Por Diego Portal *-.
Las Fuerzas Armadas en Bolivia siempre han sido un factor de poder importante, más allá de las supuestas limitaciones constitucionales respecto a su participación en la vida política y la prohibición de deliberar por su sometimiento al mando jerárquico y su disciplina interna, fundamentalmente debido a que son las poseedoras de la violencia legítima y del uso de la fuerza, hechos sobre los cuales se han atribuido a sí mismas como función exclusiva en guardianas de la Constitución (entiéndase democracia) y de la soberanía nacional (un concepto más bien relacionado con el enemigo interno que se arrastra desde la segunda mitad del siglo pasado).
En este concepto amplio del rol de la milicia no solo en Bolivia, sino en la casi totalidad de los países latinoamericanos, es que se inscribe la triste y violenta historia de golpes y revueltas militares en contra de gobiernos civiles elegidos democráticamente. En numerosos casos obrando en cumplimiento de planes e instrucciones extranacionales y en otros atendiendo el capricho y los aires mesiánicos de unos cuantos jefes militares.
Nuestra historia está plagada de trágicos ejemplos de ambas maneras de tomar el poder, unas veces de forma más violenta que otras, pero casi siempre con el lamentable resultado del sacrificio de numerosas vidas de inocentes ciudadanos, del saqueo de los recursos naturales y de la supresión de derechos y libertades como el único modo de sostenerse en el poder.
Las Fuerzas Armadas y el Proceso de Cambio
La Constitución Política del Estado (CPE), vigente desde 2009, producto de la Asamblea Constituyente convocada por el Movimiento Al Socialismo (MAS) y que establece el Estado Plurinacional en lugar de la República que se había creado en 1825, uno de los aspectos que menos ha modificado con relación a anteriores textos constitucionales es precisamente el referido a las Fuerzas Armadas. Junto a la Ley de Organización de las Fuerzas Armadas (LOFA), mantiene privilegios y un estatus particular para esta institución cuyo aporte al país, en consideración al costo que significa para el erario público, ha sido cuestionado desde diversos sectores desde hace larga data.
Es posible atribuir esta situación, de casi sacralidad de la estructura militar, a un gran lobby en el gobierno de Evo Morales de parte de algunos de sus muy cercanos colaboradores (exmilitares ellos) y de una profunda y pública admiración de parte del propio exmandatario hacia la entidad uniformada. Sin temor a equivocación, se podrá afirmar que esta quedó como una de las asignaturas pendientes del Proceso de Cambio.
Precisamente el corte abrupto del gobierno de Morales, en noviembre de 2019, forma parte de esta omisión de intervención estatal y social en las Fuerzas Armadas a partir de la nueva Constitución. Pero no solo eso, sino que fue un período en que paulatinamente se fue empoderando aún más a la institución militar al asignarle funciones claves en la administración del Estado, al tiempo que se le fue desinstitucionalizando al someterla al criterio político en la designación de sus mandos. Sin embargo, este tema no es más que un efecto de no haber tocado su estructura en la nueva Carta Magna.
Hay cuando menos tres aspectos esenciales que hacen a la vida misma de los militares que no fueron atendidos por el Proceso de Cambio y sus consecuencias se pueden observar hoy, como se pudo hacer al momento de la caída de Morales.
Servicio Militar Obligatorio
El primero, y muy significativo, es que en un país que se declara pacifista (Art. 10 de la CPEP) se establezca contradictoriamente la obligatoriedad del Servicio Militar (Art. 249 de la CPEP), sea cual sea la razón o la justificación para mantener una obsoleta exigencia para el ciudadano de tener que servir en los cuarteles (más allá de las deplorables características de ese servicio). Se dice que son los propios jóvenes los que quieren servir a la patria; se ha llegado a afirmar que su paso por las unidades militares les da carta de ciudadanía y que, especialmente en las comunidades rurales, la libreta de Servicio Militar les da reconocimiento y quienes incumplen con este servicio son discriminados por sus pares.
Suponiendo como ciertas dichas situaciones, ¿no sería más racional promover un Servicio Militar con carácter estrictamente voluntario? Así quienes desee cursarlo, cualquiera sea su motivación, pueda hacerlo, pero sin obligar a la totalidad de los jóvenes a atender una exigencia ya descartada por muchos países con niveles de desarrollo más altos que los nuestros.
Al margen de que pese a su obligatoriedad muchos no lo hacen debido a que el mismo Estado ha abierto la posibilidad de “comprar” una libreta de Servicio Militar para habilitarse en actividades profesionales y laborales, entre otras, hay un costo elevado en el mantenimiento de los soldados que sí realizan el Servicio Obligatorio –en alimentación, vestimenta y otros rubros–. ¿No sería más sensato destinar esos recursos a actividades de mayor urgencia y utilidad para la sociedad en su conjunto? Pareciera que sí.
Concepto de casta
La milicia tradicionalmente ha reproducido en su interior un concepto de casta. La casta militar ser arrastra desde tiempos antiguos, pero en pleno siglo XXI resulta anacrónica. Este espíritu enraizado en la institución y que es transmitido como una tradición sagrada a las nuevas generaciones constituye un lastre y la muestra más evidente de que, en contrasentido con la Revolución Democrática y Cultural, las Fuerzas Armadas son un cuerpo conservador y colonial.
Entre varias formas y ritos internos, uno en los que mejor se puede apreciar el concepto de casta es en la división existente entre militares de primera y segunda clase. Pese a los intentos de inclusión, casi todos frustrados durante el gobierno de Morales, y pese a las demandas incluso en las calles de los que son considerados de segunda clase, dentro de la institución se ha mantenido hermética la estructura: por un lado, están los oficiales, formados en los colegios militares, que se gradúan con el grado de subteniente y pueden aspirar a ser generales, muchos vienen de familias de militares y van constituyendo núcleos de poder casi infranqueables, de generación en generación; por el otro, los peyorativamente llamados “clases”, es decir, sargentos y suboficiales, en sus distintos niveles, egresados de la antes llamada Escuela de Clases y hoy de Sargentos, provenientes de familias más humildes, muchos de ellos del área rural o de sectores urbano marginales, sin apellidos de tradición militar, que más allá de su formación y su capacidad nunca podrán soñar con ser oficiales, menos jefes o comandantes, y de por vida estarán sujetos al mando de un oficial, por más que este apenas esté egresando del Colegio Militar.
Esa división ha sido superada y borrada de las instituciones castrenses en gran parte de los países vecinos, incluso en aquella milicia que es ejemplo para muchos de nuestros jefes y oficiales: la norteamericana, donde los militares se forman desde sargentos y pueden llegar a ser mariscales (no solo generales) en base a su formación y sus méritos. En Bolivia aún vivimos tiempo de colonialismo al interior de la institución armada.
Lamentablemente, pese a las movilizaciones y demandas generadas por suboficiales y sargentos, en la década pasada el entorno castrense del expresidente Evo, formado en la Escuela de las Américas, logró imponer su criterio por conservar la estructura colonial, clasista y de casta en las Fuerzas Armadas.
Vida de privilegios
La milicia en Bolivia está y ha estado desde siempre rodeada de privilegios. El Proceso de Cambio no pudo o no quiso arrancar esos privilegios que colocan a los militares por encima del resto de la sociedad. El Estado (es decir el pueblo) cubre sus estudios desde que ingresan a los institutos militares, les dotan de vestido, vivienda y alimentos en su permanencia en las academias militares y una vez que salen de allí, incluso antes de iniciar su trabajo, ya tienen asignado un salario (algo que no sucede con ningún otro profesional formado en el sistema público de educación). Luego de recibir su primer destino, más allá de la utilidad del trabajo que puedan desarrollar, no solo perciben su salario, sino que también tienen vivienda sin costo, víveres, vestimenta y otras asignaciones que se prolongarán a lo largo de su vida profesional.
Al borde de su jubilación, cuya edad está muy por debajo de la del resto de los trabajadores, sino logran ascender a generales los militar tienen cuatro años más para recibir todos los beneficios de los militares activos, desde la comodidad de sus casas, es decir, sin hacer absolutamente nada y sin ninguna responsabilidad para con el Estado. Al jubilarse acceden a una renta del 100% de su último salario, a diferencia del resto de los trabajadores cuya renta de jubilación no llega siquiera al 30% de su último salario. La diferencia es muy clara, desde luego. Por eso los militares en retiro, en lugar de buscar como el resto de los jubilados formas de incrementar sus ingresos para llegar a fin de mes, pueden dedicarse a la política y a la conspiración junto a sus camaradas de armas que aún están activos.
Pero no es solo eso. También se ha mantenido un fuero especial para los militares, contraviniendo la Constitución que señala que no existen en la justicia fueros especiales. Cuentan con escuelas y colegios para sus hijos en instalaciones y con recursos del Estado; han creado universidades militares que no practican ningún beneficio social. En fin, son el sector que goza de mayores privilegios en el país.
El resto de los profesionales y trabajadores no solo deben buscarse trabajo y conservarlo para recibir un salario que les permita atender sus necesidades más vitales, para su familia, educación, alimentación y otros, aportando al desarrollo en áreas donde realmente se necesita y siendo de plena utilidad a la sociedad.
Entonces uno podrá preguntarse, ¿cuál es la verdadera función de los militares? ¿Cuál es su aporte real al país y a la sociedad?
La Historia muestra que, con la salvedad de algunos hechos aislados en conflictos con países vecinos, poco o nada se puede rescatar de la institución militar que no sean los golpes de Estado, los motines y las asonadas con las que atentaron contra la voluntad del pueblo, contra la democracia, contra los Derechos Humanos y contra la convivencia pacífica de todos y cada uno de los bolivianos.
Además habrá que tomar considerar la excesiva cantidad de efectivos militares profesionales en relación a la tropa, es decir, a los soldados que cumplen Servicio Militar, en una relación casi de un militar por cada dos soldados, lo cual se evidencia en la gran cantidad de uniformados burócratas no solo dentro de las Fuerzas Armadas, sino en el Ministerio de Defensa y de otras entidades públicas.
Así como sin temor nos referimos desde este mismo espacio a generar verdaderas revoluciones y cambios estructurales en el sistema judicial o en las universidades, hay que tomar consciencia de que la milicia no puede seguir siendo un mal necesario y que es preciso repensar su utilidad para el país y en un verdadero cambio estructural de esta institución, partiendo de los intereses de la patria y el pueblo que la sostiene. No pueden existir más intocables que no aportan absolutamente nada, o tal vez muy poco, al país, a la par que le absorben cuantiosas cantidades del presupuesto que podría dedicarse a otras áreas más relevantes y sensibles para todos y cada uno de los bolivianos.
Ni la Constitución ni las leyes están escritas en piedra. Pueden y deben ser adecuadas de acuerdo al avance de las sociedades y las necesidades del país y de su gente. Solo así se podrá evidenciar que realmente se está avanzando en un Proceso de Cambio, en beneficio de las mayorías y sin deidades estatales de cualquier naturaleza.
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