
Por Luis Oporto Ordóñez *-.
En la segunda mitad del siglo XX, el control del conocimiento antropológico estaba en poder de una élite académica que definía quién, cómo y cuándo podía investigar o difundir los resultados de sus pesquisas. Ese celo académico terminó creando un círculo infranqueable de intelectuales con prestigio nacional e internacional (aunque otros no tanto, pero que se hacían pasar por tales), conocidos en el argot popular como “vacas sagradas”, es decir, intocables. Eran dueños de la verdad y, en caso extremo, al no poseer ese atributo, la moldeaban. Ingresar a ese círculo era tarea imposible para el grueso de los intelectuales que veían desde el llano la sucesión de las sillas de número que caracterizaron (y aún lo hacen) a las academias de esa época. Es interesante anotar que esa forma de control del conocimiento surgió del seno de investigadores autodidactas, donde germinó la semilla de las academias: las sociedades de Geografía e Historia, que popularizaron sus hallazgos a través de sus recordados boletines. Así fueron abriendo senda las de La Paz, Potosí y Sucre, fundamentalmente, hasta que fueron extinguiéndose paulatinamente, aunque algunas sobreviven como pálido reflejo de su época de gloria.
Por otro lado, la palestra para difundir el conocimiento científico o académico en esa época era (aún lo son, ciertamente) mediante los congresos, que reunían a la élite intelectual mundial. El resultado de sus cónclaves ecuménicos, pero selectivos, fue irradiar nuevas tendencias en las ciencias. Se caracterizaron por usar como sedes costosas capitales del mundo, y con ingreso arancelado. Lo uno y lo otro los convirtieron en inalcanzables para la gran mayoría de los investigadores. Es cierto que se subvencionó la asistencia de jóvenes investigadores con apoyo de fundaciones y organismos internacionales, pero se implementó un método tamizador de selección, a través de los “comités científicos”, que en última instancia decidían quién podía o no presentar una ponencia. Aquellos prestigiosos académicos se convirtieron en celosos guardianes de la continuidad de los congresos, pero sobre todo en dueños de señalar la calidad de las ponencias.
En 1987 preparábamos la celebración del 25° aniversario del Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef), repositorio etnológico de la nación que dependía del Ministerio de Educación y Cultura pero sostenido económicamente por el Banco Central de Bolivia (BCB), junto a la Casa Nacional de Moneda, Casa de la Libertad y el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia.
Con ese fin Hugo Daniel Ruiz, el primer etnógrafo profesional de Bolivia, formado en el reconocido instituto Paul Coremans del Instituto Nacional de Historia y Antropología de México, propuso a su hueste la creación de un congreso genuinamente representativo, irrestricto, que promoviera el diálogo intergeneracional (“vacas sagradas” con jóvenes académicos) y propiciara el encuentro de saberes ancestrales y conocimientos académicos entre etnógrafos profesionales y empíricos. El desafío fue lanzado y un comité ampliado elaboró las bases de la convocatoria de una Reunión Anual de Etnología (RAE), organizada por el Musef, financiada por el BCB, estableciendo cinco mesas: Antropología Histórica, Etnología Contemporánea, Etnología Sociocultural, Etnomusicología-Folklore-Arte Popular y Etnicidad-Nacionalidad-Territorialidad.
La iniciativa fue acogida de buena fe pero con interés paternalista por investigadores de trayectoria, “vacas sagradas” amigas del Musef (nacionales y extranjeros); con entusiasmo genuino por jóvenes universitarios, con mucha expectativa por los etnógrafos e investigadores que cultivaban los saberes ancestrales; y con recelo por los líderes indianistas herederos de Fausto Reinaga, diseminados a lo ancho y largo del vasto territorio nacional.
El razonamiento era muy simple y a la vez imaginativo: siendo el Musef el Repositorio Etnológico de la Nacional, entidad científica cultural estatal sin afanes de lucro, no tenía necesidad de cobrar ninguna cuota por concepto de participación, puesto que era una forma de devolución social a la misma sociedad que aportaba con sus impuestos para pagar nuestros sueldos. El proyecto fue presentado al BCB, contando para ese fin con el apoyo de varios directores y la influyente Asociación de Amigos del Musef, que logró el aval institucional y por cierto los recursos para solventar los gastos de la RAE.
La convocatoria alcanzó un impacto inmediato en todos los sectores de la sociedad, provocando la sorpresa en la élite académica, que siempre miró al Musef con sublime desdén, llamándolo “el museo de los indios”. El 23 de agosto de 1987, el Musef recibió con las puertas abiertas a jóvenes investigadores, prestigiosos investigadores (nacionales y extranjeros), en un encuentro, un tinku, en el que participaron indígenas letrados que oficiaban de etnógrafos autodidactas, herbolarios, yatiris y chamanes, con sus músicos, colmando el patio del Palacio de los Marqueses de Villaverde y trepando la escalinata de tipo imperial, para ingresar al Auditorio ubicado en la planta alta.
Los tres primeros seminarios eran esencialmente académicos y estaban destinados a fomentar la participación de jóvenes profesionales, que aprendieron mucho de nuestras “vacas sagradas” amigas, pero también enseñaron mucho. El tercero estaba destinado a los etnógrafos autodidactas, sobre todo. El cuarto era el as bajo la manga, pues era un espacio para el debate político, palestra de los líderes indianistas emergentes. Fue memorable, para poner un botón de ejemplo: el debate entre el Inka Waskar Chukiwanka y el antropólogo jesuita (una de nuestras “vacas sagradas”) Xavier Albó, que derivó en una apuesta por un millón de dólares, a petición del Inka.
En su memorable discurso inaugural, Hugo Daniel Ruiz develó en parte la naturaleza política de la RAE: “Hemos podido establecer la necesidad que tiene Bolivia de contar con un centro de servicio público y gratuito que facilite la interconexión entre especialistas e investigadores en el campo antropológico y ciencias afines”.
Al culminar la RAE, luego de una agotadora sesión de clausura, se declaró fiesta franca, con profusión de música, canto, baile y alegría sin par. Indios y jóvenes universitarios, junto a nuestras “vacas sagradas”, brindaron y festejaron por la creación de un espacio libre, irrestricto, pluricultural, intercultural, multilingüe e internacional.
Luego de 35 años, vemos con orgullo legítimo que la RAE se ha fortalecido y alcanzó niveles insospechados pues tiene una audiencia cautiva, dentro y fuera del país. Es un congreso internacional que no tiene nada que envidiar a ningún otro.
El legado de la RAE se plasma en las ponencias que engrosaron los Anales de la Reunión Anual de Etnología, que ha conformado un corpus documental que recupera la teoría y praxis de la antropología boliviana por medio de los conocimientos académicos y los saberes ancestrales de los pueblos y naciones indígena originario campesinos. Ese corpus documental, digno de ser incorporado al Programa Memoria del Mundo de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) tiene hoy una base legal constitucional en el Artículo 100 de la Constitución de 2009. Es, en otras palabras, el congreso idóneo del Estado Plurinacional que fue ideado por Hugo Daniel Ruiz.
* Bibliógrafo, presidente de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia.
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