
Por José Galindo *-.
El futuro de la clase obrera en Bolivia está inescapablemente atado a la industrialización de la economía del país, en las condiciones más adversas que haya visto la historia mundial. Ello demanda de su parte algo más que consciencia de clase: debe tener un programa político que profundice todavía más lo alcanzado hasta ahora por el Proceso de Cambio.
El Primero de Mayo se celebra en todo el mundo, menos en Estados Unidos, que es donde ocurrió el hecho que se rememora. Sucedió en 1886, en Chicago, donde ocho obreros fueron arrestados tras haber participado de una serie de protestas que empezaron justamente ese día, en demanda del cumplimiento de las ocho horas de trabajo. Se les acusó de haber lanzado una bomba contra la Policía, y por ello cinco fueron condenados a muerte y tres a largos años de reclusión. Uno se suicidó antes de llegar a la horca. Nunca se supo si en realidad eran culpables. El episodio es conocido como la Revuelta de Heymarket.
En Bolivia, el Día Internacional del Trabajador tiene un significado especial, debido a que su clase obrera fue durante mucho tiempo una de las más poderosas y organizadas de todo el continente, y también una de las más perseguidas. Pero no fue así desde el principio, pues su festejo no fue recurrente hasta bien entrado el siglo XX, debido a que el propio desarrollo y surgimiento de la clase obrera en el país fue un proceso tardío. Poco a poco la jornada se fue convirtiendo en una ocasión propicia para reclamar el reconocimiento de los derechos de los trabajadores, al mismo tiempo que la violencia se iba convirtiendo en la única respuesta por parte del Estado.
Cómo diría Eduardo Galeano, los derechos de la clase trabajadora no cayeron de un árbol ni salieron de la oreja de una cabra. Fueron conquistas alcanzadas solamente a través de la lucha, al costo de grandes sacrificios, cuyo precio generalmente era el de muchas vidas.
Y fue así como sucedió en Bolivia, pero con sus propias particularidades, empezando por el hecho de que, a principios del siglo XX, no había clase obrera, o, para ser más precisos, era muy poca. Su incipiente surgimiento estuvo relacionado a la serie de reformas económicas que conservadores y liberales impulsaron desde finales del siglo XIX en el campo de la industria, sobre todo en el sector de los ferrocarriles, pero además en la instalación de algunas empresas. Mientras tanto, el trabajo estaba organizado principalmente en sociedades de tipo artesanal que no se sentían en absoluto identificadas con los reclamos del proletariado mundial.
El desarrollo de la minería nacional cambió eso. La implementación de tecnología avanzada y nuevas técnicas de extracción crearon un proletariado moderno, pero todavía desorganizado, en minas como Uncía y Siglo XX, propiedad de magnates como Aramayo, Hochschild y, por supuesto, Simón Patiño. La explotación laboral no tenía límites, y era justamente cada Primero de Mayo que los trabajadores organizaban algún evento de protesta para demandar un cambio en sus condiciones de vida. Sus primeras demandas fueron el derecho a la organización y la jornada laboral de ocho horas. La respuesta de los empresarios y el Estado: disparos. Dos masacres se dieron en Uncía, en 1919 y 1923.
La Guerra del Chaco interrumpió el desarrollo orgánico de la clase obrera, pero cuando los soldados volvieron del frente de batalla la importancia del trabajo se había hecho más evidente en el país. Las necesidades de abastecer a las tropas impulsaron aún más el desarrollo de la industria, particularmente alrededor de las ciudades y, muy especialmente, las minas. Un hecho de trascendental importancia se da en 1944: se crea la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (Fstmb); y en 1946 Guillermo Lora redacta las “Tesis de Pulacayo”. Al año siguiente se da una de las peores masacres de esa década, en la mina Siglo XX, tras la cual son deportados Juan Lechín Oquendo y Lora.
La lucha de clases se intensificaba cada día más, mientras nacionalistas, anarquistas y socialistas se disputaban la dirección ideológica del movimiento obrero, de cuyas filas destacaba un sector principalmente: el proletariado minero. El movimiento fabril, no obstante, no era ni minoritario ni pasivo, y no fueron pocas las veces en las que declaró y demostró su solidaridad con sus compañeros en las minas. Aunque es cierto que imperaba una economía de enclave concentrada en los distritos mineros, una incipiente industria se desarrolló en las ciudades, encabezada por fábricas como la Cervecería Boliviana Nacional, Industrias Venado, Droguerías Inti, La Glorieta, y por lo menos una decena más. No se fabricaban bienes de capital y mucha de la materia prima con la que se trabajaba era importada.
La acumulación de fuerzas se consumó un 9 de abril de 1952, cuando un intento de golpe de Estado fallido se convirtió en una insurrección generalizada y luego en una revolución. La Revolución Nacional de 1952 llegó como lo hicieron otras revoluciones previas: por sorpresa, inadvertida, inesperada. Participaron en ella los obreros, los campesinos y los pobres y excluidos de las ciudades, pero la vanguardia les pertenecía a los mineros, a su vez conducidos por Juan Lechín Oquendo. Siles Suazo llega al Palacio de Gobierno al mismo tiempo que el dirigente minero. Acuerdan compartir el poder y establecer el cogobierno, pero a pesar de que el Ejército había sido desmantelado y por las calles patrullaban milicias obreras y campesinas, el poder terminó en las manos de Paz Estenssoro, líder indiscutible del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). Ese año, el 16 de abril, se crea la Central Obrera Nacional (COB), la máxima instancia de coordinación del movimiento obrero, mito histórico.
El nuevo periodo inaugurado por la Revolución dura poco, sin embargo. La intervención estadounidense a través de la presión diplomática y el chantaje financiero imponen una condición sobre el gobierno del MNR: disciplinar al movimiento obrero, sospechoso entonces de inclinaciones comunistas y prosoviéticas. Se reemplaza a los trabajadores por los campesinos como principal base social, aunque todavía no hay una ruptura definitiva entre el MNR y la COB. Esta se da recién en 1963, cuando Lechín, vicepresidente de la República, advierte la deriva que pronto tendría el Gobierno, que iba adoptando una posición abiertamente antiobrera. El golpe de Estado de René Barrientos precipita una nueva era de represión contra los trabajadores.
La llegada de Ernesto Che Guevara marca un momento de ruptura en el movimiento obrero, ya consciente de que no es posible retomar lazos con el nacionalismo revolucionario. El socialismo comienza a convertirse en el horizonte del proletariado boliviano. El periodo autoritario se extiende casi década y media, con lapsos cortos de tregua, durante los gobiernos de Alfredo Ovando Candia y Juan José Torres, quien impulsa la realización de la Asamblea Popular de 1971. El ascenso obrero que se pensaba que vendría de tal suceso fue interrumpido por el golpe de Estado de Hugo Banzer. A pesar de que los discursos de manual que circulaban entre los trabajadores despreciaban la democracia burguesa como una mentira y anunciaban el advenimiento de la dictadura del proletariado, la democracia se convirtió, en toda esta década, en la principal demanda del movimiento obrero, que luchó por ella junto con el movimiento universitario, mientras se reconstruían lazos con el movimiento campesino, que ya había roto su pacto de complicidad con los militares.
En 1977 cuatro mineras deciden instalar una huelga de hambre en plena capital de gobierno, reclamando la realización de elecciones al dictador Banzer. Aunque al principio la mayor parte de la ciudadanía recibe la noticia con incredulidad, poco a poco se van uniendo más y más sectores de la sociedad, hasta captar la atención de la “comunidad internacional”. Banzer convoca a elecciones al año siguiente. Los militares no están dispuestos a devolver el poder, sin embargo, y aunque el ganador termina siendo Hernán Siles Suazo, de la Unidad Democrática y Popular (UDP), empujada por todos los partidos de izquierda, un nuevo golpe, esta vez propinado por uno de los personajes más repugnantes de la historia boliviana, se apodera del país: llega al gobierno Luis García Meza, quien instala una narcodictadura.
La naturaleza de su gobierno, inocultablemente criminal, es tal que ni siquiera su par de los Estados Unidos está dispuesto a apoyarlo. Pero no se va sin antes perseguir con particular saña al movimiento obrero, no contento con haber masacrado y desaparecido a dirigentes como Marcelo Quiroga Santa Cruz. Se ve obligado a renunciar y asume otro militar, Guido Vildoso, quien le devuelve el poder arrebatado a Siles Suazo. Los nuevos civiles en el poder eran de derecha, y la izquierda dentro de la propia UDP había tomado posiciones extremistas que terminaron minando el poder de aquel gobierno que hoy llamaríamos progresista. Incluso la COB contribuyó a su debacle, sellando su propio destino con ello. Las marchas, las protestas y sobre todo la inflación, lo obligan a renunciar, so pena de reinaugurar otro periodo dictatorial ante el descalabro civil. No haber apoyado resueltamente a la UDP, como se conformaría luego, fue el peor y el último error del movimiento obrero y de la legendaria COB.
Se abre la noche neoliberal de la mano del propio Paz Estenssoro, quien ya había demostrado no ser ni nacionalista ni liberal. Su única ideología siempre fue una: el poder. La historia no solo es irónica, es una comedia, a costillas de los perdedores. El ciclo de la democracia pactada es aplaudido por las clases medias y urbanas que creen vivir el apogeo de la estabilidad política, mientras el neoliberalismo cierra fábricas y minas. La Corporación Minera de Bolivia (Comibol), principal fuente de ingresos del Estado, es desmantelada para ser vendida por partes al capital extranjero. Le siguen el resto de las empresas del Estado, devoradas por el capital transnacional, y algunos empresarios locales, que se lanzan sobre el botín como hormigas sobre un picnic. El proletariado puede sentir lo que está por venir y reacciona enérgicamente en la Marcha por la Vida, pero retrocede ante los tanques y los aviones del gobierno. No fue cobardía. Se dan cuenta, entonces, que ya es demasiado tarde. No es solo Bolivia la que ha caído. El mundo entero es ahora neoliberal. Unos 30 mil mineros son “relocalizados”, buen romance para despedidos, y otros 40 mil fabriles les siguen entre 1985 y 1986. La clase obrera ha muerto.
El neoliberalismo fue recibido con bombos y platillos por las clases privilegiadas en Bolivia, que creyeron haber enterrado de una vez por todas a la lucha de clases y la promesa socialista. Una nueva clase surgió de esta nueva era de despojo: el precariado. Bajo el eufemismo de la “flexibilización”, que significó en realidad librar a su suerte a cada trabajador despedido durante el genocidio laboral de finales de los 80, muchos se creyeron el cuento de que ahora eran sus propios jefes, sin embargo, el número de profesionales que vomitaban las universidades anualmente se quintuplicó en solo una década. La población en edad de trabajar no encontró fuentes laborales en el mercado, dedicándose en su mayor parte a tres actividades: el transporte, el comercio y la construcción. Con el fin del trabajo organizado y el debilitamiento de la COB por la extinción masiva de sindicatos la consciencia de clase desapareció del escenario político nacional, donde reinarían por casi 20 años partidos tradicionales sin ninguna base social efectiva, pero conectados todos a la élite económica que emergió del saqueo de las dictaduras y la carroña de las empresas del Estado.
Tal orden de cosas no estaba hecha para durar y a la vuelta de siglo ya se comenzaba a notar el colapso del sistema en su conjunto. Para el año 2000, ocho de cada diez trabajadores pertenecían al sector informal autoempleado del que hablábamos antes, mientras la política de intervención estadounidense en América Latina había virado de la lucha contra el comunismo a la lucha contra el narcotráfico, apuntando sus armas no contra mafias y carteles, sino contra el movimiento cocalero en Bolivia, que se puso a la vanguardia de los campesinos, ninguneados hasta por la izquierda desde mediados del siglo XX. El ciclo de rebeliones que esta clase impulsaría desde Cochabamba y la región andina le permite al Movimiento al Socialismo – Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) conquistar el gobierno, en contra de todo pronóstico, en las elecciones de 2005.
Aunque la política económica del nuevo gobierno presidido por Evo Morales no es de orientación obrerista, sí realiza importantes concesiones a los trabajadores, sobre todo a partir de 2007, cuando se decide reimpulsar la Comibol mediante la nacionalización de una parte de la mina de Huanuni y periódicos aumentos salariales que se dan en el marco de un modelo económico centrado en la demanda interna y la inversión pública. Esto hace que la COB se acerque al gobierno, pero siempre en una condición de aliado ambivalente, pero importante, sobre todo en coyunturas como las de 2008 y el intento de golpe de Estado, cuando parte a formar parte de Conalcam, donde no tiene un papel dirigente por primera vez en toda su historia.
Y a pesar de dicho acercamiento, se darían, de todos modos, varios momentos de tensión entre el gobierno masista y la central obrera, tales como los de mayo de 2010, por mayores aumentos salariales, o el “gasolinazo” a principios de 2011, y movilizaciones por mayores incrementos salariales en 2013, ninguno de los cuales se compara con el pedido de renuncia al presidente Evo Morales en noviembre de 2019, de la boca de su hasta ahora ejecutivo Juan Carlos Huarachi, quien, quizá insospechadamente, volvió a poner a la COB al servicio de las clases acomodadas del país, que impulsaron el golpe de Estado de ese año, repitiendo el error de 1985 con Siles Suazo.
Hoy, aún después del golpe de Estado, se ha perdido eso que algunos llamaban “la centralidad obrera”, aunque la minería sigue siendo un sector estratégico de la economía boliviana, ocupado por un cooperativismo cada vez más dependiente de las transnacionales extranjeras o ligado a una economía ilícita de contrabando, funcional a los intereses del capital transnacional. Los fabriles todavía son un sector numeroso, sí, pero minoritario en relación al océano de informalidad que los rodea. En estas circunstancias, la reemergencia del movimiento obrero se muestra casi como una reencarnación condicionada por la centenaria promesa de la industrialización de la economía.
Tal proyecto político puede venir de la mano de uno de dos sujetos: una burocracia estatal de clase media que por su naturaleza es oscilante respecto a una agenda socialista o una reacción fascista; o, por otro lado, de una COB que debe asumir un rol de vanguardia para impulsar alguna forma de industrialización, ya sea con sustitución de importaciones o con nuevas industrias propias del siglo XXI, ya no como demanda sectorial, sino como programa político para el futuro.
Solo el tiempo lo dirá.
- Cientista político.
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