Por La Época-.
El jueves 24 de febrero el presidente de la Federación Rusa, Vladímir Putin, ordenó el comienzo de acciones armadas, por tierra y aire, contra la república de Ucrania con el objetivo de “desmilitarizar” y “desnazificar” ese país. La reacción de Occidente, liderada por Estados Unidos, ha sido de inmediata condena y la aprobación de una batería de sanciones contra Moscú.
Esta “operación militar especial”, como la ha bautizado el Kremlin, que se niega a considerar las acciones como una invasión y ocupación, puede ser abordada desde distintos ángulos y perspectivas y, sin lugar a dudas, dará mucho de que hablar y polemizar cuando se haga el recuento de la historia del siglo XXI. No se trata de una decisión política bajo forma militar cualquiera. Los efectos pueden trascender los propios cálculos de unos y otros. Desconocer eso sería una gran ignorancia. Aunque por el minuto debemos concentrarnos en dos elementos.
Primero, la operación militar rusa en la región euroasiática se inscribe en una etapa de transición hegemónica mundial caracterizada por la significativa declinación del poder de Estados Unidos en el planeta. Así como el mundo ya no es el mismo desde la aparición de la pandemia, tampoco lo seguirá siendo desde el instante en que Putin tomó la decisión de desplegar su poder militar contra el régimen de ultraderecha ucraniano. Estamos quizás presenciando el punto de inflexión de esa transición hegemónica mundial. Es una guerra inter-capitalista, sí, pero de efectos geopolíticos incontrastables.
Las primeras reacciones de Estados Unidos y sus aliados europeos han sido enérgicas y furiosas, pero las imágenes de los rostros de los líderes occidentales, mostradas por los medios de comunicación, denotaba impotencia y una gran preocupación, quizá no solo por los ucranianos. Siempre como hipótesis, se trata más bien de confirmar que ese mundo unipolar, originado tras la caída del campo socialista, ya no es viable y que un nuevo orden mundial va surgiendo con centralidad asiática en todos los campos.
Segundo, que la operación militar rusa encuentra su explicación en el fracaso del protocolo y los acuerdos de Minsk de 2014 y 2015, cuando Kiev, en una tensa relación con Moscú y que amenazaba con desestabilizar la zona, se comprometió a garantizar la autonomía de la región del Donbas, al este de Ucrania, donde habita una mayoría de población rusa. El presidente ucraniano, ultranacionalista de derecha, desconoció los acuerdos refrendados por Estados Unidos y Europa y, durante ocho años, desplegó una persecución implacable contra la población rusa de Donetsk y Luhansk, con métodos bastante parecidos a los que el nazismo empleó contra los judíos. Por si esto fuera poco, promovió una modificación de la Constitución para acercarse a Europa, lo que no está mal, e ingresar formalmente a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en una decisión política con graves consecuencias para la estabilidad del área.
Independientemente de si la operación rusa sea invasión o no el conflicto armado en esa parte del mundo deberá dar paso a un diálogo sobre la base de retomar los acuerdos de Minsk. Washington debe asumir las consecuencias que implica respaldar a un gobierno nazista y su deseo de que la OTAN tenga presencia efectiva en la frontera con Rusia. Es el diálogo y no las sanciones las que van a resolver esta delicada situación.
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