noviembre 28, 2023

El progresismo, la ultraderecha, los bates quebrados (segunda parte)

Por Aram Aharonian  | Periodista, director del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)-.


Grupo de Puebla y la nueva hoja de ruta

La actual hoja de ruta propone el abandono definitivo del anacrónico modelo neoliberal, de vocación extractivista (aunque nunca habla del capitalismo), que ha dejado efectos difícilmente reversibles sobre el medioambiente, ha significado alarmantes niveles de concentración de la riqueza que nos convierten en la zona más desigual del planeta y ha atrofiado los circuitos de redistribución.

Es un “modelo” de muy buenas intenciones, pero se debiera deja en claro: a) cómo se llevan adelante estas propuestas; b) quiénes representan las fuerzas del cambio; y c) dónde se ubican las resistencias. Una hoja de ruta que carece de siquiera citas al poder de las trasnacionales, al complejo industrial-militar, financiero y digital, a eso que los de izquierda llaman imperialismo. ¿Hay vergüenza de hacerlo explícito?

Sus integrantes, a título individual (no representan a partidos ni organizaciones de masas), han sido o son presidentes de gobiernos, jefes de Estado, dirigentes de partidos políticos, ministros, embajadores. Esos personajes de los que hablan los medios y la gente cree que sus decires tienen peso alguno en sus propios países y/o en el contexto internacional.

El sociólogo argentino Pedro Brieger, al hablar del foro político y académico Grupo de Puebla –sucesor latinoamericano del Grupo de Biarritz de tres décadas atrás, también liderado por el expresidente colombiano Ernesto Samper– señala que “los participantes admiten que por ahora es en un lugar de encuentro y de debate. Pero también de intervención concreta, como quedó demostrado con la operación de rescate de Evo Morales, que se articuló en los pasillos del encuentro presencial en Buenos Aires en 2019”.

Es difícil saber cuál será el futuro del Grupo de Puebla, pero la esperanza de quienes lo apoyan está en que pueda contribuir a que se socialicen las experiencias de la “primera ola” progresista de tres lustros atrás para que nazca una “segunda ola” de gobiernos con fuerte apoyo popular y dispuestos a avanzar en las profundas transformaciones estructurales que necesitan América Latina y el Caribe. Amén.

Para el chileno Marcos Roitman, el progresismo del Grupo de Puebla acaba por remozar al capitalismo y señala que aflora cierta desazón y perplejidad cuando se pasa revista a los fundadores. “Su diversidad podría ser un plus, pero cuando unos y otros están en las antípodas, la duda se abre camino (…) La lista de neoliberales conversos es grande y genera desazón”, añade.

Entre otros está el chileno José Miguel Insulza, exsecretario general de la OEA, el que combatió y declaró la guerra a Venezuela y su presidente Hugo Chávez, quien se opuso a la extradición de Pinochet a España, avaló las políticas estadunidenses para América Latina y como ministro del Interior del gobierno de Ricardo Lagos aplicó la ley antiterrorista de la dictadura para reprimir al pueblo mapuche, recuerda.

En la lista figura el monárquico José Luis Rodríguez Zapatero, quien siendo presidente del gobierno español pactó en 2011 la reforma del Artículo 135 de la Constitución para limitar el gasto social a la estabilidad presupuestaria, un verdadero golpe de Estado judicial o lawfare. Además fue artífice del acuerdo para la instalación en España del escudo antimisiles y los vuelos hacia Guantánamo.

¿Nuevos socialdemócratas?

Los procesos políticos del Cono Sur suelen ser analizados en sintonía con la experiencia de las socialdemocracias europeas, sin tener en consideración que poseen particularidades que impiden utilizar conceptos nacidos en otros tiempos para comprender otras realidades: los gobiernos llamados progresistas responden a procesos originales en un momento muy particular del capitalismo global.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los nuevos partidos socialdemócratas controlaban en Europa occidental los grandes sindicatos a través de los cuales monopolizaron la representación del mundo del trabajo, tras aceptar la economía de mercado y establecer compromisos con las burguesías que se plasmaron en el Estado del Bienestar. En América Latina, lo más cercano a este modelo fue el varguismo en Brasil y el peronismo en Argentina. Ambos se apoyaron en la creación de grandes empresas estatales que jugaron un papel destacado en el proyecto desarrollista.

Los progresistas ya no hablan de derechos universales, sino de inclusión y ciudadanía, que pretenden construir en base a transferencias monetarias que son en realidad nuevas formas de clientelismo. Se abstienen de cualquier reforma estructural que pudiera espantar a los inversionistas del modelo extractivista. La creciente marginalización de los de abajo se resuelve con asistencialismo y militarización de las barriadas periféricas pobres.

En resumidas cuentas, profundización del capitalismo, desorganización creciente de la sociedad, domesticación de la mayor parte de los movimientos y represión para los obstinados, como señala Raúl Zibechi. Esto se completa con una novedosa asociación entre capital y Estado, convertido en una suerte de central de inteligencia que orienta la centralización y verticalización del capital, según el sociólogo brasileño y fundador del Partido de los Trabajadores (PT) Luiz Werneck Vianna.

Si bien hoy los pobres tienen ahora acceso al consumo (celulares, ropa de baja calidad, motos y a veces hasta automóviles en cuotas), el poder del trabajo es cada vez menor, a diferencia de lo que sucedía con la socialdemocracia que buscaba evitar un deterioro del poder de sus representados para poder mantener el suyo.

Cuando el Estado es cooptado por el capital centralizado y los movimientos convertidos en meras organizaciones, calco y copia de las organizaciones no gubernamentales (ONGs), muchas veces financiadas por la socialdemocracia europea, relanzar la lucha social no es tarea sencilla, porque en realidad el progresismo y sus intelectuales buscan erradicar el espíritu crítico, la creatividad colectiva y la confrontación que caracterizó siempre a cada ciclo de luchas.

“La gente no es masoquista y siempre tiene razones” detrás de su voto, precisó el García Linera. “Si no somos capaces de dar respuestas concretas y rápidas que resuelvan la angustia e incertidumbre que corroe el alma colectiva, lo va a hacer alguien más, (quizás) la derecha más cavernaria, el neoliberalismo salvaje”, dijo.

¿Había (o hay) una ideología progresista? Nadie sabía bien a principios de siglo hacia dónde podían desplazarse los gobiernos de Rafael Correa y Evo Morales, en Ecuador y Bolivia, porque el radicalismo aún campeaba en sus filas, pero se fue extinguiendo de a poco cuando llegaron al gobierno. Hoy Evo insiste en ser nuevamente candidato en 2025, mientras Correa mira el panorama desde su exilio en Bruselas.

Es fácil mostrar que ninguno de los gobiernos progresistas ha cumplido sus promesas más atrevidas. Muchas de las críticas pueden interpretarse como causadas por el incumplimiento a la promesa de cambios profundos. La réplica usual es que esos cambios no ocurren “en cinco minutos”. Para pensar –soñar– con otro futuro se requiere de la memoria.

La experiencia de gobierno –¿o fue el cambio de siglo?– apagó muchos fuegos transformadores: la moderación creció poco a poco en la oposición parlamentaria, como le pasó al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) salvadoreño –y así lo reconocía en 2005– y/o los tupamaros uruguayos, diluidos en el Movimiento de Participación Popular (MPP) dentro del centroizquierdista Frente Amplio (FA).

Hubo derrotas sangrientas y debates en los gabinetes en el caso del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) nicaragüense y en el del socialismo chileno postallendista, con un deslizamiento hacia el centro e incluso hacia la derecha. Lo mismo le había ocurrido a la socialdemocracia europea cien años antes.

La urgencia de fondos para financiar los gobiernos y las prometidas obras públicas los llevó permanentemente a repetir modelos extractivistas o agroindustriales, tal como les venían asesorando los “expertos” académicos españoles –y algunos franceses, también– y sus empresas benefactoras: llegaron nuevamente vendiendo espejitos de colores.

Pero eso no es lo peor: para justificar sus desplazamientos y traiciones, nuestros progresistas enarbolan el discurso de lo inevitable. A veces, ante la urgencia de evitar derrotas electorales se tolera la corrupción, justificándola en necesidades partidarias, olvidando que la razón de su existencia es justamente para evitarlo. El verso es que los negocios son “necesarios” para evitar la “restauración conservadora”.

Cuando los progresistas privilegiaron el fortalecimiento del Estado y la conservación coyuntural del gobierno a toda costa, dilapidaron la oportunidad de fortalecer –aunque fuera modestamente– las alternativas radicales, aplicando medidas parecidas a las reclamadas por la derecha, olvidando que la clave de cualquier transformación profunda está en la sociedad, no en el Estado.

Pensar que el cambio puede estar en las figuras “históricas” de Pepe Mujica, Fernando Lugo, Rafael Correa o Cristina Kirchner es apostar por el pasado (de ahí lo de “bates quebrados”). Más allá de los logros en sus gobiernos, fueron incapaces de crear el recambio generacional y adaptar las propuestas a un mundo que ha mutado y que sigue cambiando, incluso cuando nos despertamos de la pesadilla de la pandemia.

La primera alternativa es abrazar el giro hacia la moderación y declarar que no había nada más que esperar que lo que en verdad ocurrió. Así, la única alternativa viable es el “buen capitalismo”, lo demás son sueños perniciosos o ingenuos. La segunda es afirmar, a la manera de Álvaro García Linera –y Atilio Borón o Emir Sader–, que todo lo ocurrido es perfectamente revolucionario: estos gobiernos progresistas preparan condiciones para el desarrollo de un capitalismo moderno y avanzado que está abriendo el camino para el poder popular y la superación del capitalismo, dicen.

Una tercera alternativa, planteada desde los movimientos de base, es condenar el giro en nombre de los principios, sea de un socialismo radical, de un ecologismo de base, de un feminismo movimientista, de una interculturalidad decolonial… o de la sinceridad política. Es hora de la construcción desde abajo, porque desde arriba lo único que se construye es un pozo.

El historiador Howard Zinn escribió: “puedo entender el pesimismo, pero no creo en eso. No es sencillamente un asunto de fe, sino de evidencia histórica. No es evidencia abrumadora, solo suficiente para dar esperanza, porque para la esperanza no necesitamos certidumbre, solo posibilidad”.

 

*       Cortesía del CLAE – https://estrategia.la

 

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