
Por José Galindo *-.
A 196 años de su fundación, el Estado boliviano parece haber sorteado uno de sus momentos más críticos con éxito. Un año antes, el país se encontraba asediado por tres crisis simultáneas: política, económica y sanitaria. A solo nueve meses de haber asumido el gobierno el Movimiento Al Socialismo – Instrumento por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) ha logrado reencauzar la economía, legitimar el rol del Estado frente a la sociedad y gestionar con razonable éxito los peores efectos de una pandemia que sacudió al planeta desde hace poco más de un año. Quedan, sin embargo, muchos desafíos que superar.
Crisis y reactivación económica
El año 2020 cerró con el peor decrecimiento que haya experimentado el país, con una caída del 8% de su Producto Interno Bruto (PIB). Algo que no había sucedido desde 1953. De hecho, Bolivia había logrado cerrar los últimos 10 años antes de eso con un promedio de crecimiento sostenido siempre superior al 4%. La tasa de desempleo era de un 8%, cuando a finales de 2019 no superaba el 5%; mientras la pobreza moderada había pasado de afectar de un 31% a un 37% de la población, y la pobreza extrema subió dos puntos: del 12% al 14%, en tan solo un año, partiendo de 2019, según datos proporcionados por la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe (Cepal). En definitiva, uno de los peores años en nuestra historia.
Mucho influyó en dicho desempeño los efectos de la primera pandemia que experimentaba la humanidad en casi dos siglos y que obligó a casi la totalidad de los Estados del planeta a imponer cuarentenas con diversos grados de rigidez, pero que en conjunto significaban la primera vez que se daba un paro o reducción significativa de actividades, flujos e intercambios a nivel global. Pero también tuvo mucho que ver una administración del Estado en extremo irregular y abiertamente corrupta, por parte de un gobierno de dudosas credenciales constitucionales y democráticas presidido por Jeanine Áñez y el “movimiento pitita”, cuyos principales integrantes y autoridades protagonizaron más de una treintena de casos de corrupción e incluso estuvieron a punto de devolver al país a las garras de organismos con trágicos antecedentes en nuestra historia, como el Fondo Monetario Internacional (FMI).
De acuerdo a las estimaciones de la Cepal y el Banco Mundial (BM), Bolivia cerrará este 2021 con crecimiento superior al 5%, mientras la tasa de desempleo se ha reducido hasta poco más de 7%, después de haber llegado a un pico del 11% en el clímax de la pandemia; y aunque todavía no hay proyecciones ni datos estimativos que nos permitan prever a cuánto podrían llegar a reducirse la pobreza y la pobreza extrema, el hecho de que el PIB recupere su tendencia hacia el crecimiento sostenido podría interpretarse como un buen augurio, sobre todo cuando hace unos meses, a principios de año, la Cepal y otros organismos internacionales presagiaban una de las peores crisis económicas desde el crack del 29 del siglo pasado, a causa de los efectos de la pandemia.
El nuevo gobierno del MAS, esta vez presidido por el renombrado economista Luis Arce, considerado por algunos como el “padre del milagro económico” de los primeros tres periodos de su partido, entonces bajo el liderazgo de Evo Morales, espera devolver al país al camino que llevaba recorriendo desde 2006, sobre un modelo consistente en la propiedad nacional de los recursos naturales, la redistribución de sus ingresos en favor de los sectores más vulnerables y la intervención activa del Estado en la economía. Receta que redujo la pobreza extrema, sacando a más de tres millones de personas de esa condición y llevando al país a mostrarse con un Desarrollo Humano Alto por primera vez en diciembre de 2019, según destacó el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
No obstante, ya se advertía en aquel entonces que no todo era merecedor de palmadas en la espalda. Quedaba, pues, pendiente la tarea de reducir los índices de desigualdad que habían sufrido un incremento general en toda la Región, al mismo tiempo que hacer más horizontales y accesibles las oportunidades de ascenso económico para amplios sectores de la población que, si bien se beneficiaron de la redistribución de la riqueza a través de bonos y programas de inversión pública de los primeros tres gobiernos de Morales, todavía contaban con menores posibilidades de ascender social y económicamente que otros quintiles de la población, pudiendo volver a su condición de pobreza moderada o extrema al ser parte de lo que algunos han llamado “clases medias vulnerables”. Desafíos que se suman, ahora, a un proceso de reactivación económica sumamente incierto y proclive a shocks externos.
Crisis política
Pero tal vez la peor crisis que enfrentaba Bolivia hasta hace unos meses era su crisis política, iniciada a finales de 2019 después de lo que ciertos medios han llamado “crisis postelectoral” y otros “golpe de Estado”. Crisis esencialmente de carácter sucesorio, agudizada por la labor de la Organización de Estados Americanos (OEA) y su Misión de Observación Electoral invitada tras las polémicas elecciones generales del 20 de octubre de ese año, en las cuales un resultado del 47% a favor de Morales y 36% de Carlos Mesa fue rápidamente cuestionado por la población luego de que el Sistema de Recuento Electoral Preliminar (TREP) se suspendiera al 83%, a pesar de no contar con validez legal.
Un pronunciamiento, primero, a favor de una segunda vuelta entre el candidato oficialista, Evo Morales, y su principal competidor, Carlos Mesa; y prontamente a favor de un proceso electoral enteramente nuevo, lo que derivó en una serie de protestas callejeras protagonizadas por detractores del gobierno de Morales y personas que creyeron haber presenciado un fraude electoral, hasta provocar el derrocamiento del entonces presidente del Estado Plurinacional, previo motín de la Policía Nacional y la oportuna “sugerencia” del Ejército al mandatario pidiendo su “renuncia”. Un audio de uno de los líderes de la revuelta contra Morales revela una coordinación previa entre manifestantes y altos oficiales policiales y militares, el que, entre otras pruebas, sugieren muchos, sería suficiente evidencia para considerar aquella transición política accidentada como un golpe de Estado.
Golpe del que emergió el gobierno de Jeanine Áñez, una senadora de oposición al MAS miembro de un partido que contaba con menos del 25% de representación legislativa, Unidad Demócrata (UD). Su Gobierno se inauguró con la emisión del Decreto Supremo 4078, que otorgaba inmunidad a las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional en el mantenimiento del orden público, después de que el derrocamiento de Morales y la quema de la wiphala provocaran a miles de indígenas, campesinos y simpatizantes del MAS a salir a las calles pidiendo la renuncia de Áñez. El resultado fue el asesinato de más de una treintena de personas en las masacres de Sacaba y Senkata y la imposición de un Estado de Excepción durante el cual se violaron sistemáticamente los Derechos Humanos de millones de bolivianos, criminalizados por razones políticas e incluso raciales.
El Estado de Excepción, con el cual todo un sector de la población boliviana fue abstraído de derechos políticos y libertades civiles, fue reforzado bajo los efectos de la pandemia de coronavirus en 2020, utilizada por el Gobierno entonces llamado transitorio (para otros, gobierno de facto) para endurecer la persecución contra militantes y autoridades del derrocado gobierno del MAS, llegando incluso a limitar la libertad de expresión de varios periodistas y líderes de opinión, lo que le añadió a la crisis política y de legitimidad, también una dimensión humanitaria.
Esta situación se extendió hasta finales de octubre de 2020. El día 18 de aquel mes se dieron unas elecciones generales que fueron pospuestas durante casi nueve meses por el gobierno transitorio, en las cuales el MAS y sus candidatos Luis Arce y David Choquehuanca fueron elegidos como Presidente y Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia con más del 55% de la totalidad de los votos. Una victoria aplastante pero no, sin embargo, incuestionable, debido a que después de conocido el resultado numerosos simpatizantes del anterior Gobierno llegaron a los extremos de arrodillarse en las puertas de los cuarteles pidiendo una intervención militar y, como se demostraría, incluso uno de los exministros del gobierno de facto, Fernando López, trataría de promover una invasión armada a Bolivia para evitar la posesión de los candidatos masistas.
Puede decirse que la crisis política se superó entonces con una victoria fuera de toda predicción por parte del MAS, que le devolvió legitimidad a los órganos Ejecutivo y Legislativo tras casi un año de gobierno de facto en el que el Ejército se atrevió a ingresar uniformado a la Asamblea Legislativa Plurinacional, con el pronunciamiento de las principales organizaciones campesinas, indígenas y obreras alertando a los detractores del MAS con salir a las calles en caso de que no se aceptasen los resultados de las elecciones. Una correlación de fuerzas que se hizo favorable para el masismo en las calles del país, en gran parte debido a una gestión desastrosa del aparato público y la propia pandemia, con la que se llegó a lucrar con respiradores con sobreprecio y sin aplicación alguna para su uso en terapias intensivas, lo que aniquiló casi por completo la legitimidad de los candidatos opositores.
No obstante, tal como sucedió con la crisis política del sistema de partidos de inicios de este siglo, los sectores conservadores retrocedieron a los niveles subnacionales, tanto departamentales como municipales, como bastión de resistencia política, a partir de los cuales llegaron a fraguar intentonas golpistas y desestabilizadoras como la que se dio en septiembre de 2008, en el intento de golpe de Estado cívico prefectural que se saldó con la muerte de más de una veintena de campesinos en el norte amazónico del país. La victoria de Luis Fernando Camacho en el departamento de Santa Cruz, bastión de la oposición al MAS y cuna de un proyecto federalista que rayó con el secesionismo en más de una ocasión, es una advertencia para el actual Gobierno de que los sectores de la burguesía agroexportadora que perdieron el poder a finales de 2020 están derrotados, pero no vencidos.
Crisis sanitaria
Finalmente, como última crisis que podría considerarse superada se encuentra la crisis sanitaria provocada por los efectos de la pandemia del coronavirus. La gestión de esta enfermedad varió sustantivamente en relación del Gobierno predecesor, que estuvo basada, fundamentalmente, en la imposición de una larga cuarentena rígida y varias modalidades de “cuarentenas flexibles” que supusieron la movilización no tanto de personal médico y sanitario, sino de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, provocando movilizaciones entre mayo y agosto de 2020, agudizadas por la continua postergación de las elecciones generales que se reclamaban desde la anulación de las justas electorales de octubre de 2019. Fue en ese periodo que se dieron los peores hechos de corrupción protagonizados por representantes del Gobierno “pitita”, y cuando se alcanzaron los peores resultados en cuanto a desempeño macroeconómico y financiero en la historia.
La cobertura del sistema sanitario en Bolivia nunca fue muy buena, llegando a ser criticada incluso en los propios gobiernos del expresidente Morales, en los que apenas se pudo implementar, al final de su última gestión un Sistema Único de Salud (SUS) limitado en cuanto a su alcance poblacional y epidémicamente, y restringido sobre todo a centros de salud del tercer nivel. Así, fueron la salud y la educación los sectores quizá más descuidados por el Proceso de Cambio, cuestión que no mejoró en un ápice con el gobierno transitorio, con centros de salud desesperadamente saturados por pacientes enfermos de coronavirus y un sector de trabajadores sanitarios en constante huelga y reclamo por las pésimas condiciones con las que debían desempeñar su labor.
Hasta el momento, Bolivia ha registrado 475 mil personas infectadas, de las que fallecieron casi 17 mil 500 hasta el cierre de esta edición. Situación que puede parecer aguda, pero que se torna tolerable cuando se considera que el país tiene una de las tasas de letalidad más bajas de la Región, por debajo de Paraguay, Colombia, Argentina, Uruguay, Brasil y Perú, llegando a las 117,71 muertes por millón, mientras algunos países reportan cifras de 292 muertes por millón, como Paraguay; o 208 muertes por millón, como sucede en Colombia. La cantidad de vacunas administradas se encuentra por encima de las 4,5 millones de personas, en un país con apenas 11 millones de habitantes, y con 14% de la población completamente vacunada, de acuerdo a datos de Our World in Data. Balance que coloca a Bolivia a medio camino de una situación ideal, pero a años luz en relación a las catastróficas condiciones en las que se encontraba apenas un año atrás, por lo que queda pendiente el desafío de inocular a la totalidad de la población antes de fin de año, sin tener que recurrir a medidas como la cuarentena rígida o móvil, sino más bien profilácticas, como el uso de barbijos y distanciamiento social.
- Cientista político.
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