Por Julio C. Gambina *-.
El terremoto en Haití, producido muy cercano en el tiempo al asesinato del presidente ilegitimo del país, y el fin de la ocupación militar estadounidense en Afganistán expresan los límites de las “soluciones” del orden global capitalista para los pueblos empobrecidos. En efecto, los pueblos de Afganistán y Haití figuran entre los más vulnerados del mundo, con índices de pobreza y deterioro de las condiciones de vida.
Los procesos locales por desarrollar un camino propio en esos territorios fueron obturados por la hegemonía del poder mundial. La alianza con la URSS, con presencia militar soviética desde 1978, en plena ofensiva estadounidense contra el bloque socialista, signó la historia reciente de Afganistán por tres décadas, más aún con la invasión armada desde 2001. Estos 20 años de ocupación evidencian el legado de miseria en una abrumadora mayoría del pueblo afgano.
En un mismo tiempo histórico, el intento autónomo de Haití desde mediados de los 80 del siglo XX, con la salida de la dictadura de Duvallier en 1986 y la presidencia de Juan Bertrand Aristide en 1991, obturada por el intervencionismo estadounidense, impidió una posibilidad de autodeterminación democrática, condicionando por tres décadas, política y económicamente al país de la primera independencia colonial de la Región en 1804. La secuela de miseria entre la mayoría del pueblo haitiano deja a las claras el papel de la política exterior de Estados Unidos y sus socios en este continente.
Importa reconocer el tiempo histórico de las luchas por la emancipación de los pueblos con relación a la situación del orden capitalista y su hegemonía, que para el caso estadounidense data del fin de la Segunda Guerra Mundial. El orden internacional constituido hacia 1945 impuso la supremacía del dólar y la economía estadounidense en el capitalismo global, afirmado con despliegue militar asociado a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) e ideológico cultural de la maquinaria mediática transnacionalizada. La disputa por la dominación mundial se sostuvo contra el sistema del socialismo desplegado desde 1945 hasta la crisis polaca y de la propia URSS, entre 1980 y 1989-91, mediado por la crisis capitalista de los 60-70, muy especialmente la “monetaria”, explicitada en agosto de 1971, hace medio siglo.
Hace 50 años que estalló el orden mundial capitalista, con la decisión unilateral de Washington respecto de la inconvertibilidad del dólar con el oro.
Desde entonces se promovieron iniciativas políticas globales y regionales para asegurar la unilateralidad del orden capitalista, un imaginario que pretendió instalarse hacia 1989-91 con el fin de la historia, de la ideología y del socialismo. El capitalismo triunfante parecía el rumbo civilizatorio definitivo, con la capacidad de “control” militar e ideológico de Estados Unidos, aún con la mengua de su poder económico, afectado por la desvalorización del dólar, el nuevo carácter de país endeudado (ahora el más), con fuertes déficit fiscales y externos. Un tema agigantado con la expansión global del poder fabril y económico de China, especialmente a inicios del siglo XXI.
El fracaso de la ocupación afgana de Estados Unidos y aliados, y de la intervención haitiana, incluso con tropas de la región latinoamericana y caribeña (Minustah), no esconde los negocios de la guerra, la especulación, la producción y la circulación capitalista, con secuelas de destrucción social y natural.
La miseria extendida entre las poblaciones de Afganistán y Haití tiene responsables en los ejecutores de la política exterior estadounidense, y, claro, la complicidad global de las direcciones políticas de varios países que no solo no condenan la dominación y manipulación estadounidense, sino que intentan obtener beneficio propio. En esa complicidad se encuentra el poder local en Afganistán (denunciado por Biden de no querer confrontar contra la ofensiva del Talibán) y en Haití. La corrupción es funcional al sostenimiento del orden capitalista.
El poder mundial asociado a Estados Unidos mira con asombro la debacle civilizatoria en Afganistán y en Haití, desentendiéndose de responsabilidades. El fenómeno convoca a los pueblos del mundo a pensar en un orden alternativo, que confronte con la liberalización económica de una sociedad monetario-mercantil sustentada desde la explotación de la fuerza de trabajo y el saqueo de los bienes comunes.
A no dudar que el poder mundial intentará frenar cualquier acción alternativa, como lo demuestra el bloqueo genocida contra Cuba o las sanciones a Venezuela o a cualquier país que intente un rumbo propio.
Se trata de pensar en la catástrofe que nos amenaza, más allá de lo concreto explicitado en estos dos países, y que según el informe preliminar del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas, que se considerará a comienzos del 2022, afecta la vida sobre la Tierra.
Resulta urgente cambiar el rumbo y desarmar el orden mundial, lo que supone desmercantilizar la vida cotidiana, un programa que está en el debate sobre la suspensión o eliminación de las patentes de propiedad intelectual sobre las vacunas, pero extensivo a los bienes comunes, caso de la tierra y el agua, imprescindibles para el aliento a la vida social y natural.
La desmercantilización está asociada a la promoción de la organización económico-social de base comunitaria, solidaria, de autogestión, sin fines de lucro, para otro modelo de producción y de desarrollo que desestimule el consumismo y promueva la cooperación internacional y la autodeterminación de los pueblos.
Un horizonte de paz y solidaridad social necesita la humanidad ante la barbarie del orden sustentado en la ganancia y la acumulación, promovido por poderes políticos, militares y culturales que ejercen su dominación espacial desde la hegemonía de la propiedad privada de los medios de producción y por países que actúan sostenidos en su poder imperialista.
Puede ser, y los datos lo confirman, que Estados Unidos está perdiendo peso relativo en su capacidad de hegemonía mundial, pero mantiene los instrumentos de dominación física y cultural para postergar un eventual ocaso final, que en su trayecto afecta al planeta y a la población mundial.
En todo caso, lo que resulta evidente es la ausencia de una alternativa civilizatoria, que por décadas se nominó en el socialismo. La resignificación de un orden socialista, o no capitalista, emerge como una necesidad de las nuevas camadas que luchan contra la barbarie del capitalismo.
- Economista.
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