abril 19, 2024

Fallece uno de los intelectuales y escritores más importantes del Exilio español en México. Para Carlos Blanco

por: Jaime Concha / Rebelión

Cuando me aprestaba a dejar Francia para trasladarme a los Estados Unidos, tuve una conversación breve con Noël Salomon. Fue a mediados de los años setenta. Salomon, profesor en Bordeaux, era en ese tiempo (lo sigue siendo) uno de los más connotados hispanistas franceses. Junto a Marcel Bataillon, en quien se solía ver a un exponente del ala liberal del hispanismo, Salomon representaba el pensamiento marxista y trabajaba desde esa perspectiva en el campo de los estudios iberoamericanos. Su libro sobre la comedia del Siglo de Oro se consideraba una contribución mayor, imponente, basada como estaba en un corpus de medio millar de dramas y tragicomedias de la época.

—“Así que te vas al país de la libertad —me dijo, con esa ironía antinorteamericana tan habitual entre intelectuales y profesores franceses.

—Allá no vas a encontrar hispanistas o hispanoamericanistas de izquierda —continuó.

Luego, después de reflexionar un momento, agregó, corrigiéndose:

No, hay uno. ! Y muy bueno!: Carlos Blanco”.

No era la primera vez que escuchaba este nombre, aunque no podía imaginarme que viviera en California. Antes, todavía en Chile, un par de jóvenes investigadores que se dedicaban a la literatura peninsular me lo habían mencionado, hablando con entusiasmo de Juventud del 98. Yo estaba ocupado en otras cosas por aquellos años, y no integré en mi memoria al autor ni su obra. Ahora, en circunstancias muy distintas, el mismo nombre volvía a resonar.

Llegado ya a este país e instaladado en Seattle, en la Universidad de Washington, viajé varias veces a la Universidad de Minnesota, centro y foco en ese entonces de los estudios críticos e ideológicos de literatura, especialmente la ibérica. El rótulo mismo de la revista que allí se publicaba, Ideologies and Literature, lo decía todo. El grupo lo animaban Tony Zahareas, ex alumno de Blanco, Hernán Vidal, chileno trasplantado a USA, Antonio Ramos (también discípulo de Blanco), Nicolás Spadaccini, Constance Sullivan y otros que tal vez olvido. Por el lado luso-brasileño recuerdo a Russell Hamilton y a Ronald Sousa. Algunos otros, procedentes de otras universidades, se sumaban a la tarea: Ed Baker, Brigitte Aldaraca, John Beverley, Ileana Rodríguez, Marc Zimermann… Poco más tarde pasarían por allí algunos latinoamericanos destacados: los argentinos David Viñas y Alejandro Losada, y Francoise Pérus, estudiosa de origen francés residente en México. Los coloquios y congresos que se organizaban con bastante regularidad permitían debates frescos y candentes; los últimos no eran menos refrescantes. La verdad es que se discutía mucho y se discutía fuerte. No era Minnesota, en este respecto, una buena escuela para insertarse en el mundo académico del país. La sabiduría del silencio, tan necesaria para moverse en los claustros y campus norteamericanos, era ahí un valor desconocido..

Blanco era una presencia central en esas ocasiones. Había aparecido recientemente su Historia social de la literatura española, y obviamente la obra seguía rodeada de un aura polémica que tendía a proliferar.. Solo tiempo después pude apreciar cuanto de lo que estaba en juego en conexión con temas pensinsulares dependía y se movía en el surco y en la órbita de esa Historia (escrita en colaboración con Julio Rodríguez – Puértolas e Iris Zavala). Blanco era a veces el “blanco” de ataques excesivos; él se defendía con soltura y elegancia, con un genuino interés por la cosa, por los hechos concretos —literarios, culturales, políticos— que se debatían. Nunca lo vi perder la paciencia. Y contra la leyenda negra que a menudo difundían sus adversarios —la de ser dogmático o sectario—, siempre vi a un intelectual abierto al diálogo, que incluso estimulaba el planteamiento de puntos de vista diferentes. Era claramente una figura magisterial. Lo que sí era un antivalor absoluto para él era la versatilidad política. Sin duda el núcleo psicológico y ético que está tras la Juventud del 98 es ese: anarquistas y socialistas de la primera hora que más tarde giran, con gran desenfado, hacia el conservadurismo, o posturas liberales, llegando hasta el fascismo, como en el caso de Maeztu.

El itinerario intelectual de Blanco como crítico literario puede caracterizarse, esquemáticamente, como un paso de la estilística a una perspectiva marxista. Sus profesores de El Colegio de México y de Harvard (Amado Alonso, Raimundo Lida) lo guiaron en el estudio de los hechos de lenguaje y hacia el análisis textual de las obras. La vida y los acontecimientos de la historia contemporánea lo reorientaron en búsqueda de una nueva metodología, la que halló en conceptos y categorías del marxismo. La diferencia puede observarse claramente, por ejemplo, entre su estupendo artículo sobre Pedro Páramo, que figura entre las contribuciones clásicas dedicadas a la novela de Rulfo, y su posterior prólogo a la edición de El llano en llamas. No se trata de un cambio o de un vuelco completo, sin embargo. Hay continuidad parcial entre los dos momentos, una suerte de metamorfosis, por decirlo de algún modo. El lector sensible y perceptivo de su primera época persiste y se mantiene en gran medida en el acercamiento contextual, histórico-social y de crítica ideológica. El énfasis es el que cambia, el foco solo se desplaza. Esto permite releer de otra manera su Unamuno contemplativo, uno de sus primeros notables estudios.. En él, Carlos Blanco modifica substancialmente el paradigma del Unamuno agonístico, que era el dominante, visible en el titulo de su gran obra, La agonía del cristianismo. Este Unamuno combativo, que recalcaba la tensión y el conflicto, sin duda existe; pero el autor destaca y analiza con brillo y persuasión la otra cara escondida de ese mismo Unamuno, su gusto e inclinación por el remanso, por la quietud, por la actitud contemplativa, por la pasividad incluso. Gracias a ello, Blanco excava y saca a flote el coeficiente peculiar de la temporalidad intrahistórica, esos paisajes del alma que abundan en la obra del vasco-castellano, aquietándose entre lago y montaña. “ Paz en la guerra”, habría que decirlo con otro título del escritor: Blanco devuelve así el rostro íntegro y enterizo de uno de los grandes poetas y novelistas del 98.

A pocos días de su muerte, ya los testimonios que hemos podido leer hablan fehaciente y abundantemente de la estela que deja Carlos Blanco, como crítico y como creador. Su legado es indudable, una evidencia que a medida que transcurra el tiempo se irá haciendo pregnante e inobjetable. Por mi parte, quiero señalar algo levemente distinto, siempre en el marco de su proyección póstuma.

Conversando una vez con una novelista norteamericana, esposa de un colega y amigo, me contó que cuando joven había sido estudiante subgraduada en La Jolla. Me contó también que en el tiempo de sus estudios (no puedo precisar cuál), existía un clima de marcado desencanto, de desánimo, de depresión generalizada en sus compañeros. Más de un adolescente se había lanzado desde las torres de Tioga o Tenaya. La Universidad lo había acallado para evitar, con razón, el temible contagio y la extensión del mal. Ella misma, me dijo, participaba de esa actitud angustiosamente negativa. “ Solo el asistir a las clases de Carlos Blanco me hacía bien, me ayudaba”. Añadió que encontraba en ellas cierto sentido de realidad, ante el cual se evaporaba el absurdo que roía las cosas. La palabra, la literatura, el conocimiento mismo volvían a recuperar alcance y significación. Ese contacto como estudiante le habría sido esencial para atravesar el desierto, la experiencia del tedio destructor, juntando fuerzas para vivir.

Creo que la intuición de la mujer era certera. Personalmente, el rasgo que siempre me llamó la atención en Carlos fue su salud, su enorme salud – mental, psicológica, ideológica, política. Como todo ser humano, se quejaba con humor de las inevitables pequeñeces que rodean la existencia. Pero en lo medular de su estar en el mundo, de su actitud básica ante lo real, era un hombre de una increíble energía interior. A veces me hacía bromas por mi innata propensión al pesimismo. Para aguzar el contraste, sobre todo cuando arreciaba en los diarios (el suyo era Los Angeles Times) el pan nuestro de horrores y atrocidades (hoy, 16 de septiembre: 13 muertos en Washington, D.C, cifra más bien pobre, casi cuáquera, el cuadro de honor de las masacres norteamericanas), yo le solía repetir: “ Siamo vecchi, Chevalley, vecchissimi… Somos viejos, Chevalley, viejísimos…”. Se reía de buena gana. Nunca supe en verdad si le gustaba o no El gatopardo. Supongo que el filme sí, pues le tenía simpatía a Burt Lancaster.

Con Carlos se ha ido un colega y amigo cuya ausencia nos va a ser difícil aceptar. En realidad, seguirá presente entre nosotros, porque se lo recordará, se lo leerá y releerá, y las nuevas generaciones estudiarán sus ideas, sus múltiples reflexiones sobre Darío, sobre Casal, sobre Rulfo, sobre Paz, sobre Fuentes y, naturalmente, sus grandes trabajos sobre Unamuno, Galdós y tantos otros. La mejor tradición de España, de México y, ¿por qué no?, de California, se dan la mano en él, nutriendo su obra, su pensamiento, y dejándonos la memoria de un ser entrañable.

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