Por José Galindo *-.
Brasil es un país grande. Es el Estado con mayor extensión territorial de Sudamérica, con más de 8 millones de km2 de superficie, y es también el más poblado, con más de 207 millones de habitantes. Hasta hace poco, también podía ser considerado también como el más influyente política y económicamente, tanto a nivel regional como mundial, con un PIB nominal de 2,209 billones de dólares en 2010 y presencia en varias organizaciones internacionales y espacios multilaterales. Hoy, la realidad es otra. El gigante verde que era considerado como el más institucional de los populismos latinoamericanos de principios de éste siglo atravesó un golpe de Estado ejecutado desde los poderes legislativo y judicial en 2016, ha perdido liderazgo a nivel regional cuando hasta hace poco aspiraba a una silla en el Consejo de Seguridad de la ONU, tiene su economía estancada y está a punto de ser gobernado por un personaje que se declara nostálgico por las dictaduras militares del siglo pasado. ¡Cómo cambian las cosas!
La década dorada
Fuera de Bolsonaro, no obstante, hay mucho por lo cual preocuparse. No se puede tener las dimensiones de un país como Brasil y quedarse quieto sin que el resto del mundo lo note. De la misma forma que un estancamiento de la economía china podría tener consecuencias potencialmente negativas para el resto del mundo, la actual crisis brasilera podría ralentizar el ya tropezado andar de nuestro continente. Y cuando nos referimos a una crisis brasilera no estamos hablando de su institucionalidad democrática en riesgo. Es algo serio, no hay duda, pero la otra crisis es igual de serie: hablamos de su pasividad diplomática y geopolítica. Dos aspectos en los que hasta hace poco Brasil se mostraba tan diestro como sus campeones de futbol sobre la cancha, pero que ahora parecen ser espacios donde su gobierno se desenvuelve con suma timidez.
Veamos: Brasil siempre aspiró a ser una potencia con liderazgo regional y nunca estuvo tan cerca como en los últimos años. En los 70s, lideró la planificación del desarrollo de la Amazonía continental mediante la firma del Tratado de Cooperación Amazónica al frente de ocho países de nuestra región; a finales de los 90s, impulsó la creación del Mercado Común del Sur (MERCOSUR), tratando de emular la exitosa experiencia de integración económica de la Unión Europea; a inicios de éste siglo emprendió el mayor intento de integración territorial de nuestro continente a través de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA), que se desprendió de la experiencia generada por la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA) para desarrollar a nuestros países amazónicos; en la misma década, también logro neutralizar el proyecto estadounidense del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que hubiera terminado supeditando económicamente a toda la región ante la merced de las transnacionales del gigante del norte. Es decir, logró ponerle un alto a la siempre dispuesta intervención estadounidense en nuestra región.
Un paréntesis necesario: en esto último Brasil siempre fue una suerte de potencia o pivote continental de equilibrio. No se debe olvidar que la geopolítica es, en términos simples, el alcance de la supremacía política entre Estados mediante el control del territorio. A inicios de éste siglo, luego de los atentados contra las Torres Gemelas, EE.UU. desplegó varias estrategias de control territorial a lo largo y ancho del planeta, siendo una de ellas el Plan Colombia, que le daba control sobre el principal puente de ingreso al continente suramericano mediante el despliegue de fuerzas militares suyas en territorio panameño y colombiano. Para responder a éste avance que parecía incontenible, Brasil adelantó tres iniciativas: el Plan Estratégico de Defensa Nacional y el Amazonas, publicado en 2008 y, posteriormente, el Fondo Amazónico, estrategias para consolidar la presencia del Estado brasilero en el denso bosque húmedo amazónico a través del despliegue de su poderío militar y proyectos de desarrollo.
Se podría seguir ahondando acerca de los logros y aciertos geopolíticos del Brasil para establecerse como potencia geopolítica regional, sobre todo a partir del control efectivo del territorio amazónico. No obstante, no se puede dejar de lado su desarrollo como potencia geo-económica a partir de 2008 hasta 2015, que la llevó a perfilarse como la onceaba economía más importante del planeta, y una de las emergentes pertenecientes al acrónimo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), economías que, juntas, superaban el PIB de los EE.UU. y que se proyectaban como la fuerza motora del capitalismo mundial en el siglo XXI. La expansión de multinacionales brasileras como Odebrecht, y Camargo Correa, o empresas estatales como Petrobras, a lo largo de todo el continente, e incluso con inversiones en África, es un dato no menor de ésta historia y un correlato natural del incremento de su poder e influencia durante éste siglo.
Es decir, a poco más de la primera década de éste siglo, Brasil se mantuvo en constante crecimiento hasta convertirse en una de las economías más importantes del mundo, con liderazgo diplomático y control geopolítico del continente que ya superaban por mucho a su antiguo rival, Argentina, e incluso representaban un factor a tomar en cuenta para los EE.UU. Su aspiración a conseguir un asiento permanente en el Concejo de Seguridad de las Naciones Unidas es otra expresión de los avances de éste país para expandir su influencia ya no sólo en el continente, sino en el mundo.
Tampoco olvidemos su rol decisivo en organismos como UNASUR o durante procesos de negociación como el relativo al programa nuclear iraní (cuyos resultados conseguidos arduamente durante casi dos años fueron borrados de un plumazo por Trump a mediados de éste año). Si sumamos a éstos logros del Estado brasilero otros de carácter interno como el hecho de que el gobierno de Lula logró sacar de la pobreza a más de 28 millones de brasileros de la pobreza, mediante programas sociales como Bolsa Familia, o que se logró reducir la desnutrición en un 73% y la mortalidad infantil en un 45%, entonces se debería coincidir que la primera década y media de éste siglo fue una época de logros para Brasil.
Dos pasos atrás
Y sin embargo, a pesar de todo esto, no fue así. Los logros del gobierno de Lula en el plano interno, y la casi consolidación de Brasil como potencia regional que se llevaba desarrollando desde los años 70s, no fueron suficientes como para darle estabilidad política a un país donde la institucionalidad política informal nunca fue del todo transparente y donde la cultura política de la sociedad civil nunca fue plenamente democrática. Como lo sostiene Eduardo Mello, en la prestigiosa revista Foreign Affairs: “Por décadas, la generación de líderes que supervisó la transición desde la dictaduras dominó la política brasilera. Pero el establecimiento de la democracia no estuvo orientado a barrer con el paisaje institucional corrupto creado por las dictaduras. Más bien, fue un ejercicio de reconciliar la demanda popular por apertura política mientras se mantenía los beneficios de grupos enquistados que florecieron durante el mando dictatorial. A pesar de que la Constitución de 1988 otorgó el sufragio universal por primera vez en la historia de éste país, también les dio a los políticos una forma de engañar al sistema”.
El régimen político brasilero era el de una democracia endeble sostenida sobre un inestable equilibrio de fuerzas políticas que gravitaba, sobre todo, entre su legislativo y su ejecutivo por medio de mecanismos informales para lograr apoyo político, usualmente mediante la más abierta corrupción, en uno de los legislativos más fragmentados de Latinoamérica, con más de 16 fuerzas políticas. 513 diputados y 81 senadores, todos atrapados en un circuito de intercambio de favores donde el consenso y el apoyo parlamentario pasaba por adjudicaciones, venta de votos y venta de cargos. El gobierno de Lula no pudo o quiso romper con ésta institucionalidad informal, lo que traería severas consecuencias para el Estado brasilero como un todo. En 2016 la sucesora de Lula fue depuesta mediante un golpe de Estado ejecutado entre el Legislativo y el Judicial. Asumiría luego el poder Michel Temer, un diputado marginal del Movimiento Democrático Brasilero (MDB) cuya mera presencia demuestra el pragmatismo del Partido de los Trabajadores al momento de establecer alianzas.
¿Qué tiene que ver esto con la actual pasividad diplomática y geopolítica brasilera? El gobierno de Temer, a pesar de ser considerado uno de transición, implementó un desarme inmediato de la política económica armada durante el gobierno de Lula, donde destacan el congelamiento por dos décadas del gasto público, la eliminación de varios ministerio encargados de políticas sociales y la conformación de un gabinete de ministros compuestos por personajes comprobadamente corruptos y provenientes de las clases acomodadas de éste país.
Ésta suma de retrocesos se extendería, obviamente, al ámbito de las relaciones exteriores de Brasil, expresándose en una total pasividad diplomática. Brasil no participó en los Acuerdos de Paz en Colombia, ni tampoco en solucionar las crisis políticas y migratorias de Nicaragua y Venezuela entre 2017 y 2018. Ya si siquiera se habló acerca de la posibilidad de asumir un rol más protagónico para Brasil en espacios como el Concejo de Seguridad de la ONU.
Decíamos que Brasil siempre se pensó a sí mismo como un Estado destinado a ocupar un puesto de liderazgo a nivel mundial. Sus pensadores geopolíticos fundacionales, como Everardo Backheuser o Mario Travassos, siempre hicieron énfasis en la importancia de consolidar el control del Estado brasilero sobre su territorio amazónico y de fronteras. En tiempos actuales, la geopolítica va más allá de los factores clásicos de antes, aunque sin olvidarlos. Así, población y territorio son tan importante hoy en día como factores geo-económicos, que se expresan sobre todo en relaciones comerciales con otros países y la capacidad de atraer y realizar inversiones.
Desafortunadamente, Jair Bolsonaro, ahora presidente electo de Brasil, ha expresado abiertamente su intención de alejarse de grupos como de los BRICS y re-alinearse con potencias como los EE.UU. ¿Qué iniciativa para conseguir liderazgo mundial se puede esperar de un gobierno así? Aunque no sabemos con precisión cuál es la posición de Bolsonaro frente a potencias como China o Rusia, no es muy previsible que el nuevo mandatario busque contribuir en la construcción de un mundo multipolar, dada la nostalgia por los días de la Guerra Fría que lo caracteriza.
* Es politólogo.
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