Por María Bolivia Rothe-.
Esther, nada más que nueve vueltas al sol vividas. Nueve apenas. Un suspiro. Recién empezaba a conocer la vida y ya se la arrebataron. Su inocencia de amor y cantos, mancillada. Sus sueños de crecer, estudiar y progresar para darle a su madre lo que no pudo tener; sus nueve años llenos de alegría, truncados, rotos. Hay cosas en la vida como esta, que son demasiado desgarradoras como para decirlas de otro modo. La muerte inútil de Esther; la muerte estúpida de Esther; la muerte sin motivo de Esther… esa muerte que se va perdiendo entre el torbellino de noticias, hasta convertirse en un número más.
Hemos perdido la capacidad de asombro. La capacidad de sufrir con el dolor ajeno. Es inconcebible que no se haya levantado toda Bolivia en un solo grito de indignación, por esta muerte tan absurda.
Somos una sociedad indolente e insolente con el dolor humano; pero, sobre todo, con las muertes de las mujeres.
Muere una mujer y es como parte del paisaje cotidiano, no pasa nada. Todo queda igual. Unos días –porque es noticia que vende– está en todos los diarios y en todos los noticiosos y, luego, se olvida. Otra vez, el silencio cómodo y cómplice que todo lo resuelve.
Esther me recuerda a Patricia, aquella niña violada en su colegio y ambas son los fantasmas de todas las niñas que han muerto vejadas, torturadas y mutiladas por seres que no merecen ser nombrados humanos.
Y la sociedad boliviana sigue incólume su ritual de dolor y muerte, mirando impávida como ni leyes, ni conceptos, ni compromisos rimbombantes tienen efecto. Siguen las niñas perdiendo su vida y cuando no la pierden físicamente, la pierden igualmente, teniendo que soportar una maternidad no deseada y prematura, que las mata en vida.
Las muertes de tantas Patricias, de tantas Estheres, son heridas que siguen sangrando en el seno mismo de nuestra sociedad. Son heridas que nos duelen, porque recrean, una y otra vez, la huella del patriarcado en el Estado. Ese patriarcado que condena a la mujer desde que nace, a morir de manera violenta y prematura, porque consciente un juego de roles que deja en franca desventaja a la mujer, aún ahora, después de que han pasado años de una lucha sin descanso, para no solamente lograr espacios de representación, trabajo igual por igual salario o decisiones sobre el propio cuerpo; esta lucha no avanza porque seguimos naturalizando en todos los espacios las ventajas, aunque sean pequeñas, de un género sobre el otro y así, nacer hombre ( ya lo decía Adela Zamudio hacen dos siglos) es siempre una ventaja comparativa a nacer mujer y, más aún, entre los que menos tienen, entre la clases más desposeídas, la sumisión de la mujer es aún más marcada y más dolorosa. Espantoso andamiaje que sostiene las muertes de estas niñas.
Ese patriarcado que se profundiza en el seno del actual gobierno conservador, que por definición, considera a la mujer un objeto sumiso, amable, delicado y utilizable para provecho de un andamiaje social cada vez más abyecto, entramado de poder, deseo, lujuria y redención, ese patriarcado que entró al Palacio Quemado hacen ocho meses ya levantando una Biblia y un sable y utilizando a una mujer para cumplir sus horrendos propósitos.
Ese patriarcado que empezábamos a desmontar, volvió a arremeter como la bestia y se cargó justamente, en esta época de horror, a una niña de nueve años.
• Médica salubrista
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