Por José Galindo *-.
Más allá de las discrepancias internas que puedan existir al interior de la izquierda, es bueno recordar el episodio del cual se salió hace apenas un par de años, en orden de no perder de vista la diferencia entre relaciones de rivalidad circunstancial dentro del progresismo y verdaderas contradicciones de clase difícilmente superables a través del diálogo.
El fascismo es uno de los fenómenos sociopolíticos más relevantes del siglo XX y un elemento integral de lo que Hannah Arendt consideraba el “mal político”: el totalitarismo. A diferencia de otras formas de opresión y dominación, el fascismo no se limita a ejercer el poder desde el Estado, sino que convoca a una amplia parte de la población a perseguir y eliminar a lo que se considera como “el enemigo público”, atomizándola y neutralizando toda posibilidad de respuesta. En ese sentido, el fascismo requiere, antes que nada, acabar con toda posibilidad de resistencia organizada por parte de la sociedad, después de lo cual no cesa, sino que se intensifica bajo la forma del gobierno del terror.
El fascismo es, puesto en términos simples, un autoritarismo con respaldo popular. Pero no un autoritarismo ejercido por quien sea contra cualquiera, sino por el Estado, la burguesía y las clases medias en contra de los trabajadores, campesinos y sectores considerados como minoritarios. Su objetivo es la imposición de un orden social basado en el terror. El miedo es su componente central. La brutalidad es su método. Es solo posible mediante la instauración de un Estado de Excepción que despoja de derechos a una parte de la población considerada como el enemigo nacional, a la cual se desorganiza y proscribe como sujeto de derecho.
De forma un poco más abstracta, el fascismo es una forma de disciplinamiento social del proletariado ejercida por la burguesía con apoyo de la clase media. Es “poner orden en la casa”. La lucha de clases es implícita en este fenómeno. Son la burguesía y la clase media aliadas contra las clases consideradas como subalternas.
Antes de adentrarnos en el análisis sobre el posible resurgimiento de este fenómeno en Bolivia y su impacto sobre los Derechos Humanos, analicemos un poco sus orígenes en el mundo y en Latinoamérica.
Un fascismo sin raíces
En Europa, los ejemplos de fascismo son claros e inconfundibles: Alemania, Italia y España. Costaron millones de muertos y su máxima expresión se simboliza con los campos de concentración y exterminio construidos por los nazis. Un sinfín de películas nos hablan de su brutalidad y horrores, y hasta cierto punto el mundo que tenemos hoy en día sería imposible sin la fuerza que imprimieron sus efectos sobre el resto de la humanidad. Aunque es debatible, se puede afirmar que la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la propia existencia de las Naciones Unidas no hubieran sido posibles sin el traumático precedente del fascismo.
En América Latina, sin embargo, el fascismo adquirió otro tipo de formas y emergió de raíces muy distintas a las del modelo europeo. Es más, se puede decir que no tiene raíces, al menos no en su versión de los años 70.
Se puede clasificar a las dictaduras militares de los años 60, 70 y 80 como regímenes fascistas. Y esto porque su objetivo era el disciplinar a los diferentes movimientos populares y obreros con respaldo de las clases medias. Pero, a diferencia de lo que sucedió en Europa, el fascismo latinoamericano no justificaba sus acciones con una retórica pseudocientífica que estableciera la existencia de razas puras, milenarias y superiores, y otras contaminadas, invasoras e inferiores. No provino desde las profundidades de la tierra, como en Alemania, sino que fue inducido por el gobierno de los Estados Unidos en los años 70.
En Europa el fascismo surgió endémicamente de la sociedad civil, con su propia explicación del mundo, sus propios paradigmas y verdades, y desarrolló sus métodos de forma autodidacta. En Alemania su elemento clave fue el antisemitismo; en Italia la construcción de un verdadero Estado, al igual que en España, en rechazo a grupos minoritarios considerados errantes o no pertenecientes a la nación. En todos los casos se trató de movimientos del Estado burgués para disciplinar a obreros, anarquistas, liberales y toda laya de descontentos que no se sumaran a los proyectos de acumulación imperialista de sus respectivos Estados y burguesías.
En Latinoamérica, por otra parte, el fascismo de las dictaduras militares hubiera sido imposible sin la asistencia del gobierno de los Estados Unidos y el Pentágono. Es decir, el fascismo aquí es indisociable del imperialismo. No es su único factor causal, pero es su explicación en última ratio. Por supuesto, la lucha contra el comunismo imitó algunos rasgos del antisemitismo nazi, de la misma forma en la que los organismos represivos y el lumpen proletariado se comportaron como las tropas de asalto y la Gestapo de la Alemania de Hitler. Y, claro, las clases medias de este continente apoyaron felizmente el crimen contra la humanidad de miles de izquierdistas, obreros, campesinos, poetas y otros indeseables mientras se disciplinará a estos sectores como masa de mano de obra lista para ser explotada y desposeída. Pero, nuevamente, nada de esto hubiera sido posible sin el Tío Sam, cuya concurrencia fue algo más que un apoyo para cada uno de los gobiernos dictatoriales que emergieron en la Región.
Thomas Field explica con gran precisión cómo es que la Alianza Para el Progreso, impulsada por los Estados Unidos como una forma de contrarrestar la influencia soviética y de la Revolución cubana en la Región, fortaleció a las fuerzas armadas de los gobiernos latinoamericanos con el objetivo de disciplinar a los movimientos obreros en ese momento insurgentes. El resultado fue el Frankenstein autoritario de las dictaduras militares.
¿Cómo fue aquello posible? Pues bien, J. F. Kennedy se dio cuenta de que el capitalismo subdesarrollado y su pobreza extrema podían hacer deseable la utopía comunista que vendía la URSS o imitable la irreverencia cubana y su Revolución. ¿La respuesta? Ofrecer millones de dólares en asistencia para el desarrollo en créditos y demás cooperación, pero con un par de condiciones. ¿Cuáles? Fortalecer a las Fuerzas Armadas de cada país latinoamericano con equipamiento y formación en la Escuela de las Américas y “disciplinar” a los movimientos obreros que comenzaban a hacerse cada vez más rebeldes en esta parte del continente, con tendencias comunistas. ¿El resultado? Una pléyade de dictadorzuelos, como el pequeño Hugo Banzer, listos para reprimir y masacrar en nombre de la Doctrina de Seguridad Nacional.
Fascismo recargado
En el presente, el fascismo vuelve a emerger, solo que esta vez sí desde las corrientes subterráneas de la historia en algunos países latinoamericanos, como Brasil, Honduras y Bolivia. En el resto del continente las fuerzas populares enfrentan otro tipo de enemigos, como la parapolítica en Colombia, claramente opuesta al gobierno de Gustavo Petro, o gobiernos capturados por las oligarquías locales como en el Ecuador. La agresividad y fascistización de la derecha tiene muchas formas y causas, pero no en todos significa la activación de bandas de paramilitares y discursos racistas. Hay, pues, derechas más y menos civilizadas. ¿Cuál nos tocó a los bolivianos?
Acá se dio entre 2019 y 2020 el resurgir más consistente y nítido del fascismo. Se podría decir que bajo los cánones clásicos y más reconocibles del fascismo. Un gobierno de facto producto de un golpe de Estado oprimió a las fuerzas populares con respaldo de las clases medias y otros sectores de la sociedad civil durante casi un año, a través del despliegue sistemático de la Policía, el Ejército y, sobre todo, bandas paramilitares.
El Ejército y la Policía trabajaban en ese tiempo conjuntamente con la Unión Juvenil Cruceñista (UJC) y la Resistencia Juvenil Kochala (RJK), aplaudidos por las clases medias, en contra de indígenas, campesinos y trabajadores descritos como hordas, muchedumbres, terroristas y salvajes.
Ahora bien, decimos que emerge de las corrientes subterráneas de la historia no solo porque un joven saludó a las cámaras a lo Hitler durante las protestas de octubre y noviembre pasados, sino porque los elementos discursivos del actual fascismo criollo provienen de viejos traumas colectivos como el racismo, el regionalismo y el clasismo autoritario. Sus representantes señalan al enemigo masista como un campesino e indígena salvaje, rememorando el darwinismo social de finales del siglo XIX y principios del XX en Bolivia. Advierten que dicho enemigo es un colono malagradecido y proponen su disciplinamiento mediante la fuerza.
María Galindo hizo un análisis muy preciso del discurso del presidente del Comité Cívico Pro Santa Cruz en una de sus transmisiones de YouTube. Destacaban entre los rasgos de esta subespecie de facho el autoritarismo, la religiosidad, el machismo y, especialmente, el racismo.
Las fuerzas populares, por otro lado, se ven en la obligación de reorganizarse y reactivarse en orden de enfrentar esta amenaza, como sucedió en agosto de 2020 y como se puede advertir en las Marchas por la Patria de 2021 y de este año. Esto no implica necesariamente una radicalización, sin embargo, pues aquello requeriría el desarrollo de un programa que las lleve más allá de objetivos a corto plazo. Por ahora se puede decir que las organizaciones sociales ya han tenido una experiencia muy ilustrativa acerca de las posibilidades de un gobierno fascista, aunque resta saber si han aprendido la lección.
Es importante para las fuerzas populares definir si el enemigo es fascista o no, porque la identificación del problema nos permitirá organizar respuestas acordes a la situación. Pues si fuera un simple autoritarismo militar impuesto desde arriba sería suficiente enfrentarse al Gobierno. Pero el fascismo requiere de otro tipo de antídotos. No obstante, las organizaciones sociales deben comprender dos cosas: primero, que la democracia es algo más frágil de lo que usualmente se piensa y que esta puede ser anulada por los propios actores que hablan en su nombre si ella ya no les es útil; y segundo, que las elecciones por sí mismas no significan democracia, puesto que se pueden realizar comicios en contextos sumamente represivos, como el que se tuvo que enfrentar en 2020.
¿Qué quiere decir esto? Las elecciones solo formalizan el resultado de una correlación de fuerzas determinada en los diversos escenarios del campo político. A partir de noviembre de 2020 un nuevo sujeto ha despertado en Bolivia: el fascista, que por ahora parece haberse replegado producto de la contundente derrota en las elecciones que le dieron el gobierno a Luis Arce, lo que no significan que hayan dejado de existir.
Las pandillas fascistas no aceptarán fácilmente un nuevo periodo del Movimiento Al Socialismo (MAS) después de 2025. Es decir, primero se debe ganar en las redes sociales, en las mentes de los bolivianos, en las calles. Por ello, la desorganización de las fuerzas populares no aplacará la ira del enemigo, solo la intensificará. Deben mantenerse unidos. El poder castiga más a los sumisos que a los rebeldes.
Paradójicamente, a pesar de que las fuerzas populares no deberían confiar en la institucionalidad democrática republicana, a nadie le interesa más que a ellas el resguardo de la democracia. El fascismo solo es posible cuando no existe el Estado de Derecho, la democracia y los Derechos Humanos. La lucha de toda la izquierda debe estar orientada a defender la democracia frente a la reacción conservadora, y a ampliarla y universalizarla una vez se la conquiste.
En todo caso, no se puede perder de vista que aquel enemigo fascista derrotado en 2020 sigue existiendo. La división del campo popular, es decir, su desorganización y atomización, es la condición básica para la instalación de un proyecto fascista, es decir, un gobierno del terror. La derrota sería solo el principio y no el corolario de una pesadilla.
* Cientista política.
Deja un comentario