenses. Los acontecimientos registrados el 24 de mayo de 2008 son una herencia infame. Un trauma irresuelto y, por ello, todavía insuperado. De poco sirve saberse perfectamente inocente y desvinculado de las causas y actores de tan atroces hechos. Creo que solamente el conocimiento minucioso de lo sucedido y la firme condena y repudio a los responsables, nos pueden curar el alma magullada de vergüenza de saber que eso ocurrió en nuestra ciudad, en la capital de todos los bolivianos. Establecer los hechos, identificar a los culpables y sancionarlos con toda la fuerza de la ley, sigue siendo una tarea urgente a casi un lustro de registrados los eventos.
Pero no me interesa hablar ahora de los procesos judiciales en curso. El sistema judicial hará su trabajo y llegará a unas conclusiones que, cualquiera sean estas, esperemos estén ajustadas a las leyes. Eso debe hacerse y se está haciendo; sólo resta pedir celeridad. Lo que me inquieta tiene que ver más con las conclusiones en el imaginario social de Bolivia entera, no sólo de Sucre. Mientras haya quien piense que lo sucedido “no fue tan malo como lo pintan”, o que los responsables “fueron infiltrados para hacernos quedar mal”, o inclusive, sin remordimiento alguno, sostenga que las víctimas “se lo merecían”, nuestra democracia no merecerá tal nombre y, como sociedad, seguiremos incubando el huevo de la serpiente de nuevas atrocidades.
El racismo es un fenómeno presente, vivo, cotidiano. No desaparece porque lo ignoremos, porque nos neguemos a reconocer que lo llevamos dentro. Al contrario, se agazapa en espera de su próxima oportunidad para atacar. Víctima y victimario, son roles que se alternan frecuentemente en una sola persona en sociedades tan acostumbradas a discriminar, como es el caso de la nuestra. Sólo la santa indignación nos puede curar del cáncer de racismo que llevamos alma adentro. Como decía un joven médico que murió por esta tierra, “temblar de indignación por cualquier injusticia, cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo” es la única manera de movilizarnos para que jamás vuelva a ocurrir. Pero ¿qué hemos hecho para evitarlo? ¿una ley, unos cuantos juicios? ¿cómo purgamos esta herencia infame para que las nuevas generaciones no la sigan pagando y ejerciendo?
Valiéndome de las palabras de Gabriel García Márquez (Chile, el golpe y los gringos), concluyo: los hechos del 24 de mayo de 2008 ocurrieron en Sucre, para mal de los sucrenses, pero han pasado a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los bolivianos de este tiempo y se quedó en nuestras vidas para siempre.
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