Para muchos militantes de mi país, el primer acercamiento con Bolivia se dio al llegar a nuestras manos el Diario del Che. Entonces le seguíamos el rastro al comandante Ernesto Che Guevara y su infructuosa iniciativa guerrrillera en aquel país sin salida al mar, con una larga lista de dictaduras a sus espaldas y la condición de ser uno de los países más empobrecidos de Nuestra América. Participábamos en las luchas estudiantiles de esos días, en los que eran agredidos los pueblos del sudeste asiático por el imperialismo estadounidense y ocurrió la invasión yanqui contra la Republica Dominicana, mientras la Revolución cubana ponía todo su empeño en avanzar a contrapelo de las amenazas de sus vecinos del norte.
De eso hace más de medio siglo. Entonces Bolivia se veía distante y extraña desde el Caribe.
Años después, mientras reiniciaba estudios en México y fungía como delegado político de una de las organizaciones independentistas de mi país, se dio en Bolivia el golpe de Estado encabezado por el general Luis García Meza Tejada, el 17 de julio de 1980. Como consecuencia, un número nutrido de exiliados bolivianos llegó a la capital mexicana, a donde habían arribado previamente oleadas de exiliados de Chile, Uruguay, Argentina, Paraguay, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y otros países tomados por los militares. El encuentro tan abrupto con esa amalgama de gente diversa y a la vez en circunstancias parecidas, supuso un impacto decisivo para este ciudadano proveniente de una ínsula caribeña.
Llegué por primera vez a La Paz por tierra desde Perú, a mediados de 1984. Pude contemplar la impresionante grandeza de la geografía de nuestro subcontinente, la imponente dimensión de los Andes, la extensión interminable del lago Titicaca y, sobre todo, lo mucho que debía aprender sobre aquellos pueblos ancestrales, con los que me topaba a cada paso.
Años después regresé a Bolivia, invitado a la primera toma de posesión del presidente Evo Morales. Era el año 2006. La situación iba cambiando tanto en este país sudamericano como en América Latina y el Caribe. Una nueva Bolivia aparecía en la escena mundial, para grata sorpresa de algunos y consternación de otros. Emergía la población originaria nuestroamericana como gran protagonista. Que un “indio” llegara a la presidencia de Bolivia era tan insólito para nuestros adversarios como que un “negro” llamado Nelson Mandela hubiera podido ser presidente de Sudáfrica.
La última ocasión en que estuve en Bolivia fue en 2014, como delegado en el XXI Encuentro del Foro de São Paulo. Estábamos, como quien dice, en la cresta de la ola; hecha esta expresión en un país al que le ha sido negada su salida al mar. A esas alturas, y gracias al proceso iniciado en 2006, Bolivia se había ganado el respeto planetario, de reyes y príncipes, de amigos y enemigos.
Ha pasado más de medio siglo desde aquella mirada adolescente llena de interrogantes que tuve de Bolivia a través del diario del Guerrillero Heroico. Estas líneas no tienen pretensiones autobiográficas. Quieren describir cómo, desde una isla sometida al aislamiento colonial, trabajosamente se va creando conciencia nacional y latinoamericana. De cuanto ha representado el ejemplo de Bolivia para generaciones enteras, hasta el presente. De por qué desde aquella isla rodeada de mar forjamos la solidaridad con este país rodeado de tierra. De cómo hoy ni los unos ni los otros estamos solos.
Para que se sepa que desde Puerto Rico pensamos y sentimos a Bolivia en esta hora dramática, como extensión de nuestro ser mayor. Porque así es la solidaridad, que ni la más vulgar e indeseable de las dictaduras podrá impedir que florezca.
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