Por Carla Espósito Guevara * -.
Entre otras cosas, la pandemia del Covid-19 ha sacado a relucir la existencia de una sociedad tradicionalista y conservadora que estaba sumergida. La presencia de ideas abiertamente anticientíficas (ciencia viene de cientia = conocimiento), como aquellas que promovieron el dióxido de cloro como antídoto contra la pandemia, el sorprendente movimiento antivacunas y negacionistas de toda laya, nos han puesto frente a una realidad social problemática que merece explicaciones.
Parte de este pensamiento anticientífico hoy en día tiene origen en lo que U. Breck denominó “la sociedad del riesgo”. Una sociedad que se pone a sí misma en riesgo gracias al desarrollo de la razón científica que ha conducido a peligros globales. La conciencia sobre los riegos ha cuestionado, en pleno siglo XXI, el paradigma científico que ha dominado Occidente desde el siglo XVII. La respuesta es la duda, la desconfianza sobre la ciencia, la desmitificación del progreso, de la sociedad industrial y un cuestionamiento a la faceta utópica y providencialista de la ciencia. Movimientos por el medio ambiente y el cambio climático están alentados por este tipo de respuestas.
Quizás parte del movimiento antivacunas contenga algo de esta reflexión, pero me temo que tiene otros orígenes. En primer lugar, se alimenta de sistemas de pensamiento mágico-religioso impulsados por los pueblos originarios, quienes mantienen creencias sobre la medicina tradicional y sobre el fenómeno de la enfermedad y sus costumbres terapéuticas. Max Weber creyó que la modernidad habría de debilitar la “magia” o provocar el “desembrujo” de la sociedad, pero la predisposición hacia el pensamiento mágico no desapareció y pervive sobre todo en sociedades tradicionales, con formas abigarradas de capitalismo, aunque no exclusivamente, donde a veces juega roles positivos en la cura, pero otras no, como hoy en día frente a la vacuna del Covid-19, pues no cuentan con evidencia.
Pero hay que reconocer que el pensamiento mágico-religioso no solo está impulsado por las comunidades, sino también por las iglesias pentecostales y desde ahí se articulan a otro conjunto de ideas vinculadas a esquemas de pensamiento neoconservador que pivotan en torno al eje central de la libertad individual, de “mi cuerpo es mi cuerpo”, “la salvación es individual”, “nadie puede imponerte un carnet”, que están produciendo un resultado sociológicamente conflictivo.
Las iglesias pentecostales han jugado un rol particularmente nefasto durante la pandemia, convenciendo a la gente de que “no teman”, “no necesitan vacunarse” o usar barbijo porque “Jesús ya lo arreglará”. Pero no solo eso, han sido además las portadoras de ideas propias del neoconservadurismo liberal. Cuando escucho las voces indignadas de ciudadanos que denuncian al Estado “autoritario de querer inocularles vacunas contra su voluntad” o escucho que “hay que dejar la vacuna al libre albedrío”, no puedo más que pensar en los conservadores Friedman o Hayek y sus ideas hiperindividualistas sobre la libertad alejadas de todo compromiso social, o pienso en las ideas del conservador Daniel Bell, quien proclama la necesidad de la religión como elemento importante del populismo de derecha.
Unos de los grandes problemas es que las iglesias pentecostales están promoviendo narrativas alternativas al conocimiento científico, susceptibles a las leyendas conspirativas como aquella de que “van a introducirnos microchips en las venas con la vacuna”, y están siendo exitosas en ello. Este conjunto de ideas opera en el medio de un capitalismo abigarrado en el que conviven sistemas de pensamiento tradicionales, desconfianzas históricas en el Estado, escepticismo en los avances de la modernidad que, cuando se trata del Covid-19, están provocando resultados particularmente peligrosos, pues si una proporción significativa de la población no está inmunizada pone en peligro los esfuerzos de la sociedad en su conjunto para contener la pandemia.
* Socióloga y antropóloga.
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