Por La Época-.
Es elocuente el proceder de las fuerzas represivas del Estado en toda Latinoamérica. Casi toda expresión de descontento popular organizada choca inmediatamente contra el ejercicio más desvergonzado de la fuerza pública.
Las víctimas fatales siempre se cuentan por docena, y muy pocas veces se sanciona el brutal comportamiento de los uniformados. Y casi por regla, la violencia es empleada al servicio de intereses particulares o a favor de círculos privilegiados de la sociedad. Primero fue Chile, luego Bolivia, después fue el turno de Ecuador y ahora es el de Colombia.
En poco más de una semana de manifestaciones populares, el régimen colombiano ha cobrado más de una treintena de vidas, además de haber perpetrado más de dos mil violaciones a los Derechos Humanos registradas por diversas fuentes de información. La razón de los movilizados: la indignación provocada por una reforma tributaria que imponía severas cargas impositivas sobre los sectores más vulnerables de esta sociedad.
Algo muy similar a lo que ocurrió en Ecuador tanto en 2019 como en 2020, así como en Chile entre finales e inicios de cada uno de esos años, respectivamente. En Bolivia, la dictadura de Áñez actuó con brutalidad semejante, a pesar de que las demandas frente a las que reaccionó fueron más de índole política que económica, aunque una vez reprimidos los sectores populares procedería a la aplicación de recetas neoliberales muy similares a las de los otros países en cuestión.
¿Qué quiere decir esto? A inicios de este siglo la reconocida investigadora Naomi Klein acuñó la expresión “doctrina del shock” para referirse a la aplicación del recetario neoliberal en tiempos de crisis percibida o real, accidental o provocada, aprovechando los estados de conmoción generalizados que neutralizaron los mecanismos de defensa de las sociedades objetivadas para este tipo de medidas. El Chile de Pinochet, la Bolivia de la hiperinflación de los 80 y el Perú del fujimorismo fueron sus mejores ejemplos.
Hoy en día, podríamos decir que el sostenimiento del neoliberalismo se hace cada vez más dependiente del empleo de la fuerza descarado y brutal, como puede observarse, sobre todo, en los ejemplos de Chile, Ecuador y Colombia.
Bolivia estuvo cerca de transitar dicho derrotero, pero fue rescatada por la decidida participación de las masas populares que evitaron las pretensiones prorroguistas del gobierno de Áñez. Es difícil saber si Perú y Brasil seguirán el mismo camino. A juzgar por los últimos años, es evidente que tanto sus sistemas de partidos, así como sus modelos económicos, se encuentran severamente desgastados.
La generalización de la represión policial debería significar también la internacionalización de la solidaridad, ahora que los pueblos pelean casi al unísono contra el mismo enemigo: el modelo de acumulación de riqueza neoliberal y la pauperización de sus sociedades. Sostener dicho orden económico ya no es posible mediante democracias excluyentes, formales y vacías, sino a través de la violencia más extrema, de los uniformes.
El caso de Colombia, sin embargo, es tal vez el más preocupante, no solo por su actualidad, sino además por la importancia geopolítica de este país, que actúa como una suerte de bisagra entre Centroamérica y nuestro subcontinente, y cuya calidad geopolítica para los Estados Unidos hace muy probable que el intervencionismo yanqui en esta Región sea más agresivo que en otras partes de nuestra América.
Y justamente por ello, el arrojo y la valentía del pueblo colombiano constituirá un ejemplo inspirador para el resto de nuestros pueblos, cada vez menos dispuestos a tolerar los atropellos de las élites oligárquicas del continente.
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