Por Roberto Regalado (Cientista político)-.
En artículos anteriores publicados en La Época hemos pasado y repasado por el tema de los gobiernos latinoamericanos de izquierda y progresistas de la década de 2000, por las derrotas sufridas por la mayoría de ellos en la década de 2010, y por la ocupación o recuperación del control del poder ejecutivo del Estado por partidos de ese espectro político a partir de 2018, no acompañada por una recuperación equivalente de la fuerza social y fuerza política acumulada en el “ciclo” anterior.
El más reciente artículo sobre el tema se dedicó a acontecimientos regionales que los gobiernos de signo popular podrían y deberían aprovechar para fortalecerse en sus ámbitos nacionales: la reactivación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), el ingreso de Bolivia al Mercado Común del Sur (Mercosur) y la revitalización de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), en todos los cuales el papel del presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha sido determinante.
La importancia de aprovechar toda posibilidad de fortalecer los pilares sociales y políticos de los gobiernos de izquierda y progresistas la fundamentamos en el artículo: “Implicaciones de la elección de Javier Milei como presidente de Argentina”. Sobre este tema vuelvo hoy desde el ángulo de qué hacer y qué no hacer en los países donde la izquierda o el progresismo ejercen en la actualidad el gobierno, un problema que puedo plantear, pero no resolver porque eso le corresponde a cada uno de ellos. Hasta donde puedo llegar es a proponer el concepto de “derrota catastrófica”, cuyo “prototipo” es la sufrida por el Frente para la Victoria en Argentina en 2023.
La derrota catastrófica es:
- una derrota de “segunda generación”, una derrota que se sufre después de haber perdido el gobierno y de haberlo recuperado;
- una derrota que se sufre, ya no frente a la derecha neoliberal (Macri), sino frente a una ultraderecha liberal antediluviana aliada con Macri (presidente Milei) y defensora de la sangrienta dictadura militar de “seguridad nacional” de 1976-1983 (vicepresidenta Villarruel);
- una derrota que se sufre ante una fuerza que decreta el “paquetazo” más paquetazo de todos los paquetazos hasta hoy conocidos;
- una derrota que, entre sus consecuencias, incluye un extraordinario nivel de criminalización, represión y revanchismo, no solo contra las y los dirigentes, los partidos políticos y las organizaciones sociales derrotados, sino arrolladoramente contra todo aquel, toda aquella y todo aquello que no se postre a sus pies; y,
- una derrota con otras características equivalentes o incluso peores a estas, que las compañeras y los compañeros argentinos podrían añadir.
Características como estas, no necesariamente idénticas, porque cada caso tiene sus particularidades, pero con consecuencias semejantes, es lo que proponemos conceptualizar como “derrotas catastróficas”. Evitarlas debería ser la prioridad absoluta de todo gobierno de izquierda o progresista. No es fácil conjurarla, pero se puede y se debe hacer.
No olvidemos el refrán: “Cuando veas las barbas de tu vecino arder, por las tuyas en remojo”. ¡Ya ardieron las barbas de nuestro vecino, el progresismo argentino!
La posibilidad de que se abra un “ciclo” de “derrotas catastróficas” en América Latina es real por varias razones. En primer término, la historia revela las dificultades que es preciso vencer para reformar progresistamente a una sociedad, y mucho más para revolucionarla.
Todos los vectores de la izquierda latinoamericana tienen sus referentes históricos. En muchos casos, esos referentes o una parte de ellos, son comunes, aunque, por supuesto, cada vector los interpreta y se apropia de ellos de un modo particular. Me refiero a referentes como las grandes insurrecciones indígenas del siglo XVIII, las guerras de independencia del siglo XIX, el bolivarianismo y el antiimperialismo de José Martí, la Revolución mexicana, la guerra de guerrillas de Augusto César Sandino. Me refiero también a la teoría de la revolución social fundada por Marx y Engels, y a la interpretación y la apropiación de esa teoría hecha por Lenin en las condiciones de la Rusia zarista de las primeras décadas del siglo XX.
Una limitante de los referentes históricos indoamericanos, hispanoamericanos y latinoamericanos es que aportan más en el plano de los valores, los principios y los propósitos que en el de los medios para establecer un poder popular, porque corresponden a etapas históricas lejanas y porque no llegaron a conquistar el poder: las insurrecciones indígenas fueron genocidamente aplastadas, las guerras de independencia erradicaron la dominación colonialista, pero no la dominación social y de clase, Martí murió en combate sin saber que el imperialismo norteamericano despojaría de la victoria a los patriotas cubanos, la Revolución mexicana fue derrotada, y Sandino fue traicionado y asesinado.
Indiscutible influencia han tenido y tienen en América Latina los dos vectores del movimiento socialista europeo del siglo XX: el socialdemócrata y el de matriz soviética. Influencia de uno u otro de esos vectores hubo en varios de los partidos fundadores de la Unidad Popular (UP) chilena y el Frente Amplio (FA) uruguayo, los únicos dos países de la Región donde la vía pacífica, fuese para la reforma o fuese incluso para la revolución, parecía factible. La primera llegó al gobierno en 1970 y fue sangrientamente desplazada de este el 11 de septiembre de 1973. El segundo nació en 1971 y fue violentamente reprimido y desarticulado durante más de una década, a partir del autogolpe de Estado de Jorge Pacheco Areco del 27 de junio del propio año 1973.
Entre finales de la década de 1950 y finales de la de 1970, en América Latina triunfaron tres revoluciones armadas: la cubana, la granadina y la nicaragüense. Solo la Revolución cubana logró sobrevivir. La Revolución granadina “se suicidó” con el magnicidio del primer ministro Maurice Bishop, cometido por una fracción de su propio movimiento, crimen que, además, sirvió de pretexto para una invasión estadounidense. Y la Revolución nicaragüense perdió el poder en unas elecciones efectuadas en febrero de 1990, después de resistir nueve años de guerra encubierta de los Estados Unidos, de cuatro años de negociaciones en términos en extremo adversos y de sufrir el abrupto cese de las relaciones económicas y militares que mantenía con la Unión Soviética, ocurrido por “obra y gracia” de la “nueva mentalidad” de Mijaíl Gorbachov.
En la América Latina posterior al derrumbe del llamado bloque socialista europeo, es obvio que no existe una situación revolucionaria, tal como la caracterizó Lenin, “no basta con que los de abajo no quieran seguir siendo dominados, hace falta que los de los de arriba no puedan seguir dominándolos [1].” En realidad, en las décadas de 1960 a 1980, salvo en Cuba, en Granada y en Nicaragua, tampoco hubo una situación revolucionaria en América Latina, y esa fue la razón por la que una parte de los movimientos insurgentes de ese periodo fueron aniquilados y la otra parte, en uno u otro momento, optó por negociar su inserción en la lucha social y política legal, proceso todavía inconcluso en Colombia.
Aunque, como ya se ha visto, con grandes obstáculos mediante y con poderosos enemigos en contra, la lucha social, política y electoral es la única vía, tanto actual como a “ojos vista”, accesible en América Latina con el propósito de emprender o bien una transformación revolucionaria mediante rupturas parciales sucesivas con el sistema social vigente –la vía pacífica al socialismo, teóricamente posible, pero aún no realizada en caso alguno–, o bien una reforma social progresista –meta menos drástica y compleja, pero también difícil y reversible–.
Las complejidades de la lucha política electoral de los movimientos socialistas tienen su propia historia. En la década de 1840 ni siquiera los Estados burgueses más avanzados rebasaban la fase de monarquía parlamentaria con participación exclusiva de la nobleza y la gran burguesía. El único método concebible para cambiar el orden vigente era el insurreccional. A tono con esa realidad, el Manifiesto Comunista, publicado en vísperas de la Revolución europea de 1848, orienta a los miembros de la Liga homónima participar en la revolución con sus propios partidos y sus propios objetivos, sin establecer alianzas, acuerdos, ni colaboraciones con el resto de los insurgentes, de modo que, cuando la burguesía derrotara a la nobleza e intentara crear el Estado burgués, los comunistas estuviesen en condiciones de liderar la revolución proletaria que fundaría el Estado obrero e iniciaría la transición a la sociedad emancipada.
El concepto de revolución insurreccional del Manifiesto, puntualizado en el Mensaje del Comité Central de la Liga de los Comunistas de 1850, seguía vigente en el vector marxista del movimiento obrero y socialista cuando, en 1864, nace la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT), pero la derrota de la experiencia de la Comuna de París (18 de marzo al 28 de mayo de 1871), fue catalizadora de la sustitución del concepto de revolución insurreccional por el de revolución política electoral en el vector marxista del movimiento obrero y socialista. En la “Introducción a la edición de 1895” de Las luchas de clase en Francia de 1848 a 1850, Engels retrospectivamente analiza:
- cuando ocurre la Revolución de 1848 no había condiciones para el triunfo del proletariado, mucho menos aún después de ella;
- la insurrección como forma de lucha del proletariado era anticuada, tal como lo demostraba la derrota de la Comuna de París;
- esa derrota desplazó el liderazgo del movimiento obrero y socialista de Francia a Alemania; y,
- los resultados del Partido Socialdemócrata Alemán en la lucha electoral desde la conquista, en 1866, del sufragio para todos los hombres indicaban que este era el método de lucha adecuado al momento [2].
La revolución política electoral se produciría cuando, mediante el sufragio, el partido de la clase obrera ocupara la mayoría del parlamento, disolviera al Estado burgués y estableciera un Estado obrero. Sin embargo, se demostró que el voto ciudadano es insuficiente para derribar al sistema social dentro del cual se emite. Carentes de una perspectiva revolucionaria clara y con espacios accesibles para lograr reformas a corto plazo, incluso en partidos marxistas surgieron corrientes que interactuaban con sectores progresistas de los partidos burgueses.
Entre los obstáculos a vencer, tanto en los casos de una revolución como de una reforma progresista, que se realicen por la vía legal, resaltan que:
- en la sociedad burguesa el poder lo monopoliza el capital;
- la hegemonía burguesa tiende a que la participación ciudadana en elecciones sea favorable al sistema social imperante;
- la función de los órganos represivos del Estado es defender el statu quo, no a un gobierno electo por la ciudadanía que se proponga cambiarlo;
- hay poderes fácticos que cumplen la función de defender el statu quo; y,
- hoy esos poderes fácticos operan con nuevos medios y métodos como:
– la mercantilización del sistema electoral y sus campañas proselitistas;
– las guerras mediática, jurídica y parlamentaria; y,
– el uso de la división de poderes concebida para preservar los equilibrios dentro de la clase dominante, convertida en mecanismo para impedir la elección, sabotear la gestión y derrocar a gobiernos de izquierda y progresistas.
En conclusión, hay demasiados obstáculos y peligros en la batalla cuesta arriba de las fuerzas latinoamericanas de izquierda y progresistas que ejercen el gobierno como para desgastarse en cualquier cosa que no sea evitar una “caída libre” hacia el posible “ciclo” de las “derrotas catastróficas”.
1 Ver a Vladimir Ilich Lenin: “La Bancarrota de la II Internacional”, Obras Completas, t. 27, Editorial Progreso, Moscú, 1986, pp. 228229.
2 Ver a Federico Engels: “Introducción a la edición de 1895” de «Las luchas de clase en Francia de 1848 a 1850», Obras Escogidas en tres tomos, Editorial Progreso, Moscú, 1973, t. 1, pp. 191207.
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