Por Cynthia Silva Maturana *-.
Las desgarradoras imágenes de animales calcinados por incendios forestales en muchas partes del mundo, o de ballenas asesinadas por la pesca comercial, generan una legítima indignación ciudadana y una demanda de castigo efectivo e inmediato a los autores. Indignación que hoy en Bolivia impulsa el desarrollo de una ley que castigue el ecocidio, demanda impulsada por diferentes grupos de activistas ambientales y para la que se han abierto los espacios del nivel central del Estado, buscando su debate y construcción con amplia participación.
Haciendo un recorrido por América Latina y el Caribe se pueden hallar muchos ejemplos de la normativa relativa a los delitos contra el ambiente, que en la mayoría de los casos son disposiciones incorporadas en los códigos penales de cada país. Por ejemplo, la Argentina ha incluido la contaminación como un delito cuando provoque el traslado de la población, ponga en riesgo la salud humana. También son delitos el maltrato animal o delitos contra la fauna silvestre cuando se case o pesque animales de la fauna silvestre en períodos de veda o de especies protegidas [1].
En el caso del Perú, se ha desarrollado un título completo en el Código Penal, que determina los delitos ambientales contra el ambiente y los recursos naturales, y que ha permitido ya la aplicación, por ejemplo, con multas impuestas a Pluspetrol en torno a las declaratorias de emergencia ambiental en las cuencas de Loreto y la pena privativa de libertad a pescadores que usaron dinamita para extraer especies marinas en el ámbito de jurisdicción de la Reserva Nacional de Paracas [2].
En Bolivia se han ido incorporando, a través de la normativa sectorial y ambiental, algunos elementos en el Código Penal Nacional, que son todavía insuficientes para tratar de manera efectiva aspectos como el tráfico de vida silvestre, que es un negocio que mueve internacionalmente millones, solo comparable con los delitos del narcotráfico, la trata de personas y el tráfico de armas.
Durante las gestiones 2017 y 2018 se avanzó en la construcción de un nuevo Código Penal, que incluyó por primera vez varios capítulos dedicados a las infracciones y a los delitos en materia ambiental. Sin embargo, este proceso fue abortado debido a las movilizaciones iniciadas por el Colegio Médico, quienes se opusieron al tratamiento de los artículos que tipificaban la mala praxis, movimiento que creció en la ciudadanía generando una acción nacional en contra de la propuesta. En ningún momento se escuchó la voz de las organizaciones ambientales en torno al tratamiento presentado de los delitos ambientales, que por primera vez se establecían con claridad y que habrían permitido avanzar en la lucha contra los mismos.
Pero, dejando de lado estas contradicciones de algunos movimientos ambientalistas que en su momento no defendieron un avance sustancial en la normativa nacional que castiga los delitos contra el ambiente, y que hoy exigen una ley del ecocidio, es importante hacer hincapié en ciertos aspectos sustanciales a considerar.
Satisfacer las demandas ciudadanas en torno a la búsqueda de castigos penales contra las acciones que afectan el ambiente no resuelven los problemas de raíz, a menos que sean parte de una visión de transformación más estructural, en relación con los procesos de profunda transformación en los hábitos de producción y consumo de la sociedad, o de los sistemas productivos que priorizan el lucro por encima de la sustentabilidad.
También se hace fundamental que la reflexión sobre lo que concebimos como delitos nos lleve a profundizar en las causas estructurales y en los actores que efectivamente deben ser castigados. No se puede permitir que la tipificación de los delitos ambientales sustente posiciones de “racismo ambiental”, como lo alerta Rafaela Molina en un artículo en esta misma sección [3], que con entusiasmo busquen castigar los incendios que serían provocados por campesinos migrantes, pero que muestran mucho menos entusiasmo cuando se identifica que los probables culpables en realidad son terratenientes con grandes extensiones de tierra dedicadas a la ganadería en sistemas poco sustentables, ambientalmente hablando.
Por otro lado, la tipificación de delitos ambientales no puede estar alejada del ejercicio de derechos y de un mayor acceso a la justicia ambiental, más aún habiendo sido el segundo país en América Latina y el Caribe en ratificar el Acuerdo de Escazú, analizado en esta misma sección por Iván Zambrana [4].
Finalmente, y aunque sea trillado decirlo, tipificar delitos y establecer castigos no puede surgir de posiciones de venganza o racismo, como mencionamos más arriba, sino de una profundización en la reflexión sobre la construcción de derechos, sobre la profundización de la justicia ecológica, sobre una construcción de una sociedad más justa y siempre buscando ampliar, fortalecer y enriquecer los procesos democráticos. Es probable que la base de reflexión del rol de la penalización de los delitos contra el ambiente también nos muestre la madurez democrática de nuestra sociedad y la comprensión justa que se haya alcanzado sobre el ejercicio de los Derechos de la Madre Tierra.
1 Ver: https://www.argentina.gob.ar/justicia/nuevocodigo
penal/temas/delitos-contra-el-ambiente
2 Ver: https://www.minam.gob.pe/legislaciones/delitos-
ambientales/
3 “Racismo ambiental: el fantasma que queremos ignorar en la crisis ecológica”, Rafaela Molina, La Época No. 910, del domingo 9 al sábado 15 de mayo de 2021.
4 “El Acuerdo de Escazú y la búsqueda de Justicia Ecológica”, Iván Zambrana, La Época No. 915, del domingo 13 al sábado 19 de junio de 2021.
Deja un comentario