mayo 31, 2023

Cómo entender la supervivencia del sentir neoliberal en Bolivia

Por Carlos Ernesto Moldiz Castillo *-.


En el presente artículo pretendemos explicar la súbita emergencia del conservadurismo antipopular que apoyó el derrocamiento del gobierno de Evo Morales en noviembre de 2019, bajo la hipótesis de que dicho episodio fue posible gracias a la perseverancia del sentido común neoliberal desde instancias del Estado que no fueron afectadas por la serie de procesos de transformación política y económica que trajo consigo el gobierno del Movimiento Al Socialismo – Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) desde 2006; instancias que pudieron preparar las condiciones subjetivas de la victoria reaccionaria desde centros de poder que, ante la implosión del sistema de partidos de la democracia pactada, pasaron a un proceso de contrahegemonía que rindió frutos tras un largo periodo de desgaste de la legitimidad progresista.

Decir que nada ha cambiado es la mejor forma de mantener vivo el pasado en contra de las fuerzas del presente. En los casi 14 años que gobernó el MAS-IPSP se articuló una matriz discursiva desde los sectores de oposición que insistieron, entre otras cosas, que en todo el ciclo estatal plurinacional no había modificado nada o, incluso, había empeorado en relación a cuestiones como la democracia, la institucionalidad o la propia matriz económico productiva del país. El contenido del mensaje que se trataba de instalar no es tan importante como el conjunto de sus portavoces, quienes, contra de lo que podría suponerse, gozaban de los mismos niveles de influencia que habían ostentado durante el largo ciclo estatal neoliberal, desde instancias como los gobiernos subnacionales, la academia universitaria y, por supuesto, los medios de comunicación.

Nada relevante pasó

Es bien sabido que tras la victoria del MAS-IPSP en las elecciones generales de 2005 los miembros de la élite política y económica que gobernaban se atrincheraron en los espacios que no había copado el nuevo oficialismo opuesto a su centenaria dominación, como los gobiernos subnacionales, comités cívicos, asociaciones empresariales, la bancada de oposición en el Parlamento/Asamblea Legislativa, los medios de comunicación y fundaciones financiadas desde el extranjero y el aparato universitario. Es decir, desde todos los espacios en los que el Estado neoliberal reproducía las condiciones de obediencia desde la sociedad civil, o sus centros de reproducción de hegemonía. Desde los centros de producción ideológica y moral, si se quiere.

En ese sentido, el poder de la burguesía agroindustrial y sus clases aliadas no sufrió alteración alguna después del colapso del sistema de partidos de la democracia pactada. La virtual extinción de partidos otrora poderosos como el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), la Acción Democrática Nacionalista (ADN) y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) no implicó que perdieran influencia política sobre la sociedad, solo que esta vez con maquinarias clientelistas y prebendales significativamente debilitadas, al no poder usufructuar los recursos de poder propios del gobierno central o del Ejecutivo.

Ahora tratemos de reflexionar acerca de cómo el fin de un ciclo estatal no es una ruptura o fractura temporal taxativa, sino un proceso histórico en el que los remanentes o vestigios del pasado tienen vigencia en el presente a través de los sujetos que lograron sobrevivir a la hecatombe que clausuró su periodo histórico de dominación. Es decir, acerca de cómo a pesar de haber perdido el poder político formal, aún pueden sujetarse de otros espacios dentro del Estado burgués; específicamente aquellos cuya función es producir legitimidad del poder: los aparatos ideológicos del Estado.

Se puede decir que las clases dominantes continúan siendo tales debido a que han institucionalizado su concepción del mundo y sus intereses en el seno mismo de la sociedad civil, incluyendo a sus clases populares, que siguen creyendo en el proyecto político neoliberal a pesar de que este fue superado en los hechos por sus consecuencias sobre la formación socioeconómica del país.

La resistencia

Tal conjetura nos puede ayudar a comprender cómo a pesar de los cambios que se sucedieron desde la llegada de Evo Morales al poder, lograron derrocarlo mediante el desgaste del discurso antineoliberal que había podido posicionarse como nuevo conjunto de ideas dominantes que fracturaron el sentido común promovido por el neoliberalismo, a través de ideas fuerza como que el Estado es un mal administrador, que el gobierno de las clases populares equivale a populismo autoritario y desintitucionalizante, o el de la meritocracia como mecanismo ideal para determinar la distribución de privilegios y responsabilidades. En otras palabras, las élites neoliberales consiguieron conservar su vigencia en el sistema educativo, los medios de comunicación y las fundaciones con financiamiento extranjero y transnacional.

Esa resiliencia no fue un hecho que se dio a pesar del gobierno de Evo Morales, sino en complicidad con este; pero fuera de afanes conspirativos, porque dicho sentido común se había mitificado en el mismo seno del movimiento nacional popular que tenía al sujeto indígena originario campesino como su eje estatal o bloque histórico, que no pudo contradecir los postulados del capitalismo neoliberal como la necesidad de sostener un crecimiento económico ilimitado o el mito de que mayores niveles de consumo equivalen a una condición socioeconómica de bienestar social, sin considerar que una buena performatividad macroeconómica no será necesariamente acompañada por valores distintos al neoliberalismo.

Se trató de una capitulación producto de una falsa percepción de victoria definitiva sobre las clases dominantes, a las que se creyó haber derrotado y subordinado a un proyecto de construcción estatal o proyecto estatal distinto al superado tras la crisis nacional general de 2003.

El neoliberalismo clandestino

De esa forma, se postuló ya no la idea de un socialismo comunitario, sino de un capitalismo andino-amazónico que creía que la formación de nuevas clases medias y el mejoramiento de las condiciones de vida de las clases populares darían por resultado una novedosa forma de base económica donde mayores niveles de autodeterminación respecto a potencias como los Estados Unidos podrían sostenerse con las mismas formas de acumulación de riqueza y patrones de consumo.

Se trató de un programa limitado en su alcance para transformar el Estado en términos fundamentales, a pesar de que se desarrollaron propuestas que iban más allá de la “Agenda de Octubre”, circunscrita a la nacionalización de los hidrocarburos y la realización de una Asamblea Constituyente, como la descolonización del Estado, el Vivir Bien como alternativa al desarrollismo capitalista o la supremacía de un bloque nacional popular que transformara y enriqueciera la democracia como régimen político más allá de los estrechos límites de su versión liberal.

La delimitada aplicación de las autonomías indígena originario campesinas es un ejemplo de ello, que da cuenta cómo no fue posible superar el esquema municipalista de organización estatal establecido por la Ley de Participación Popular promulgada en 1994. Las comunidades indígenas del interior del país terminaron siendo más municipalistas de lo que hubieran llegado a ser las élites regionales de departamentos como Santa Cruz, Beni o Pando, que ejercieron su poder más allá de las formalidades impuestas por la organización administrativa del país, que al mismo tiempo seguía reproduciendo modelos fiscales rentistas sostenidos sobre la explotación de recursos naturales y la competencia por el excedente que estos producían.

Y esto vale para el actual predicamento en el que se encuentra el gobierno de Luis Arce, donde no hace mucho las élites regionales del departamento oriental se limitaron a ver en el Censo una mera herramienta para redistribuir espacios de representación política en la Asamblea Legislativa y recursos provenientes de la coparticipación popular. El modelo autonómico de la nueva Constitución debía, además, suponer un nuevo modelo fiscal que superara al establecido en las reformas de segunda generación del ciclo estatal del neoliberalismo.

La legitimidad de “los que saben”

Pero la hegemonía neoliberal iba más allá del ámbito subnacional al cual se habían desplazado las élites económicas y políticas. Además de estas instancias, quedaba inerme la influencia ideológica y moral que se ejercía desde los medios de comunicación y la academia universitaria, en la que docentes formados bajo el auge del neoliberalismo y la Escuela de Chicago intercambiaban espacios como prestigiosos analistas profesionales en los medios de comunicación, más allá de los pequeños espacios que se les concedía en la opinión pública, pues también contaban con la legitimidad que ostentaban las agencias de cooperación y las fundaciones financiadas desde gobiernos extranjeros y empresas transnacionales, cuyo respaldo se presentaba ante el resto de la sociedad como un sello de alta formación técnica y académica.

En los hechos, los medios de comunicación y la academia universitaria no hacían más que reproducir los principales mensajes y tesis emanadas de tanques de pensamiento extranjeros, en cuyos países de origen no se escondía o siquiera disimulaba la influencia de poderosas transnacionales ligadas a las industrias del petróleo o la tecnología.

Toda una generación de jóvenes universitarios fue educada repitiendo los principales axiomas del neoliberalismo –como meritocracia y competitividad– o una visión del éxito personal emparejada con la opulencia y la acumulación suntuaria de riquezas. Las clases medias urbanas, o el proletariado neoliberal de la banca privada, la burocracia y la economía informal fueron particularmente susceptibles de ser conquistados por estos mensajes que prometían felicidad mientras no se cuestionara la idea de que ser era tener. La batalla de las ideas o la guerra cultural se perdió sin presentar resistencia alguna, fuera de limitadas revistas y publicaciones del oficialismo progresista.

Es sugerente que los principales académicos y opinadores que se podían observar en los medios de comunicación pertenecían a las mismas élites urbanas criadas y educadas en barrios de gente privilegiada y unidades educativas del sector privado conocidas por sus inclinaciones elitistas y hasta permeadas por xenofilias, que no tenían problemas para convivir con las clases populares que ostentaran el Gobierno mientras se reconociera su superioridad cultural, en el sentido de poder contar con títulos académicos emitidos por universidades extranjeras entronizadas como casas del saber decimonónicas y consagradas.

La sofisticación seguía siendo una virtud derivada del dinero y las oportunidades otorgadas por el abolengo que, en los medios, para mayor ironía, se proyectaba como la imagen del intelectual ilustrado, pero no como entusiasta de la lectura sino en su variante enciclopédica, fetichizada en la figura del intelectual petulante y difícil de comprender.

El reino de los prejuicios

Esta pléyade de orondos doctores y postgrados continuaron hablando y escribiendo desde los medios de comunicación que tenían la capacidad de reproducir mensajes, memes y reduccionismos mucho más amplia que las radios comunitarias y los pocos círculos de lectura y revistas del progresismo, asegurando que la nacionalización de los hidrocarburos no era más que propaganda gubernamental, que la potencia nacional popular no era más que vulgar populismo y que la democracia había sido sustituida por un régimen de autoritarismo competitivo sostenido por la ignorancia de las masas.

A esto se añadieron los discursos sobre la corrupción, la incompetencia y hasta el mal gusto estético de las clases populares en el Gobierno, marcando cual ganado a los habitantes de las áreas urbanas del país, que comenzaron a identificar a los sectores populares como los responsables de la estreches de sus oportunidades de ascenso social. Esta matriz de opinión, como la denunciaron desde el gobierno popular, era en realidad un vigoroso sentido común que solo necesitó de ciertas condiciones políticas para empujar a sus adeptos hacia un desenfreno reaccionario que se retrató en las jornadas de octubre y noviembre de 2019 como una inusitada forma de rebeldía en contra de la decadencia masista.

Hoy, como entonces, se ignora el hecho de que el poder no es solo el resultado de la legitimidad que otorgan las urnas, sino de la capacidad de construir liderazgo mediante la formulación de propuestas para una sociedad alternativa; algo que puede hacerse desde aquello que los marxistas llaman “los aparatos ideológicos del Estado”. Dichos aparatos solían estar limitados a la escuela, el servicio militar y la religión. Hoy, además de toda una batería de medios de comunicación, se tiene a las redes sociales, editoriales y un sinfín de espacios donde se fermentan ideas reaccionarias y conservadoras que tarde o temprano harán eclosión de forma violenta. Esto a menos que seamos capaces de disputar no solo el Estado, sino también las mentes y corazones de los bolivianos.


  • Cientista político.

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