Por Luis Oporto Ordóñez *-.
La gesta independentista registró los nombres de los próceres con generosidad, a través de biografías que enaltecieron su patriotismo. Sin embargo, no reivindicó de la misma manera el papel de hombres y mujeres del pueblo que con valentía y determinación ofrendaron la existencia por el noble ideal.
Esta es una síntesis del papel de aquellos criollos que conspiraron a través de la fachada de cenáculos literarios y clubes de lectura, donde aparentemente se leía para la distracción y el ocio, pero sentaron las bases de la insurrección. Las logias cambiaban de lugar para no levantar sospechas entre las autoridades españolas. Los revolucionarios procedían de la clase criolla acomodada, con poder económico para solventar los gastos que implicaba la logística para asegurar la revolución. Sus mujeres no quedaron impávidas, sino que se sumaron con genuino fervor patriótico.
El primer club revolucionario se instaló en 1798, en la casa de Faustino Cabezas de Loza, en la calle Chirinos, dirigida por Murillo, seguido de José Ramón de Loayza, José Landavere, Crisóstomo Esquivel y los capitanes Tomás Rodríguez, Romualdo Herrera y Carlos Torres. La logia estuvo íntimamente ligada con los revolucionarios del Cusco de Gabriel Aguilar, que vino a La Paz para contactar con los patriotas paceños con “el deliberante propósito de constituir una república independiente, que sería gobernada por el elemento americano, sin excluir al europeo siempre que éstos se solidarizaran con la causa. Tenían por capítulos de su bandera o programa la libertad de comercio, la fraternización americana, las autonomías municipales, la más absoluta descentralización, trabajaban por darle la libertad apetecida, y la separación de la madre patria”, como sostiene el cura historiador Nicolás Aranzáes.
A principios de junio de 1809 los conspiradores se reunieron en casa de María Josefa Pacheco. El 20 pasaron a casa de Juan Basilio Catacora y el 24 en casa de Juan B. Sagárnaga, oportunidad en la que juraron “encabezar y sostener la revolución, defenderse y protegerse mutuamente”. La junta sesionó el 27 de junio y el 12 de julio, desarrollada en el domicilio de Sebastián Figueroa, en el barrio de la Cruz Verde, en la que se pidió “degüello para los españoles” y resolvió dar el golpe la noche del 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen. Otras reuniones secretas se realizaron en casa de José Alquiza y Foronda, en Chalwakhatu o mercado de bogas, actual calle Junín. José de Herrera instaló un club revolucionario en su casa en el barrio de Mejahuira, calle Morcellería; otras reuniones se realizaron en la tienda de Tomás Rodríguez Palma, en el puente de San Francisco. El Jueves Santo las logias secretas se congregaron en casa de Bartolomé Andrade.
Fue febril la labor realizada por los conjurados, todos comprometidos con la causa patriótica: Faustino Cabezas de Loza, dirigente de su club, siendo joven universitario se dedicó al aprendizaje de “tendencias filosóficas francesas, que dieron lugar y fruto a la grandiosa revolución que él deseaba intensamente para su patria”. Era asesor de la logia, renunció a su cargo y se retiró a su finca en Yungas, donde fue envenenado por su administrador, por orden realista, poco antes de ser nombrado Oidor de la Audiencia.
El español Rodrigo Flores Picón abrazó la causa de la Independencia. Esposo de María Vicenta Juariste Eguino y uno de los primeros en afiliarse a los clubes secretos, “trabajando para su propaganda, su posible realización, su triunfo”, y la primera víctima del gobernador Burgunyó, que envenenó a los patriotas.
Gregorio García Lanza, “eximio abogado, conocedor perfecto de la legislación española, el derecho romano, cultivando además conocimientos completamente extraños en esa época, siendo el estudio su pasión constante como lo acredita la vasta biblioteca que poseyó tal vez la primera en esta ciudad como posesión de un particular, con 827 volúmenes”. Integró el núcleo de las juntas secretas, fue asesor del Cabildo.
José de Herrera, hombre rico con varios esclavos, vendió una de sus propiedades en la provincia Yungas en 45 mil pesos, monto que destinó a la “compra de armas, envío de extraordinarios y otras urgencias”; instaló el club revolucionario en su casa, “en el que estaban iniciados personajes de alta valía”, fue otra víctima del gobernador Burgunyó.
Juan Bautista Sagárnaga, trabajó por la independencia desde 1806, época en la que “aparecían pasquines indicantes de la revolución en todas las calles, únicos medios de publicación”. Levantó los planos de las fortificaciones, fue comandante de las fuerzas expedicionarias que salieron a Tiwanaku el 24 de septiembre; capturado, fue ejecutado por la pena del garrote y su cadáver colgado el 29 de enero de 1810.
El cura José Manuel Aliaga tuvo acceso a los papeles y correspondencia del Obispo La Santa, “comprobantes de la conspiración carlotina del obispo”, que prometió mostrar a los miembros de la Junta. Fue propagandista de la revolución, participó en las juntas secretas del 24, 27 de junio y 12 de julio; al ser perseguido huyó a Lima, pasó a Panamá y de allí a Jamaica, donde murió víctima de la malaria.
Baltazar de Alquiza, asesor del cabildo de 1809, “se afilió al partido por la Independencia y participó en las juntas secretas; sin embargo, formó parte del tribunal instaurado por el traidor Indaburo que sentenció la ejecución del patriota Pedro Rodríguez”; fue abogado de la Universidad de Chuquisaca, fue desterrado por Goyeneche a las islas Malvinas, el 7 de marzo de 1810, pero en Córdoba los proscritos se dispersaron al enterarse de la revolución del 25 de mayo y retornó con las tropas argentinas siendo designado subdelegado de Yungas, pero tuvo que salir otra vez al destierro luego de la derrota de Guaqui. Volvió después de Ayacucho, ocupando el cargo de presidente de la Corte Suprema; falleció en Sucre en 1837.
José Alquiza y Foronda fue Regidor del Cabildo (Caballero 24), cargo que compró por dos mil pesos (1784), y capitán de Milicias (1798). Falleció en 1813. Romualdo Herrera, trabajó secretamente por la Independencia desde 1798, fue capitán de Pedro Domingo Murillo, época en la que “se multiplicaron los pasquines incitantes de revolución”. Francisco Javier Iturri Patiño, asistió a las juntas secretas en las que fue muy activo, mandaba proclamas en quechua a los pueblos. Juan de la Cruz Martínez Monje Ortega, concurrió a todas las juntas secretas, fue asesor de la Junta Tuitiva, desempeñó la cartera de Gracia y Justicia. Aranzaes afirma que dejó un diario de los primeros movimientos de la revolución que le fue secuestrado al ser tomado preso. Bartolomé Andrade, fue alcalde segundo de la Hermandad en el Cabildo (1 de enero de 1809); integró las logias secretas; doctor en ambos derechos (Universidad de Chuquisaca), regresó a la Paz (1795); develada la revolución integró el Ejército argentino con grado de capitán y participó en Guaqui, Sipesipe y otras batallas.
- Magister Scientiarum en Historias Andinas y Amazónicas y docente titular de la carrera de Historia de la UMSA.
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