mayo 19, 2024

De la dictadura militar de “seguridad nacional” a la democracia restringida

Por Roberto Regalado (Cientista político)-.


El triunfo de la Revolución cubana, el 1 de enero de 1959, se convierte en un obstáculo al afianzamiento de la dominación continental del imperialismo norteamericano, en un momento en que creía contar con condiciones ideales para ello [1]. El desenlace de la Segunda Guerra Mundial –en virtud del cual deviene la principal potencia imperialista del planeta– y el estallido de la Guerra Fría –utilizada para establecer dictaduras militares y gobiernos autoritarios civiles dóciles a sus dictados–, le permiten a los Estados Unidos imponer su hegemonía en América Latina y el Caribe. Prueba de ello es la creación del Sistema Interamericano, formado por el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR, 1947) y la Organización de Estados Americanos (OEA, 1948), a los que el 1959 se suma el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

La demostración fehaciente de que un pueblo latinoamericano y caribeño podía escribir su propia historia fue el catalizador de un auge las luchas populares en la Región. A partir de ese acontecimiento las prioridades de la política estadounidense en América Latina y el Caribe serían destruir a la Revolución cubana y eliminar a las fuerzas políticas y sociales que en otros países abrían una nueva etapa de luchas. Tanto en Cuba como en el resto del subcontinente hasta 1964 los Estados Unidos combinaron su injerencismo e intervencionismo unilateral con el injerencismo y el intervencionismo multilateral del TIAR y la OEA.

Contra Cuba, en el plano unilateral, Estados Unidos estableció en Miami, en 1960, una fuerza especial de tarea de la CIA para crear y dirigir a grupos contrarrevolucionarios políticos y/o armados, mediante los cuales pretendió derrocar al Gobierno revolucionario; y en el plano multilateral orquestó la celebración de cuatro Reuniones de Consulta de la OEA sobre la base del TIAR: en la sexta reunión de ese órgano, en Santiago de Chile, en 1959, estableció la base conceptual para decisiones punitivas; en la séptima reunión, en San José, Costa Rica, en 1960, estableció la base jurídica para acciones punitivas; en la octava reunión, en Punta del Este, Uruguay, en 1962, excluyó a Cuba del Sistema Interamericano sobre las bases preestablecidas; y en la novena reunión, en Washington D. C., Estados Unidos, en 1964, se aprobó una ruptura colectiva de relaciones con Cuba, que México no acató, y que no implicó a Canadá por no ser entonces miembro de la OEA.

Hacia el resto de América Latina el gobierno de John F. Kennedy (1961/1963) planeó que el Sistema Interamericano, en su condición de participante en la Alianza para el Progreso, desempeñara un papel activo en la estrategia contrainsurgente regional. Pero el gobierno de Lyndon B. Johnson (1963/1965/1969), al proclamar en 1964 la Doctrina Johnson (Estados Unidos prefiere tener aliados seguros a tener vecinos democráticos), colocó en primer plano al injerencismo y al intervencionismo unilateral, desmontó la Alianza para el Progreso y el Sistema Interamericano, cuya mayoría de miembros eran “aliados seguros” de los Estados Unidos, quedó para legitimarlos y defenderlos.

En la aplicación de la Doctrina Johnson resaltan: la violencia militar empleada, en enero de 1964, para reprimir en Panamá una manifestación que reclamaba el establecimiento de la soberanía nacional en la Zona del Canal; la intromisión en las elecciones chilenas de 1964, para promover el triunfo de Eduardo Frei frente al socialista Salvador Allende; la intervención militar estadounidense de 1965 en República Dominicana contra las fuerzas populares que defendían al gobierno de Juan Bosch; y el apoyo a los golpes de Estado ocurridos en Brasil contra João Goulart (1964), en Bolivia contra Víctor Paz Estensoro (1964) y en Argentina contra Arturo Ilía (1966).

Especial importancia tuvo la dictadura militar brasileña implantada en 1964, prototipo de las dictaduras militares de “seguridad nacional” imperantes en América Latina en las décadas de 1960 a 1980, que a diferencia del caudillismo personal característico de sus antecesoras tienen un carácter institucional, es decir, gobierna la institución militar y no un “hombre fuerte”; su función es aniquilar al “enemigo interno”; llevan la represión y la violación de los Derechos Humanos a extremos institucionales sin precedentes; y su objetivo es imponer la reestructuración política, económica y social que los Estados Unidos necesitan para afianzar su sistema de dominación continental.

La administración de Richard M. Nixon (1969/1972/1974), a inicios de su primer mandato encargó al gobernador de Nueva York, Nelson A. Rockefeller, encabezar una comisión que hiciera una gira por América Latina y formulara propuestas de política hacia la Región. La Comisión Rockefeller propuso establecer una “relación de auténtica asociación” en la que “Estados Unidos debe determinar su actitud hacia acontecimientos políticos internos de manera más pragmática”, “trasladar una creciente responsabilidad por el proceso de desarrollo a las otras naciones americanas (por vías multilaterales) “y “decidir en qué forma sus intereses son afectados por la insurgencia y subversión de otras partes del hemisferio, y la medida en que sus programas pueden y deben ayudar a satisfacer los requisitos de la seguridad de sus vecinos”. En cuanto al Sistema Interamericano el Informe Rockefeller no propuso reformas o cambios.

Frente al auge de las corrientes nacionalistas y revolucionarias en América Latina la administración Nixon desestabiliza y derroca a gobiernos que considera amenazas para el “interés nacional” de los Estados Unidos e implanta nuevas dictaduras, entre ellas las resultantes del golpe de Estado contra el general Juan José Torres en Bolivia (1971), del autogolpe de Juan María Bordaberry en Uruguay (1973) y, en especial, del golpe en Chile contra el gobierno de Salvador Allende (1973). Después del fracasado intento de aplicar una política económica neoliberal en América del Sur en los años 50, esa doctrina reaparece con la dictadura militar chilena encabezada por Augusto Pinochet (19731989), que, en 1976, emprende el programa neoliberal de la Escuela de Chicago. El “milagro chileno” pronto se extendió a otros Estados de “seguridad nacional”.

Tras la sustitución de Richard Nixon, ocurrida por el Escándalo de Watergate, durante el gobierno de Gerald Ford (19741977), se produce el golpe de Estado en Argentina (1976), a partir del cual los gobiernos castrenses de ese país asesoraran a otras fuerzas armadas latinoamericanas para que establecieran sus propias dictaduras militares de “seguridad nacional”. Previamente, en Perú, la enfermedad del general Juan Velasco Alvarado fue utilizada para sustituirlo, en 1975, por el general Francisco Morales Bermúdez, quien le dio un giro hacia la derecha al gobierno.

La década de 1970 concluye en el mandato presidencial de James Carter (19771981). Influida por la breve “ola moralista” desatada por la publicación de Los Papeles del Pentágono, el Escándalo de Watergate y la revelación del rol de la administración Nixon en el golpe de Estado en Chile de 1973, la plataforma de política hacia América Latina de Carter se basa en los informes de la Comisión Linowitz, publicados en 1974 y 1976, respectivamente.

Las recomendaciones más relevantes contenidas en el informe titulado Las Américas en un mundo en cambio o Informe Linowitz son: reconocer la erosión del poder mundial de los Estados Unidos; abandonar la llamada relación especial con América Latina; apegarse a la doctrina de no intervención y adoptar un enfoque “global” en las relaciones con los países de la Región. El primer informe Linowitz propone aprovechar la estructura de la OEA para promover el respeto a los Derechos Humanos, evitar conflictos regionales y mediar en ellos cuando surjan. Ese informe llega a decir que “con relación al futuro de la OEA –incluso su estructura, liderato y localización–, los Estados Unidos deben guiarse principalmente por las iniciativas y los deseos latinoamericanos”.

Elaborado por solicitud del presidente electo James Carter, el informe Estados Unidos y América Latina: próximos pasos, conocido como Informe Linowitz II, llama a concluir la negociación de los Tratados del Canal de Panamá, hace recomendaciones sobre la promoción del respeto a política de Derechos Humanos, exhorta al gobierno de Carter a “reabrir un proceso de normalización de relaciones con Cuba” –que el gobierno de Gerald R. Ford había iniciado y luego interrumpido al iniciarse la campaña electoral de 1976–, llama a reducir la transferencia de armas y evitar la proliferación nuclear en la Región; aboga por mayor “comprensión de la situación y las reclamaciones latinoamericanas”, y por el estrechamiento de los intercambios culturales entre los Estados Unidos y América Latina. De esa agenda a duras penas Carter logró la firma de los Tratados del Canal de Panamá.

Como resultado de la ofensiva de la “nueva derecha” contra Carter si bien los Tratados del Canal de Panamá se firman el 7 de setiembre de 1977, ello ocurre con gran retraso e imposiciones onerosas a Panamá, y el proceso de normalización de relaciones con Cuba, reiniciado en 1977, se revirtió por completo en 1979. En octubre de ese año Carter emite la Directiva Presidencial NSC 52, que ordena a las agencias del gobierno de los Estados Unidos realizar un análisis exhaustivo de las relaciones con Cuba para cerrar “lagunas” (loopholes) existentes en el bloqueo que pudiesen ser utilizadas por el Gobierno cubano en su propio beneficio económico.

La supuesta inacción de Carter se convierte, desde 1979, en el blanco principal de los ataques del aspirante presidencial republicano Ronald Reagan, a partir de la conquista del poder por parte de fuerzas revolucionarias en Granada (13 de marzo) y Nicaragua (19 de julio), unidas a la intensificación de la lucha popular en El Salvador, ocurrida después que la oligarquía y el Ejército logran neutralizar el golpe de Estado progresista (15 de octubre), que trata de interrumpir una cadena dictaduras iniciada en 1931.

Incluso antes del abandono de la política latinoamericana, recomendada por la Comisión Linowitz, el gobierno de Carter carecía de voluntad para promover la defensa de los Derechos Humanos y la democratización en Centroamérica, donde la represión ejercida en Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Honduras agudizaba la crisis política, económica y social de esos países. El “inmovilismo” de Carter llega al punto de no haber retirado el apoyo a la tiranía somocista cuando ya era evidente su crisis terminal. En este contexto se inserta un hito en la historia de las relaciones interamericanas: la derrota en la XVII Reunión de Consulta de la OEA, en junio de 1978, de la propuesta estadounidense de crear una fuerza interamericana de paz para intervenir en Nicaragua.

Con el apoyo recibido de sus predecesores, Johnson y Nixon, y el que continuaban recibiendo de la “nueva derecha”, de la banca privada e incluso de su propio gobierno, las dictaduras latinoamericanas prevalecieron en la presidencia de Carter, quien inició el mal llamado proceso de democratización de América Latina, consistente en sustituir a las dictaduras militares de “seguridad nacional”, que habían cumplido la misión de convertir a sus países en “aliados seguros” de los Estados Unidos, en “democracias viables”, término que debe interpretarse como “democracias restringidas”.

Visto retrospectivamente, los cuatro años del único mandato presidencial de Carter es un período que los círculos de poder de los Estados Unidos se concede para “exorcizar” el demonio de Richard Nixon, tras el cual le facilitan la entrada del demonio mayor: Ronald Reagan. Los primeros dos años del gobierno de Carter prueban ser suficientes para completar el exorcismo que, por demás, distó mucho de ser exhaustivo.

(Continuará)


1       Tercera parte de la serie: “El sistema de dominación continental del imperialismo norteamericano”, publicada en el semanario La Época.

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