Octubre aún no ha termina y ya se muestra como el mes definitivo en la larga disputa por el poder desatada al interior del Movimiento Al Socialismo – Instrumento Político (MAS-IPSP) desde que iniciara el gobierno de Luis Arce Catacora. El Congreso de Lauca Ñ y el Cabildo del Pueblo en la ciudad de El Alto son dos acontecimientos que definen los términos en los que se desenvolverá la lucha por la dirección del proceso político iniciado a principios de este siglo, monopolizada por el expresidente Evo Morales por más de 14 años.
Los análisis más formalistas confinaron esta problemática a la mera propiedad de la sigla del partido oficialista, cuando el meollo del asunto reside no tanto en la expresión partidaria de las organizaciones sociales, sino en su capacidad de autodeterminación política sobre el resto de la sociedad. Mientras el evento celebrado en el trópico cochabambino parecía sugerir que la sigla tenía un dueño indiscutible, su respuesta en ciudad más alta del país constituye un desafío a tal pretensión. Las clases populares se han pronunciado con una sentencia que alguna vez le puso nombre a un libro: “no somos del MAS, el MAS es nuestro”
Aunque muchos sostengan que las organizaciones sociales perdieron cualquier iniciativa desde hace más de una década e incluso que ya no existe un sujeto histórico, debe tomarse en cuenta el hecho de que en los últimos meses la política se concentró exclusivamente en el campo de la izquierda y el oficialismo, siendo protagonizada no solo por el Gobierno, la Dirección Nacional del MAS-IPSPS y las organizaciones sociales que sostienen el Estado Plurinacional. El resto de Bolivia no es más que un testigo sin agencia e iniciativa. Por eso las implicaciones de ambas fechas para la sociedad son plenas: desde la funcionalidad institucional del Estado y su correspondiente gobernabilidad, llegando incluso hasta las proyecciones personales a corto plazo de autoridades, funcionarios y ciudadanos comunes y corrientes; todo ello sin mencionar otro tipo de repercusiones de orden internacional, en tiempos de intensa reconfiguración geopolítica que podrían encontrar a Latinoamérica en una posición vulnerable frente a la agresiva política exterior estadounidense que se advierte desde hace un par de años. Tal es la dimensión del sujeto popular en Bolivia.
La realidad social en Bolivia
Lo que suceda no puede reducirse a la voluntad de unos cuantos individuos destinados a cumplir roles providenciales, sino que debe considerar necesariamente los cambios cualitativos sufridos por sujetos históricos de largo alcance, generalmente explicados a través del ambiguo concepto de lo nacional-popular. Es ahí donde se resuelve el entuerto político que atraviesa al partido de gobierno y el poder en Bolivia. Ni las Seis Federaciones del Trópico ni los habitantes de la ciudad de El Alto son lo que solían ser cuando se sentaron las bases estructurales sobre las cuales se instalaría el MAS en el gobierno por más de 14 años, sin mencionar el surgimiento de nuevas capas de la sociedad a consecuencia de las propias acciones del gobierno de las organizaciones sociales en todo ese largo lapso, que se mueve según parámetros culturales muy distintos a los que la izquierda latinoamericana conoció en tiempos pasados.
En un país tradicionalmente conocido por sus escasos periodos de estabilidad social y casi siempre limitado económicamente, la forma en la que se organizan y funcionan amplios sectores de la población es un factor imprescindible para comprender el tiempo político que se vive, considerando además la paulatina reducción de los sectores urbanos con capacidad de consumo –autodenominados como clases medias–, que en realidad jamás fueron un sujeto histórico ni una entidad políticamente existente, por mucho que algunos gobiernos hayan tratado de apelar a su aquiescencia discursiva e incluso políticamente. Aquellos sectores usualmente concentrados en una de las cuatro principales urbes del país suelen ser un factor relevante en tiempos electorales, así como un potencial caldo de cultivo para tendencias fascistizadas o, por lo menos, lumpenizadas que tienden a favorecer los intereses de las élites tradicionales. Fuera de ello, las tan mitificadas clases medias no son más que una ficción o, a lo sumo, un cuerpo político atomizado que no hace política, sino que la sufre. Craso error político de Álvaro García Linera cuando pretendió convertir a esa entelequia en un sujeto político central del Proceso de Cambio.
Lo nacional-popular
La relevancia política cotidiana y definitiva de nuestra sociedad recae siempre en uno de los dos polos que constituyen la realidad fundamental de Bolivia: por un lado, lo nacional-popular, organizado a través del mundo sindical, comunitario y campesino; o por el otro, lo oligárquico señorial, que refleja el poderío económico de las élites. A pesar del aparente contexto democrático que atraviesa la Región, debe añadirse la sombra permanente de los aparatos represivos del Estado, particularmente la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, cuyo accionar político se ve limitado por el grado de estabilidad política de la sociedad. Circunstancias de volatilidad estatal se traducirán en la intervención de estos sectores armados, casi siempre en favor de los intereses más conservadores. Una tendencia que no ha hecho más que validarse con los acontecimientos de noviembre de 2019. No obstante, otras experiencias históricas demuestran que el Ejército puede inclinarse hacia lo nacional-popular, como ocurrió con la generación del socialismo militar de la primera mitad del siglo pasado y con las presidencias de Ovando y Juan José Torres.
Es en ese escenario inestable donde deben observarse los movimientos, estrategias y adaptaciones de lo nacional-popular, donde destacan ahora las siguientes organizaciones sociales: la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (Csutcb), la Confederación Sindical de Comunidades Interculturales de Bolivia (Cscib), la Confederación Nacional de Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia – “Bartolina Sisa” (Cnmciob-“BS”), el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (Conamaq) y la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (Cidob); todas como pilares de lo que alguna vez se llamó el Pacto de Unidad que sostenía la gobernabilidad del MAS. Debe añadirse la Central Obrera Boliviana (COB), cuyo rol político puede ser definitorio en determinadas circunstancias, como en los días de resistencia a las pretensiones prorroguistas del gobierno de facto encabezado por Jeanine Áñez.
Podrá argumentarse en contra de ello que las organizaciones sociales han sufrido de una dependencia caudillista y de una tradición prebendal, es cierto. A pesar de ello, hicieron posible no solo el derrocamiento del Estado neoliberal, sino que supieron defender a su gobierno frente a las reiteradas ofensivas de las élites señoriales, como en septiembre de 2008. El hecho es que lo nacional-popular nunca dejó de operar, ni siquiera en los momentos de mayor dominio estatal por parte de las clases acomodadas. Un movimiento que no ha dejado de transformarse desde que Bolivia se convirtió en un Estado moderno plenamente integrado a la economía capitalista bajo la égida imperial estadounidense.
Por otro lado, lo nacional-popular no puede reducirse a la acción coordinada de organizaciones sociales como las que acabamos de mencionar, sino que este fenómeno se da cuando junto con actuar conjuntamente lo hacen bajo un programa generalmente expresado en consignas concretas y específicas y con la capacidad de imponer un nuevo orden político al resto de la sociedad. Es decir, cuando dejan de ser simples organizaciones sindicales y se convierten en sujetos políticos.
Al mismo tiempo, debe considerarse que un rasgo central de lo nacional-popular es que se trata de un movimiento de masas, una potencia plebeya –como le hubiera gustado decir ahora a García Linera– que se expresa concretamente en sujetos históricos con nombre y apellido: o la poderosa vanguardia minera de los 60 y 70, o el rebelde campesinado cocalero que se definió en la lucha contra el intervencionismo criminalizador de Washington a través de la DEA. Entre aquellos sujetos históricos debe contarse, por supuesto, a la icónica ciudad de El Alto, un sujeto político por derecho propio, hija del neoliberalismo, la relocalización y la dignidad aymara, donde debe incluirse a los temerarios campesinos del Altiplano andino de la Provincia Omasuyos.
El mito de los imprescindibles
Aunque ciertamente los individuos jamás podrán sustituir a los pueblos, los pueblos no pueden organizarse sin liderazgos. El problema comienza cuando estos liderazgos se consideran algo más que imprescindibles, como el elemento esencial de un proceso político. Las organizaciones sociales o populares de Bolivia históricamente tuvieron la capacidad de producir líderes. La historia del movimiento minero está llena de dirigentes de probada capacidad política y coherencia moral, lo mismo que el actual movimiento campesino e indígena. Nunca faltó un Evo Morales, un Felipe Quispe, un Alejo Véliz, un Orlando Gutiérrez. No obstante, solo el primero cree que la historia empieza y termina con él. Se olvida que para existir las organizaciones sindicales requieren de liderazgos, por lo que nunca se dejará de producirlos, así sea en los límites más mediocres. Y en un país como el nuestro, donde las élites no pueden adoptar otra forma de existencia que no sea parasitaria, quien no pueda organizar la defensa de sus derechos mediante lo popular está condenado a perderlos.
Aun cuando los liderazgos son en última instancia sustituibles, la tradición parece sugerir que estos solo pueden ser únicos, al menos hasta ahora. La historia de la Asamblea por la Soberanía de los Pueblos (ASP) –hoy el MAS–, en el seno mismo de la Csutcb, demuestra que incluso las diferencias programáticas más superficiales fueron suficientes para escindir el movimiento popular entre dos o más figuras, donde no siempre terminó imponiéndose la más radical pero sí la más audaz. Pasamos así de Alejo a Evo, de Evo a una corta confrontación con Felipe Quispe y de ahí al actual predicamento entre el evismo y una corriente que no parece haber definido un liderazgo específico, pero que no desea seguir el mismo camino de los primeros 14 años del MAS. Y tal vez se trate de algo más que un prejuicio, sino de una especie de ley sociológica. Por eso, a pesar de que la Revolución cubana fue la obra inmensa de un pueblo gigante, lo primero que uno piensa cuando se la menciona es en Fidel Castro. Este, sin embargo, sabía que eso era una apreciación externa, por lo que se opuso firmemente a que se rindiera culto a su personalidad. Por eso la Revolución cubana sigue en pie.
Es imposible saber quién se impondrá entre los variados actores que componen el sujeto popular en Bolivia, lo nacional-popular o lo indígena originario campesino. Es incluso difícil saber si habrá un resurgimiento obrero en una potencia plebeya que nunca fue uniforme, armónica y estable, siendo atravesada incluso por los mismos prejuicios que condena en las clases dominantes –como el racismo o el academicismo que suele encumbrar a unas clases medias que curiosamente nunca están cuando las papas queman–. Pero los acontecimientos de los últimos días parecen sugerir que los días de liderazgo monopólico de Evo Morales han terminado y que es posible y necesario demostrar que el pueblo no entiende de imprescindibles. En todo caso, lo nacional-popular continuará operando mientras el país siga siendo una multitud de víctimas de sectores elitistas y su padrinazgo imperial.
El Congreso de Lauca Ñ y el Cabildo de El Alto parecen indicar que un nuevo tiempo político acaba de empezar, centrado exclusivamente en la iniciativa de las clases populares, mientras todas las demás clases o el resto de la sociedad no organizada tendrán que limitarse a un mero rol observador. Las élites quizás estén conscientes de que su destino depende de cómo vayan a resolverse las contradicciones en el seno de lo nacional-popular. Si dichos problemas se resuelven exitosamente y se reconstituye el sujeto histórico del Proceso de Cambio podrían llegar a enfrentar su fin definitivo.
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