
Por José Galindo -.
El conflicto que explotó esta semana entre ciertas facciones de la Asociación Departamental de Productores de Coca de La Paz (Adepcoca) es falseado por los medios hegemónicos como una disputa entre productores tradicionales y productores ligados al narcotráfico. ¡Falso! No se trata ni de una disputa por mercados ilegales ni de una intención por parte del Movimiento Al Socialismo (MAS) para hegemonizar el control de las organizaciones campesinas. Es una reyerta entre diferentes sectores para ingresar a un nicho de mercado precario, esforzado pero estable, cuya última explicación nos remite a la injusta distribución de la tierra en Bolivia.
Decíamos en otro espacio que una de las formas en la que los medios hegemónicos operan en relación a conflictos sociales es a través de la legitimación o deslegitimización de los actores enfrentados, orientando el posicionamiento de la opinión pública hacia el favorecimiento y la empatía con unos o hacia el rechazo y la condena de otros. Esto conduce irremediablemente a determinadas formas de maniqueísmo, que es la simplificación de cuestiones complejas a solamente dos opciones contrapuestas: buenos contra malos.
Entre los muchos campos contenciosos que atraviesan la realidad política boliviana destaca, desde hace algún tiempo, la disputa entre productores de hoja de coca de la región de los Yungas y una supuesta competencia con sus pares del Chapare, que ha sido presentado en la palestra mediática como un enfrentamiento entre ángeles y demonios, dificultando con esto la resolución del problema entre ambos agentes económicos, hasta transformarlos en actores políticos antagónicos. Este artículo es el primero de una trilogía orientada a un análisis que supere tales reduccionismos, en el marco de lo que podríamos llamar “el problema de la coca”, y a cuya confusión contribuyen también los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos mediante sus innumerables informes de certificación de lucha contra el narcotráfico en la Región.
Antecedentes
Adepcoca ha ocupado un lugar estelar en los titulares de prensa de los últimos días, después de que una de sus facciones intentó instalar un mercado paralelo para la venta de hoja de coca en reemplazo de su sede ubicada en la zona de Villa Fátima, en un barrio periurbano de la ciudad de La Paz, mientras trataba de posicionarse como la dirigencia definitiva frente a otras paralelas que surgieron desde mediados de 2017, cuando la Ley General de la Coca fue promulgada por el entonces presidente Evo Morales. La larga disputa por el liderazgo entre los productores de hoja de coca de este departamento contribuyó en 2019 a desgastar la imagen del gobierno del MAS, y a ser aprovechada por la oposición política de derechas para dividir su red de alianzas, al punto que parte de los miembros de Adepcoca colaboraron con los instigadores del golpe de Estado de noviembre de ese año. Actualmente, incluso políticos conservadores y claramente anti-campesinos, como Tuto Quiroga, pretenden echar más leña al fuego con una falsa postura de solidaridad con los productores paceños, lo que hace de este conflicto uno de capital importancia para el actual gobierno encabezado por el presidente Luis Arce Catacora.
Durante la última semana, tres facciones se disputaban la dirigencia oficial de Adepcoca: Armín Lluta, opuesto al Gobierno; Fernando Calle, supuestamente simpatizante del MAS; y Arnold Alanes, igualmente sospechoso de pertenecer al partido azul. Terminó por imponerse, tras varios enfrentamientos en asambleas paralelas y la desaparición y golpiza de Lluta, el último aspirante, que fue reconocido por el ministro de Gobierno, Carlos Del Castillo, a finales del miércoles por la tarde. La división dentro de este sector entre masistas y anti-masistas se ha expresado de forma cada vez más conflictiva y fue precipitada por el arresto de Franklin Gutiérrez en agosto de 2017, tras la muerte del oficial de policía Daynor Sandoval, que pronto sería seguida por la muerte de los cocaleros Eliseo Choque y Carlos Vega en medio de las protestas a la promulgación de la Ley 906 entre el 24 y el 30 de agosto de ese año. Tiempo después moriría Eduardo Apaza, dirigente del Consejo de Federaciones Campesinas de los Yungas de La Paz (Cofecay) en junio de 2019, afín al MAS, y otro policía en julio de este año, Miguel Ángel Quispe Nina.
La pugna por el liderazgo de la organización yungueña comenzó en marzo de 2018 y fue resuelta circunstancialmente en julio de 2019, cuando Elena Flores fue elegida como su nueva presidenta en medio de cuestionamientos de la facción que defendía al entonces preso Franklin Gutiérrez como legítima cabeza de sector. El golpe de Estado derivó en la detención de Flores en marzo de 2020, y el regreso de Gutiérrez, quien fue sucedido por Armín Lluta en diciembre de ese año, sin con ello resolver la existencia de directorios paralelos afines al MAS. Estos últimos, al mismo tiempo, no son necesariamente funcionales a los productores provenientes del Chapare, sino que tienen su propia agenda, que apunta a la formalización y legalización de los cultivos ubicados en los municipios de Caranavi, Mapiri, Apolo, Larecaja y parte de la provincia Franz Tamayo, ubicados a veces en zonas excedentarias, lo que los llevó a un acercamiento circunstancial con el oficialismo, sin que ello implique que su producción vaya hacia el narcotráfico.
Narcotraficantes vs. productores ancestrales: falso dilema
Como decíamos, los problemas surgieron a partir de marzo de 2017, cuando se promulgó la Ley 906, en reemplazo de la draconiana Ley 1008, que imponía penas severas para todo sujeto sospechoso de incurrir en narcotráfico, a través de una serie de artículos que extendían la figura del infractor hasta convertir a los productores de hoja de coca de todo el país en blancos vulnerables de las más duras penas. La nueva ley trazaba un límite para la superficie de cultivo de hoja de coca en 22 mil hectáreas, distribuyendo este total en 14 mil 700 para la región de los Yungas, y siete mil 300 para el Chapare, lo que implicaba ampliar el margen de producción para los segundos, aunque el volumen total de ambas regiones había aumentado indiscutiblemente desde 2006 hasta esa fecha.
En los hechos, se rompía con ello el monopolio de una región para permitir el ingreso de otra en un mercado altamente rentable y estable, frente a otras ramas de la agricultura que requieren mayores capitales y tienen menores rendimientos. La hoja de coca puede ser cosechada hasta cuatro veces por año, aunque eso acarree el deterioro de la tierra debido al monocultivo. Partiendo de esta premisa, el conflicto que acaba de estallar en relación a Adepcoca debe cambiar la perspectiva de nuestro análisis, alejándolo de enfoques policiacos, hacia uno que tome en cuenta la competencia de agentes económicos por un mercado determinado, ni más ni menos.
Tal vez el problema reside en que desde 2017 se apuntó, muchas veces de forma maliciosa, a que la coca proveniente de los Yungas estaba dirigida al consumo legal, mientras que la proveniente del Chapare iba destinada a la producción de cocaína, contribuyendo con ello a instalar la percepción de que había una competencia entre productores para el consumo tradicional vs. productores ligados al narcotráfico, buenos contra malos, ángeles contra demonios, y, en fin, una antinomia donde predeciblemente el MAS ocuparía el lugar de Belcebú.
Detrás de la mentira
Dicha percepción debe ser rebatida a partir de los siguientes datos: primero, de acuerdo a Insight Crime, un centro de estudios dedicado a temas relacionados con actividades ilícitas, solo el 5% de la cocaína incautada en los Estados Unidos es elaborada a partir de hoja de coca boliviana; segundo, aunque la región del Chapare incrementó su área de cultivo de coca más que su paralela en los Yungas, el 78% de los cocales erradicados pertenecen a la primera, mientras que solo 18% a la segunda; y tercero, la coca producida en el Chapare es menos accesible que la de los Yungas, por lo que puede estar siendo comercializada legalmente a consumidores locales sin que ello implique relación alguna con el narcotráfico. Todo esto obliga a los observadores atentos a la problemática a considerar que la competencia entre ambas regiones está lejos de ser irresoluble, y no está relacionada inevitablemente con actividades ilícitas.
A esto debe añadirse una consideración de capital importancia señalada por la socióloga Sandra Ramos, quien nos dice que más que el factor de la superficie permitida para la producción de hoja de coca por la Ley 906, el problema de fondo radica en la distribución de la tierra, dado que la mayor parte de los productores de hoja de coca de ambas regiones provienen de otras latitudes del país, debido a la ausencia de oportunidades en sus lugares de origen, donde la producción agrícola de otros alimentos es muy dificultosa a causa de la ausencia de redes de transporte, financiamiento, entre otras.
“Es así, el tema de la ley no implica solo producción de coca, sino (acceso a la) tierra, implica economía campesina, desarrollo, industrialización, medios de comunicación, son una serie de aspectos que no han sido estudiados para desarrollar esa política… Si ahora viene otro gobierno, hace un cambio de la superficie (permitida), la conflictividad no va a desaparecer porque tiene que ver con todos estos otros problemas”, esclarece Ramos en una entrevista publicada por el Programa de Investigación Estratégica para Bolivia (PIEB).
Bolivia no es un narco-Estado
A pesar de que Bolivia es uno de los países más seguros en términos de violencia relacionada al crimen, en comparación con el resto de la región latinoamericana, uno de los principales discursos de la oposición política contra el gobierno es el de su supuesto nexo con el narcotráfico; acusación que puede ser fácilmente desmentida cuando se considera que Bolivia es, de hecho, el menor de los productores de hoja de coca en la Región.
De acuerdo con la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Crimen (Unodc), del total de hoja de coca producida en el continente, Bolivia representa el 21% de la región andina, mientras que Colombia produce el 38% y Perú el 41%. No obstante, ninguno de los dos últimos países fue descertificado por los sucesivos informes relacionados a la lucha contra el narcotráfico emitidos por la Casa Blanca desde hace más de una década, lo que confirma una indisimulada inclinación política de aquel país en relación a sus vecinos latinoamericanos, sobre todo respecto a Bolivia y su último comunicado.
De hecho, en 2017 un artículo de la BBC de Londres escrito por el prestigioso periodista Boris Miranda, hoy fallecido, titulado “Porqué la estrategia antidroga de Bolivia es más exitosa que la de Colombia y Perú”, señala que, de acuerdo al Departamento de Estado de los Estados Unidos, el 95% de la cocaína que circula en aquel país proviene de Colombia, mientras que Bolivia había logrado mantener la superficie de coca, en ese entonces, en alrededor de las 20 mil hectáreas, en comparación de las 96 mil de Colombia y las 42 mil de Perú. En este sentido, atribuirle intereses ilícitos a cualquiera de ambas regiones productoras de hoja de coca no puede ser considerado como una exageración orientada hacia fines políticos, a lo mucho, toda vez que los propios datos de uno de los Estados policiacos más poderosos del mundo admiten que Bolivia no es más que un jugador menor en las grandes ligas del narcotráfico, y cuyo peso no ha sino disminuir desde que el masismo asumió la conducción del Estado.
No obstante, es innegable que la producción de hoja de coca no ha parado de crecer en los últimos años, llegando a extenderse incluso a áreas protegidas, como los parques y reservas naturales de Isibore Secure y Carrasco en Cochabamba; Apolobamba, Cotapata y Madidi en el norte de La Paz; y Amboró, en Santa Cruz. Paralelamente, nuevos cultivos se expandieron en los municipios paceños de Caranavi, Mapiri, Apolo y Larecaja, que buscan ser reconocidos en el interior de Adepcoca, lo que al mismo tiempo es rechazado por los campesinos dedicados a la producción de coca ya establecidos, quienes, naturalmente, se resisten al ingreso de más miembros a su colectivo por la competencia y disminución del precio de la coca que esto implicaría teóricamente. La extensión de los cultivos, por otra parte, repuntó dramáticamente en el gobierno de Jeanine Áñez, pasando de 22 mil 500 hectáreas en 2019 a casi 25 mil hectáreas en 2020, lo que representó un aumento del 15%, de acuerdo a la Unodc. Una mancha más en el largo historial de errores y negligencias del que seguramente fue uno de los peores gobiernos en la historia reciente del país.
Maticemos, además, este último dato acerca del incremento de los cocales en la Región y en Bolivia, tomando en cuenta que, en el clímax de la pandemia y la imposición de una rígida cuarentena, aunque la producción de hoja de coca no se detuvo, su comercialización sí lo hizo, devaluando el precio del taqui de coca (alrededor de 50 libras) en casi un 44%, de mil 300 bs a poco más de 800 bs. Un fuerte desincentivo que se suma a otro efecto relevante de la pandemia a nivel global: la paralización de casi todas las rutas de transporte comercial, que en los hechos afectó también a la industria de la cocaína, como a todo tipo de mercancía en el mundo. Tanto así que el Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones (OEDA) destacó en 2020 que “durante la pandemia, se cerró el comercio internacional y el tráfico de personas y, por tanto, hubo una disminución muy importante en la llegada de sustancias, traducida en una menor disponibilidad”. Los bienes legales e ilegales, como se sabe, comparten las mismas rutas de transporte, solo que de forma distinta. ¿Dónde fue a parar toda esa producción excedentaria? Al parecer, no en drogas.
El Gobierno deberá resolver creativamente un conflicto que no tiene porqué antagonizar a dos sectores igualmente interesados en desmentir las acusaciones en contra de una hoja milenaria, cuyo uso ha sido distorsionado por las mismas personas que creen tener la altura moral para juzgar al resto de la sociedad.
- Cientista político.
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