mayo 19, 2025

Las sorprendentes bibliotecas particulares en la Colonia

Por Luis Oporto Ordóñez *-.


La historia de las bibliotecas en la Colonia señala que las élites tuvieron a su alcance bibliotecas utilitarias, como el caso de Don Nicolás Urbano de Mata y Haro, Obispo de La Paz (1702), que fue “una de las primeras en aquella ciudad, que se instaló fuera de los recintos monásticos”, con un total de 360 volúmenes. Los estudios de Daysi Ripodas y Marcela Inch sobre las bibliotecas particulares en poder de funcionarios de la Real Audiencia de Charcas, a partir de 1681 hasta 1825, afirma la existencia de un “elenco de bibliotecas y noticia de sus propietarios”, sumando un total de 22 bibliotecas particulares localizadas en la ciudad de La Plata (hoy Sucre) y 11 en la Villa Imperial de Potosí.

En su capítulo sobre las bibliotecas particulares de la Villa Imperial de Potosí se identificó para el periodo 1750 a 1825 un total de 34 bibliotecas privadas y tres negocios de libros en los que se puede observar los métodos de organización de las librerías. Habrá que considerar que tanto el formato de los libros como el tipo de sus encuadernaciones, que expresan la antítesis antiguo-moderno, es relativo. Pues como advierte Rípodaz, “el auge de la pasta invade a los infolios hasta alcanzar a obras como las del P. Tomás Sánchez, y, a su vez, numerosas obras de formatos menores, como las recientes Lecciones de comercio del abate Genevesi traducidas por Vallava (1785-1786), aparecen con cubiertas de pergamino”, al parecer algo más sofisticado que las formas peculiares del libro determinan su factura. Es decir, que los libros “profesionales”, como las leyes y temas de Derecho, vienen impresos en formatos grandes (infolios empergaminados en 4to), en tanto que los libros de lectura corriente preferentemente eran impresos en formatos pequeños (“tomitos” o libros “pequeñitos”, en 12avo o en 16avo).

Estos estudios permiten establecer un parámetro del volumen, alcance y contenido de las bibliotecas coloniales de Potosí, con las de Lima, Buenos Aires o la ciudad de La Plata en Charcas, “que llegaron a constituir bibliotecas de varios centenares y, en no pocos casos, hasta de mil, dos o tres mil volúmenes; en tanto, en la Villa Imperial de Carlos V”.

El total de libros existentes en las 33 bibliotecas identificadas en Potosí alcanza a cuatro mil 241 ejemplares, representan mil 118 títulos individuales. En tanto, en las 33 bibliotecas de nuestra muestra combinada se consigna 10 mil 768 ejemplares.

La situación era distinta en La Plata, pues en la muestra encontramos tres bibliotecas que contienen entre mil a mil 500 volúmenes y dos de 501 a mil volúmenes, lo que muestra la importancia de los funcionarios reales para dotarse de bibliotecas especializadas. En contrapartida, a nivel general, de las 241 bibliotecas identificadas por Rípodaz un total de 90 bibliotecas tiene entre 11 a 50 volúmenes, 29 de 51 a 100 volúmenes y 30 de 101 a 250. Estas estadísticas revelan que las bibliotecas de los funcionarios de la Audiencia poseían bibliotecas con un mayor número de ejemplares que las colecciones civiles de las dos ciudades.

Los estudios revelan el interés de las mujeres por atesorar y cultivar sus propias librerías. Mujeres privilegiadas al tener en propiedad libros, pues la reflexión derivada de la lectura era un derecho patriarcal asignado históricamente a los varones. Más sorprendente aún es el origen y condición social de este puñado de féminas que, siendo lunares en la historia, adquieren grandeza y dignidad por ese simple hecho de disputar un terreno que les era absolutamente vedado.

Las hay de alta alcurnia y linaje, como Francisca López Lisperguer, dueña de 39 volúmenes de literatura religiosa. Era “hija del oidor y alcalde de la Audiencia de La Plata, Joseph de López, esposa del azoguero y rico hacendado Pedro Antonio de Ansoleaga, cuñada del primer Conde de la Real Casa de Moneda, Juan de Lizarazu y suegra del poderoso comerciante Indalecio González de Socasa”. Juana, María del Carmen y María Josefa Lizarazu, hijas del Conde de la Casa de Moneda, Juan de Lizarazu, heredaron parte de la biblioteca paterna.

En medio de aquellos núcleos privilegiados existía un pequeño grupo de mujeres emprendedoras y exitosas como Melchora Irribaren, quien “administró personalmente sus negocios como azoguera de la Villa y era propietaria de un ingenio” y de un tesoro bibliográfico de 34 volúmenes.

Hubo mujeres del común, dedicadas al hogar, como María del Carmen Flores y Alvarado, “que introdujo como bienes hereditarios en su matrimonio tres obras: una Historia de España, otra de Asturias y un diccionario de la lengua castellana”; al igual que María Josefa Lemoyne, que “tenía dos obras, una de carácter religioso y la otra escrita en 17 volúmenes Espectáculo de la naturaleza de Noel Antoine Pluche”. Pero, también menciona, oh sorpresa, a una indígena alfabeta, María Moya, “poseedora de un librito de rezar el Oficio Divino”.

Sin embargo, destaca entre todas María Antonia del Río y Arnedo, mujer de ideales tempranamente emancipados, quien heredó de su abuelo Marcelino Toro 13 ejemplares, siendo “una ignorada escritora en la Charcas finicolonial” descubierta por Daysi Rípodaz (1993). Al ser casada con el escribano Carlos Toledo, este enriqueció su biblioteca con nueve de las obras de su mujer.

Al finalizar el periodo colonial las bibliotecas particulares se multiplicaron, siendo una característica propia de la época que contengan libros prohibidos; una de ellas “digna de mención la del célebre Dean Terrazas, repleta de libros de ingreso prohibido por heréticos, o por liberales o por afrancesados” que el mismo cura los hacía importar clandestinamente usando su influencia. Libros que puso a disposición de los independentistas que acudían a la Academia Carolina de Chuquisaca.

A pesar de que “por sistema, los padres de familia, aun de las clases más distinguidas, no permitían que sus hijas aprendan a escribir”, ya en esa época existían tres colegios para niñas: uno en La Paz, otro en Cochabamba y el tercero en Chuquisaca. Igualmente, se dispuso la creación de bibliotecas para “indios comunes” desde 1783, con lo que el universo de lectores fue incrementándose.

Los descendientes de los antiguos caciques que gozaban de privilegios reales, entre ellos el acceso a la educación, formaron bibliotecas, siendo un caso singular el del Garcilaso, el Inca, que fue gran lector de los clásicos de esa época y privilegiado en consultar autores que escribieron sobre el Incario, a lo que sumó su propia sabiduría, recogida de viejos quipucamayoc, a los que logró entrevistar.


  • Magister Scientiarum en Historias Andinas y Amazónicas y docente titular de la carrera de Historia de la UMSA.

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