
Por Diego Portal -.
La libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro; en otras palabras, los derechos de uno terminan donde empiezan los derechos del otro. Esta frase se ha hecho tradicional para explicar, en todo el mundo, que no pueden existir derechos ni libertades ilimitadas. Es decir, en un mundo civilizado, y mucho más dentro de un sistema democrático, las leyes nos marcan límites que debemos respetar para una convivencia pacífica.
El derecho a la protesta está garantizado y respaldado internacionalmente, a través de distintas convenciones y declaraciones, como la forma de expresar su disconformidad con alguna acción del Estado. Las personas tienen derecho a protestar pacíficamente y los Estados tienen el deber de respetar, facilitar y proteger este derecho. Esto significa que no deben interferir en las protestas, a menos que exista una amenaza legítima para la seguridad y los derechos de otras personas.
Más o menos en esos términos se debe entender este derecho que se encuentra consagrado como parte de los derechos sociales y políticos por nuestra Constitución Política del Estado (CPE), en su Capítulo Tercero.
Históricamente la protesta social en nuestro país ha sido un método de lucha fundamental en períodos dictatoriales, cuando no existía ningún otro camino para hacer escuchar las voces del pueblo y sus legítimas demandas sociales o políticas. Bajo distintas formas, la protesta pudo derrocar dictaduras y recuperar las libertades democráticas para todas y todos los bolivianos, como sucedió, por ejemplo, en 1977 contra la dictadura banzerista; o en 1982, tras la dictadura de García Meza y sus sucesores militares; y frente a la dictadura de Áñez en 2020.
En momentos en que ciertos gobiernos neoliberales intentaron arrancar los derechos y las conquistas sociales para la aplicación de sus políticas gubernamentales surgió la protesta social reivindicando esos derechos y esas conquistas. La Guerra del Agua o la Guerra del Gas son las muestras más claras de la importancia de la protesta social cuando reclama las verdaderas aspiraciones del pueblo.
Sin embargo, en los últimos años la protesta social, o lo que se pueda entender como tal, se ha banalizado de tal manera que ha perdido el valor moral que tenía ante la propia población que la consideraba desde siempre un baluarte de la lucha social. Hoy en día, cuatro buenos (o malos) deciden protestar porque no les gusta el profesor de la escuela de su localidad, salen a la carretera o a la avenida principal de la población e inician su bloqueo indefinido. Así, decenas de personas, sino centenares, desde ese instante empiezan a sufrir los perjuicios de la decisión de aquellos vecinos, transporte de carga y pasajeros paralizados, traslado de alimentos y otros productos a diversos lugares también paralizados, pérdidas económicas difíciles de cuantificar que afectan a los propios vecinos bloqueadores, quienes se encuentran sin saber qué hacer ni dónde ir, y, desde luego, al país en su conjunto. Esta “protesta social”, que imaginamos puede suceder cualquier día y sin previo aviso, se ha ido repitiendo de modo continuado en el territorio nacional, dejando ver claramente el trasfondo que se esconde en esas movilizaciones de protesta o demandas “sociales”.
Todo sirve. Los contrabandistas dicen que necesitan dólares (para seguir contrabandeando, seguramente evadiendo impuestos) y anuncian bloqueo de caminos y salen a las carreteras a hacerlo, es “su derecho”, según ellos. Este bloqueo ocasiona que el aprovisionamiento de carburantes y alimentos se dificulte, entonces salen los transportistas a protestar porque no hay combustible y proceden a bloquear las carreteras. Lo mismo sucede con las juntas vecinales, que ante la falta de provisión de alimentos en los mercados determinan salir en marcha de protesta y bloquear las principales calles de sus ciudades. Es decir, este círculo vicioso va creciendo y no da con una solución definitiva.
Un grupo de comunarios del norte del departamento de Santa Cruz reivindica el pedido de construcción de una carretera de 30 km al interior de sus comunidades, que dicen vienen pidiendo desde hace 40 años, pero ahora sí se acuerdan de que existen las medidas de presión, entre ellas el bloqueo de rutas. Antes sus dirigentes no habían hecho nada para que su demanda se hiciera realidad, ni habían exigido a sus autoridades y representantes en las instancias correspondientes para que hagan la gestión. Consideran que la solución más viable es cortar la circulación en una de las carreteras más estratégicas del país.
Todo se paraliza en la región y afecta a más de tres departamentos que poco o nada tienen que ver con el problema. El daño económico es incalculable en términos racionales, pues no solo se afecta a los directamente perjudicados, a quienes están varados en la ruta, sino a la economía regional, del departamento y del país, ocasionando además múltiples otros problemas de abastecimiento, de producción y de generación de trabajo y recursos, que a la vez son demandados por otros sectores, también mediante medidas de presión.
Simplemente como referencia, la ATT señala que cada día de bloqueo en el departamento de Santa Cruz, solamente para el transporte de pasajeros que opera desde la terminal de buses de la capital oriental provoca un daño de nueve millones de bolivianos. Cifra nada despreciable. Y ese solo es un rubro, pues los productores de pollo y huevos acusan pérdidas que bordean otros 10 millones de bolivianos por la imposibilidad de trasladar sus productos al Occidente.
Y estamos hablando solo de una medida de protesta. Puede incluso ser una demanda legitima, ¿pero será esa la forma de protestar? ¿El ocasionar perjuicios no precisamente a quienes son responsables de que no se dé lugar a su requerimiento, en este caso a la Asamblea Legislativa que debe aprobar un crédito, justifica el daño económico que se ocasiona de manera general al país y a la población y de manera particular a todos los que se ganan el pan del día en cada jornada y a quienes este tipo de medidas de protesta los deja en la total indefensión? Eso habrá que preguntarse.
Unas tres decenas de “gremiales” dan luz verde a una marcha en la principal carretera de Occidente, que une las ciudades de La Paz y Oruro, con un gran apoyo mediático. No cortan la ruta, solo ocasionan demoras, pero ya amenazan que si el Presidente no los recibe la siguiente semana convulsionarán la sede de gobierno.
A la par, un sector del transporte pesado, tradicionalmente vinculado a los sectores más conservadores y reaccionarios, sin olvidar que fueron parte de más de un golpe de Estado –incluyendo los más cruentos y represivos–, anuncia un bloqueo nacional de caminos desde la siguiente semana, rechazando incluso la convocatoria emanada desde el Ejecutivo para establecer mesas técnicas de diálogo.
¿Qué piden ambos sectores? Dólares, combustible y que baje el precio del tomate. ¿Realmente son lógicas y coherentes sus demandas? A primera vista parece que no. Hay una nada casual coincidencia política en tiempo y espacio entre estas y otras demandas muy parecidas. ¿Estarán conscientes del enorme perjuicio que ocasionarán con sus “medidas de protesta” a sus choferes asalariados, a quienes adquirieron un camión a crédito y tienen deudas que pagar y que se ven imposibilitados de trabajar; o a los mismos gremiales que no tendrán productos para vender, porque estos no llegarán a los centros de abasto; además del perjuicio ocasionado a los exportadores que se supone son los que traerán los dólares al país? Hay un contrasentido total.
Queda claro que su objetivo no pasa porque se atiendan sus demandas; si fueran atendidas con seguridad encontrarían otras nuevas, ingeniosas o no, que les permitan mantener vigente el conflicto. Si lo que pretenden es crear problemas al Gobierno, lo están logrando al generar incertidumbre en la población y desprestigio para el Gobierno, pero a un costo demasiado alto para las bolivianas y los bolivianos. Si su objetivo pasa por desestabilizar el país y derrocar al gobierno legalmente constituido, es posible que lo consigan solo para saciar sus apetitos personales e intereses de grupo. Pregunto entonces, ¿es para eso que sirve la protesta, ese derecho que se defiende a ultranza y que ha sido devaluado al extremo?
Es acá donde corresponde una profunda reflexión acerca del ejercicio de ciertos derechos, como es el derecho a la protesta, al cual nos hemos referido líneas arriba. ¿Tiene o debe tener el Estado, a través de las instancias correspondientes previstas por ley, la capacidad de poner límite cuando la situación lo amerite a este tipo de acciones que a nombre de ese derecho vulneran muchos otros derechos y garantías establecidas en nuestra Constitución –como el derecho a la libre circulación y libre tránsito en el territorio nacional, el derecho al trabajo, el derecho a la educación, a la salud y a una vida digna–?
No es admisible que al permitir el ejercicio ilimitado de algún tipo de derechos se afecte directamente a la mayoría de los bolivianos y estos queden desprotegidos y sin la posibilidad de hacer valer sus propios derechos.
Las normas existen, su aplicación es la que entra en cuestión. Debe el Estado proceder a garantizar el libre tránsito, el derecho al trabajo y los derechos y garantías constitucionales con las normas y procedimientos que le otorgan la propia Constitución y las leyes vigentes. ¿O vamos a permitir que sigamos viviendo secuestrados e incapaces de exigir el respeto a nuestros derechos por unos cuantos “dirigentes” que han hecho de su actividad una forma de vida en lo económico y en lo político, desarrollando acciones de amedrentamiento y extorsión a quienes incluso dentro de sus propios sectores se oponen a este tipo de protestas que, claramente, no son más que acciones de desestabilización, conspiración y asociación delictuosa que buscan producir un clima de caos e ingobernabilidad?
Ya no se trata solamente de proteger al Gobierno frente a esta arremetida desestabilizadora y golpista, sino de precautelar la democracia y los valores y principios que la sustentan. El ciudadano de a pie es el principal actor de este sistema de gobierno y merece que el Estado le garantice la plena vigencia de sus derechos en tanto no vulnere ni atente contra los derechos de los demás. Eso se denomina convivencia democrática. Si esto no existe, no tienen razón de ser los órganos e instituciones que fueron creados con esa finalidad y cuya misión es precisamente resguardar la convivencia democrática.
Cuando la ley es pareja nadie se queja y en este caso se debe actuar con mayor rigidez para evitar que el ejercicio de un derecho ocasione la vulneración de otros derechos de una mayoría de ciudadanos. Desbloquear, liberar las rutas, sancionar a quienes paralizan la salud o la educación o atentan contra las comunicaciones u otros servicios básicos, en el marco de las leyes vigentes, sin privilegios para absolutamente nadie. Pero además de las sanciones penales que pudieran corresponder, habrá que pensar en que alguien deberá hacerse cargo de los daños económicos causados a la gente y al país en su conjunto.
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