febrero 17, 2025

Recuerdos del servicio militar

Una mañana recibí la inesperada visita de Jaime Reynaldo Tinta, a quien inicialmente no recordaba haber conocido, hasta que mencionó que hicimos juntos el servicio militar obligatorio, en esa época (1972) de dos años de duración. Increíblemente han transcurrido cuarenta años de aquel acontecimiento castrense. Con él recordamos nuestra vida de cuartel, en el contexto de la dictadura militar del Gral. Hugo Bánzer (1971-1978), que empleaba la tropa para tomar centros mineros por asalto y reprimir protestas sindicales y campesinas, lo que provocó la repulsa de las clases medias que eludían los reclutamientos. La falta de reclutas por la álgida situación social que confrontaba el país, era evidente, por lo que excepcionalmente se implementó un servicio militar especial para bachilleres, por tres meses, hasta la Revista (examen militar sobre el terreno). La mayor parte de los bachilleres del Colegio Nacional Ayacucho (La Paz), donde concluí el bachillerato, acudieron al reclutamiento. Junto a mi mejor amigo, habíamos decidido eludir esa obligación, entre otras cosas por el uso arbitrario que hacía la dictadura militar de las tropas en nuestro pueblo natal, Llallagua, y acordamos acudir al centro de reclutamiento (cuartel Tarapacá, ciudad de El Alto) para mofarnos de los amigos (una actitud insensata). Llegué temprano y observé la inmensa fila que expresaba el éxito del plan piloto. Esperando al amigo empecé a burlarme de los compañeros, que eran empujados de a cincuenta al gran cuartel, por soldados de tropa, armados con dotación de guerra y con caras de pocos amigos. No sabía que me observaban. En uno de esos momentos salieron varios conscriptos y me incluyeron en la contabilización; ya dentro del cuartel todavía sonriente expliqué que no acudía al reclutamiento, pero un soldado se limitó a informar, a viva voz, a su superior “¡Cumplida su orden mi teniente!” El oficial sonreía con fruición.

De esa manera casual me introduje a la típica vida cuartelaria, a veces sórdida y otras, aventurera, en diciembre de 1972. Formamos una Compañía y fuimos destinados al Batallón Topater en Oruro. Con Jaime Tinta recordamos anécdotas sabrosas y también amargas de nuestro fugaz paso por el cuartel. Estrenamos nuestros trajes de combate (la ‘jerga’), nos habían dotado de carabinas M2, las primeras que usó el Ejército y como reclutas bachilleres éramos distintos a los conscriptos regulares (generalmente jóvenes oriundos del área rural de nuestro país), despertando asombro en los pobladores de Oruro. Orgullosa, la Compañía, el primer sábado enrumbó a los Arenales, para lo cual debíamos atravesar un riachuelo (en realidad un canal de desagüe). En lugar de usar el puente, el sargento ordenó, “de frente mar…” y no tuvimos más remedio que cruzar la corriente, llena de lodo e inmundicias pues era la principal cloaca de la ciudad, que nos llegaba casi a la cintura. Unos llegaron a la otra orilla sin novedad, pero muchos cayeron a las sucias aguas. Después nos dimos cuenta de la intencionalidad del ‘malvado’ sargento: cada día llevábamos nuestra merienda en los bolsillos laterales del pantalón de combate para paliar el hambre durante los ejercicios de orden abierto en el cerro del Pie de Gallo, lo que molestó a los soldados de tropa regular que carecían de la mínima atención de sus familiares. Era evidente que la mayoría éramos muy mimados por nuestras madres, sobre todo. Santo remedio pues nadie más cargó vituallas alimenticias, pero en el fondo fue un ‘baño de humildad’. En otra ocasión un teniente (resentido o frustrado) gozaba al vernos ‘sudar’ con las ‘chocolateadas’, frecuentes e infaltables en la vida cuartelaria, pero éste disfrutaba al vernos sacar la lengua a la espera que alguien colapse y caiga al suelo (como era frecuente) para propinarle una dosis de severos castigos corporales, entre ellas el famoso “trípode” (cabeza al piso y piernas abiertas como apoyo), o las infaltables ‘lagartijas’ o flexiones. Un compañero lo sacó de quicio, pues era incapaz de memorizar y gritar: “Con permiso mi teniente, se presenta el soldado ‘x’ de la tercera escuadra de la segunda compañía del Batallón; ¡ordene mi teniente!” Cada vez que este camarada veía al militar pedía que se lo tragara la tierra; temblaba sin articular palabra. El militar se ensañó con él, pero ni los golpes (los dolorosos ‘cortos’), ni los castigos lograron doblegarlo, lo que colmó su paciencia y nos castigó a todos (como es muy usual), ordenando que subiéramos al techo del inmenso galpón de los almacenes de la II División, para que junto al soldado ‘inútil’, gritáramos la arenga ‘hasta nueva orden’. Estuvimos allí por más de 30 minutos ante su mirada impasible. De súbito el techo se vino abajo, a un vacío de 20 metros de altura, tragándose a una veintena de soldados. Caí de espaldas y al llegar a tierra el golpe me quitó el aire; toqué mis extremidades y mi cabeza, estaba sano, felizmente. Felizmente (para mí), había descansado sobre otro compañero (infelizmente para él) que se quejaba con voz débil. Al disiparse el polvo ví otros cuerpos en caída libre; un camarada logró sujetarse de un tijeral y pedía auxilio, mas nadie lo escuchó y cayó. Llevamos al Hospital Público, que se declaró en emergencia, a varios soldados con contusiones, dislocaciones y fracturas abiertas. Para muchos esa tarde acabó el servicio militar; el teniente fue ‘castigado’ (en realidad se le asignó otro ‘destino’, donde seguramente continuó con su curioso ‘método’).

La segunda Compañía era la más requerida para escoltar los actos más importantes, entre ellos las paradas militares, aniversarios cívicos y el fastuoso Carnaval de Oruro. Del total de bachilleres, un grupo destacó por su altura notable (1.80-1.90), aspecto muy bien aprovechado en las salidas de ‘franco’, en las que se hacían pasar por oficiales (tenientes). Como eran simpáticos, de trato educado y amable, cautivaron a agraciadas muchachas de Oruro, que los atendían muy bien, hasta que se descubrió la impostura y fueron sancionados con ‘flagelamiento’ rutinario y arresto de una semana, que soportaron encantados pues “nadie les quitaba lo bailado” (Fue la reacción de un subteniente despechado que no aceptó la ‘competencia desleal’ que mermó su popularidad).

Había compañeros que no soportaban la vida del cuartel y gemían por las noches llamando a sus madres. De estos, dos no retornaron en horario luego de un ‘franco’, lo que provocó la ira del comandante de guardia que fustigó con castigos a toda la Compañía, ‘hasta que lleguen los faltones’, que se presentaron luego con retraso de dos horas para los que ordenó un ‘callejón oscuro’, temible castigo, pues recibieron golpes cargados de ira ¡toda la Compañía! Otros eran orgullos de ‘servir a la patria bajo bandera’, entre ellos un muchacho con dotes de prestidigitador que hipnotizó a varios en cautivantes veladas; pero era miope, causal de su exoneración del servicio, que se descubrió casualmente en las prácticas de ‘triangulación’ en el polígono de tiro, donde se descubren a francotiradores; se despidió, literalmente llorando, con ¡un acto final de magia! Existía un zagaz soldado, ‘Pinocho’, flojo y negligente, que se caracterizaba por eludir toda responsabilidad para pasar la mayor parte del tiempo durmiendo, incluso de pie; llegó al extremo de no cambiarse el uniforme en ¡los tres meses del cuartel!, por ello despedía un olor indescriptible, siempre; por ello ningún oficial se le acercaba al peculiar recluta, que sonreía por el éxito de su estratagema. A otro le decíamos “jawaryu”, porque el primer día gritó esa frase (“How are you?”), cuando un oficial preguntó si alguien hablaba inglés. El ‘Niño Viejo’, era un recluta que jamás aseaba su uniforme pues lo enviaba a La Paz de donde le devolvían planchado, el único en toda la tropa ya que el resto sencillamente acomodaba sus pantalones debajo del colchón. El Benjamín era “Waldito” Averanga, a quien todos protegían. El ‘Doctor Mortis’, taciturno y enigmático, de pocas palabras pero siempre sonriente; se vestía con parsimonia cada noche ¡para ir al retrete! Uno formaba parte de los tahúres o ‘timberos’, que no dormían pues los juegos de azar (cartas) se prolongaban hasta el amanecer. Al finado ‘Gordo’ Apaza, el más rico, sus padres enviaban encomiendas diarias y le gratificaban con dinero; ‘adoptó’ a cinco (“la Tropa Loca”) de la segunda Escuadra con los que compartía dinero y alimentos con generosidad. Teníamos un imbatible ‘peleador callejero’ que se adscribió a la cocina, donde nada le faltaba, y siempre lograba formar parte de los garzones en las amenas y dispendiosas fiestas organizadas por el Comandante. Los más pequeños (‘enanos’), incapaces de soportar largas caminatas y trotes diarios, sin desmayarse o vomitar, discriminados por su condición, fueron destinados los tres meses a la panadería y la cocina. Un soldado se ingenió para ingresar subrepticiamente al departamento del Comandante, donde tomaba sendas duchas con agua caliente, usando fraganciosos champús y lavandas. Obviamente lo descubrieron en un santiamén. En la Revista de orden abierto, un recluta rendía el uso de sogas para cruzar el lecho de un río seco, quedó suspendido cuando vio el fondo y no se movió más, hasta que las fuerzas le abandonaron y cayó al pequeño abismo. Fue evacuado y terminó esa misma noche su servicio. Era el mismo que logró evadir los controles de los ‘sargentos semana’ (soldados rasos coresponsables de la tropa por una semana) que no descubrieron su inmensa melena y sus pantalones de botapie ancho, como era la moda juvenil de esa época, durante ¡dos semanas! Al que se dormía, por el cansancio, le arrancábamos de golpe los bolsillos de su blusa y era obligado a coserlos con “siete colores de hilos”; o se le quitaba el quepí (gorra) y se le tiraba en la cara, sin su escarapela (tricolor boliviana), con el golpe despertaba y tenía que comprar el artefacto a precio de oro, pues era falta grave que un soldado trajinara sin ella.

En enero de 1973, se iniciaron las pruebas para el estatal Canal 7. Enviaron a Oruro un moderno bus equipado para transmitir la señal que llegaba de La Paz; decidieron que lo mejor era custodiarlo en la II División de Ejército. Cuando el flamante vehículo ingresó al patio central del cuartel, despertó nuestro asombro. Esa noche, los soldados, casi sonámbulos, repetimos el ritual de transitar el largo trecho desde nuestra ‘cuadra’ (dormitorio colectivo) hasta los baños, sometidos en el trayecto a la extorsión de los ‘antiguos’ (soldados regulares). Un recluta no aguantó (o quizá se dejó llevar por la -increíble– costumbre de usar las ruedas de los autos) y descargó sus orines en la flamante llanta del bus televisivo. Ante esa ‘hazaña’, fue felicitado por todos. Nadie más viajó hasta los baño, pero en una semana la llanta sencillamente se desintegró por efecto del ácido úrico evacuado por más de un centenar de soldados, varias veces por noche. Se pueden imaginar el castigo: chocolateada, flexiones, trípode y arresto en la única celda habilitada, a la que ingresamos todos y nos encontramos con el soldado más rebelde de toda la historia militar boliviana, pues de los dos años, se pasó en esa celda, al menos 9 meses. El ‘Jilakata’ nos cobró dos bolivianos a cada uno por esa noche. El bus desapareció al día siguiente, sin noticia.

Como éramos bachilleres, recibimos la orden de prepararnos para rendir examen de ingreso a la U, que había sido intervenida militarmente en agosto de 1971. Luego de dos meses, el Comandante reunió a la segunda Compañía y ordenó que dieran un paso al frente los que estaban listos para la prueba. ¡Únicamente cinco lo hicieron! Asombrado el general ordenó: “¡Dirigirse al coliseo, todos, mar…!”. Y, como suele suceder, uno de los que estudiaron a conciencia (el Cambita Rivero) reprobó y muchos que no lo hicimos, aprobamos. Cosas de la vida.

Me sorprende la memoria de Jaime Tinta, pues recuerda el grado y el nombre de casi todos los oficiales: Gral. de División Miguel Arze Zelaya, Comandante de la II División; Cap. Oscar Vargas Lorenzeti, Comandante del Batallón (fue luego Ministro de Defensa en el segundo gobierno de Bánzer, y en esa condición autorizó y financió el proyecto de creación del Archivo General de ese ministerio); Tenientes a cargo de las cuatro compañías: Ciro Sandoval ‘El Loco’ (nos sometió al castigo del techo); Nelo Montero (respetuoso y muy apreciado), Gilberto Toro Justiniano (cumplidor pero no severo); y otro que le disgustaba la formalidad (parecía insatisfecho con ese destino militar); el Suboficial Vicente Callejas, ya fallecido, responsable de todo lo que hacíamos y nos podía pasar; éramos sus ‘cangrejos’. Nos apreciaba en buena ley.

A cuatro décadas de aquella aventura de cuartel, aquellos reclutas son actualmente abogados, jueces, empresarios, comerciantes, cuenta propistas, arquitectos, un coronel de policía, servidores públicos, docentes universitarios, empleados bancarios, notarios de fe pública, artesanos, en fin. Jaime Tinta desea organizar una reunión de camaradería. Habló de ello con Ramiro Barba, Wilfredo Ortuño y Edgar Martínez, y le prometí que escribiría una crónica en la esperanza que la lean otros camaradas que hicieron el servicio militar en el Batallón Topáter, del Gran Cuartel de la II División de Ejército, en la ciudad de Oruro, y ayudar a concretar ese anhelo.

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