
Por JIOVANNY E. SAMANAMUD ÁVILA *.-
“Cuando tomas una idea o un concepto y lo conviertes en una abstracción,
eso abre el camino a coger a los seres humanos y convertirlos también en abstracciones. Cuando los seres humanos se convierten en abstracciones ¿Qué es lo que queda?” Elie Wiesel
Cuando las circunstancias no esperadas, como las que experimentamos con el virus Covid-19, obligan a tomar medidas drásticas, estamos ante la posibilidad de reconocernos y saber quiénes somos. Esta “crisis”, que en chino significa también oportunidad (Wei Ji –crisis– wei, problema; ji, oportunidad), puede llevarnos a vislumbrar otros futuros, obviamente sabiendo que esto no será si no a costa de un sacrificio enorme. Puede sonar chocante, pero, aunque “los virus no hagan la revolución” (Byung-Chul Han), sí generan disponibilidades que pueden ser aprovechadas. Nada es automático, cualquier posibilidad nos costará muchísimo trabajo.
Vislumbrar una posible salida supone un enriquecimiento de nuestra conciencia y eso deviene de una lectura ética-política de la situación, es decir, de colocarse en el lugar del otro para leer nuestra experiencia singular y desde allí vislumbrar una salida. Sin embargo, no siempre podemos hacer esto y la tendencia a la simplificación de la situación actual empobrece nuestra conciencia a la vez que fomenta una actitud errática contraproducente.
Una de estas simplificaciones es lo que podemos denominar aquí: “la salida autoritaria”, que es una forma abstracta de enfrentar la propagación del Covid-19. Esta opción puede contener muchas aristas implicadas que es precisamente lo que reflexionaremos. Ya muchos han mencionado las características “positivas” de ciertos países con Estado fuerte para afrontar la crisis, aunque a contrapartida existen otros países que apelaron menos al poder vertical del Estado, como Japón. O de otra forma, se ha puesto en cuestión la organización de la salud en manos del Estado versus la que ha sido trasformada en mera mercancía, como sucede en Estados Unidos.
Si bien una medida, en todo sentido entendible, como la cuarentena por la pandemia del Covid-19, debe ser organizada de manera ordenada y disciplinada, sin embargo, de ello no se deduce que se deba sujetar todo a un orden verticalista, como apelando al miedo a la muerte como único móvil para organizar la cuarentena.
Con el tratamiento de la pandemia de Covid-19 en Bolivia, estamos contemplando no simplemente un reflejo de nuestro estado desventajoso frente al mundo capitalista de primera línea, sino también el reflejo de nuestras propias limitaciones. Estas limitaciones no son, como lo presenta el sentido común conservador, de tipo meramente “cultural” (cuyo debate simplista decanta en la contraposición ignorantes versus cultos). La forma de encarar la pandemia nos muestra claramente la miseria de los que transitoriamente detentan el poder, es decir, la miseria de su política.
Las posibilidades más ciertas de sobrevivir dependen de nuestra capacidad de organizarnos, y la situación ha develado, hasta el momento, que la institución más efectiva que puede aglutinar esta tarea es el Estado. Incluso esto fue puesto en evidencia, en gran parte del mundo, cuando a claras luces la eficacia y el control de la expansión del virus depende mucho de la capacidad organizativa de los Estados, en desmedro de los defensores del libre mercado.
Para organizar se necesita comprender lo concreto, no basta con obedecer directrices, es necesario coordinar de manera más o menos coherente un conjunto de medidas y resguardos de tipo excepcional para millones de personas, que unos días antes definían y dirigían su vida en coordenadas totalmente diferente, pues ahora, deben direccionar su accionar hacia un objetivo emergente: el acaecimiento de una pandemia.
Una de estas maneras simplificadoras de obrar consiste en hacer pasar una política estatal como la cuarentena por una necesidad abstracta de sobrevivencia, y en esto juegan mucho los lenguajes que evidencian estos devaneos, muchos de los cuales se reflejan en los discursos que dejan entrever un miedo a lo “desconocido” y, al parecer, la mejor forma que encontraron para enfrentarlo es la de simplificar la complejidad concreta de la realidad boliviana, de tal manera que la situación pueda dar la sensación de ser efectivamente mejor controlada mientras más la simplifiquen.
Los superlativos abundan en los discursos oficiales, “todo” es grave, se hacen “todos” los esfuerzo, se tomarán “todas” las medidas, se hará “todo” lo posible. Sin embargo, esto encumbre una falencia de estrategia clara, desnuda la falta de análisis y el conocimiento mínimo del terreno. Hay una sobrecarga histriónica y de alarmismo, que asemeja más una ofensiva agitadora que una expresión de una “racionalidad” que organiza y define una estrategia frente la pandemia. El discurso es hueco y vacío, no hay propuestas, simplemente alarma.
Otro componente de la simplificación es la comprensión “esencialista” de la ideología, como si esta estuviese adherida intrínsecamente a su portador. De ahí se deriva la ausencia mínima de racionalidad y de sentido común. Sostener un conato constante con el gobierno anterior, asumiendo “abstractamente” que hay un tinte ideológico en todo lo antecedido en los últimos 14 años, impide ver la gravedad de la pandemia como un asunto de vida o muerte, que va más allá del tema ideológico.
Incluso Lenin, al que se le atribuye la frase: “O los piojos vencen al socialismo o el socialismo vencerá a los piojos” (cuando le tocó enfrentar la epidemia de tifus en Rusia, producida por el piojo como vector), no pudo sostener por mucho tiempo su tesis, pese a los altos controles de los bolcheviques, y no tuvo más remedio que oficializar relaciones con Europa para evitar una mayor expansión del virus. Lo propio le sucedió a la Alemania nazi con el tifus, durante la Segunda Guerra Mundial, y esta incluso tuvo contactos con los aliados para probar nuevas vacunas contra el tifus.
“La tendencia a la simplificación de la situación actual empobrece nuestra conciencia a la vez que fomenta una actitud errática contraproducente”
El rechazo abyecto, adobado de una consigna nacionalista fofa, no puede ser la tónica para rechazar las opciones de ayuda que brinda la experiencia de China y de Cuba, más allá de las diferencias ideológicas obvias, incluso cuando los médicos locales evidencian por todos los medios posibles no estar preparados ante una situación de esta magnitud; es una muestra del talante de los actuales operadores políticos, su miseria en el dimensionamiento de lo que acontece.
A todo esto hay que agregar el desconocimiento del terreno concreto en varias dimensiones: por un lado, la falta de comprensión del aspecto económico cuando se omiten en los planes de la crisis sanitaria propuestos, las diferencias económicas elementales (como por ejemplo, los reclamos legítimos de aquellos que sobreviven del comercio y la venta del día a día), por otro lado, la comprensión abstracta del ejercicio del poder, cuando se piensa que, casi mágicamente, habrá una obediencia total a directrices centralizadas, o lo que es peor, no entender el tipo de institucionalidad estatal con la que se cuenta; primero, por ignorancia (no admitida) sobre lo que significa gestión pública, y segundo, por haber dedicado tiempo (cuatro meses) a repartir cargos públicos en todos los niveles.
La falta de una política comunicacional para enfrentar la crisis, más allá de un simple “lávese las manos” (lo cual no quiere decir que no sea importante), se traduce en un desconocimiento del factor cultural en todo este entuerto, pues no se trata solo de dar cifras y estadísticas de la evolución de la pandemia. Tal vez se espera demasiado con una salida meramente técnica, pese a que las evidencias sobre sus limitaciones de un razonamiento de esta naturaleza son abundantes en otros contextos.
Habrá que recordarles que el desarrollo científico y tecnológico no implica solo aspectos positivos en términos de “domino y control” sobre la naturaleza y la humanidad, sino que a su vez esto trae aparejado la posibilidad de lidiar con sus consecuencias, cuyo peso es más grande que él mismo. Por tanto, esto no puede resolverse solo con la “tecnología” y sus avances, las consecuencias se deben enfrentar desde el ámbito social y cultural.
Un ejemplo simple de esto es que conforme evolucionan y mutan los virus en el mundo, las dificultades para contenerlo no dependen única y exclusivamente del desarrollo tecnológico, sino de la capacidad de respuesta de los seres humanos dotados de destrezas sociales, para enfrentarlo.
No otra cosa puede significar las acciones caóticas, fragmentarias y contraproducentes en la población, que termina por generar agotamiento de insumos, como los barbijos, escases de alcohol en gel, aglomeraciones, especulación, el acaparamiento de algunos productos, incluso la desobediencia frente a reglas se seguridad, para enfrentar una pandemia como la del coronavirus.
En última instancia, las opciones de superar una crisis de este tipo no solo recaen sobre el desarrollo de una vacuna frente al virus, sino de una manera “organizada” de prevenir su expansión, esto muestra, por un lado, un viejo axioma: el progreso científico-técnico no va de la mano del progreso moral. Esto, sin embargo, debe ayudar a comprender que la posibilidad de frenar una escalda de este virus en sociedades como las nuestras, con carencias de larga data del sistema de salud (pese a los encomiables esfuerzos recientes), deban ser trabajados más integralmente (Estado, organizaciones sociales, ciudadanía, todo ello territorialmente).
Por eso es que, frente a esta abstracta forma de asumir la grave crisis sanitaria, la acción más sencilla y congruente que encontraron es la autoritaria. En realidad, la limitación es tan grande de la gente que dirige “providencialmente” el poder (para desgracia y vergüenza nuestra), que el autoritarismo se convirtió, inequívocamente, en el único camino correcto que tienen para salir del entuerto.
Aun cuando la respuesta más autoritaria (con la propuesta del Estado de sitio) pueda sonar para ellos “razonable”, lo que no se puede prever es hasta qué punto dicha respuesta es producto de la incapacidad de entender la grave situación que estamos atravesando, o del hecho de que no saben qué hacer. La situación ya los ha desbordado, y fingen tener el control, entonces es legítimo hablar de una “idiotez” gubernamental de carácter colonial.
La “idiotez”, tiene un cariz positivo, para algunos pensadores europeos. Deleuze, por ejemplo, asume la importancia de que un filósofo debe ser un idiota, en tanto irrumpe un discurso unívoco y es disonante frente a la voz oficial. También Byung-Chul Han, un filósofo surcoreano formado en Alemania (muy de moda últimamente), toma esta palabra y la extrapola hasta contraponerla al orden de dominación imperante. Frente al orden dominante actual, que define el control desde uno mismo (uno se autoexplota y por lo tanto el poder de control es más radical), solo un idiota puede trascender ese tipo de poder, es decir, que salir de un orden dominante hegemónico solo será posible con una actitud idiota. Para salir del panóptico necesitamos ser idiotas, dirían desde Europa; en otras palabras, la idiotez es positiva desde ese punto de vista.
Pero, si esto puede funcionar desde un diagnóstico europeo-occidental, no sucede lo mismo si miramos desde aquí. Los que controlan y definen las directrices de los centros hegemónicos o se alinean a ellos, no están solo inmerso en el orden dominante, “creen” estarlo, y en eso radica un punto de su “idiotez” (en sentido negativo); ya ni hablemos de que la dominación es asumida por ellos como cuasi natural, de esto hay una enorme literatura al respecto.
“Vislumbrar un camino que parta de lo territorial y sea participativo para organizar la crisis es urgente, no hay necesidad de inventar instituciones nuevas”
Para un europeo que vive con un control y dominio estricto (paradójicamente pese a la propaganda liberal), su única salida es negar idiotamente ese poder. Así entra en contacto con lo “totalmente otro”, vale decir, una sociedad diferente de la sociedad capitalista y moderna. Como las sociedades son de control total, solo un desconectado, un idiota, puede evadirlo, se convierte en un hereje de la dominación; el acceso a lo completamente otro se da vía idiotez.
Pero, la “idiotez colonial” (idiotez negativa) del sujeto, que está ya dentro del poder dominante como subalterno, no es del mismo tipo. Este no puede acceder a “lo otro de la realidad dominante y colonial” (que en este caso sería la realidad en donde se deben concretar determinado tipo de políticas), negando el poder dominante solamente. Entrar en contacto con lo otro de la realidad colonizada exige desprendimiento y compromiso, por tanto, uno no pude darse el lujo de ser un idiota si quiere enfrentar coherente y pertinentemente una pandemia como la actual. Por eso, la “idiotez colonial” consiste en inmunizarse frente a su propia realidad, entonces por una suerte de dialéctica del colonialismo interno perverso, nuestros idiotas son inmunes a nuestra realidad, lo que los hace banales y abstractos a la vez.
Se niega la realidad cuando el ejercicio del poder se convierte en una correa de transmisión y fomento de nuevas manifestaciones del racismo, que son reproducidas por diferentes actores frente a la cuarentena y las políticas diseñadas desde el poder. Términos como: “ignorantes”, “salvajes”, “pagados”, “no entienden razones”, “lo peor de nuestra sociedad”, “paisito de mierda”, entre otros, en realidad son formas eufemísticas de racismo, es decir, disimuladas.
Estos lenguajes delatan actitudes abstractas en tanto que encubren un esencialismo racializado, que naturaliza las diferencias sociales, ahondando un racismo de la inteligencia (ignorantes versus educados); y naturalizan también actitudes y comportamientos de los que se niegan a obedecer “histéricas” instrucciones (salvajes versus civilizados), deshumanizando al otro y reforzando aún más un racismo colonial secante.
La posibilidad de comprender y actuar frente una realidad colonialmente estructurada implica una reactivación de la condición humana, un compromiso con “el otro”, que es mi realidad negada. A diferencia de un europeo, que para salir del poder total tiene que negar su realidad: ser idiota, para salir del orden dominante colonizado, lo primero es el compromiso con mi realidad.
La tentación autoritaria de actuar en nombre del bien de todos es, como ya lo dijeron muchos, la tónica en estos momentos. Habrá que recordarles que los gobernantes ahora tiene la obligación de poner “al otro en primer lugar”, y esto significa entenderlo desde su singularidad, aquí la salida no puede ser una postura autoritaria, la necesidad es concreta y parte de ver los diferentes nichos socioeconómicos y culturales, desde los cuales se puede organizar una contención del virus, asumiendo que cada sector tiene una problemática concreta.
La salida organizada, obliga a los gobernantes a actuar sobre lo concreto, informando, previniendo y garantizando los mínimos pertrechos a la gente que se encuentra en desventaja económica frente a la cuarentena. La información, la capacitación y la solidaridad corresponsable tienen que tomar en cuenta los factores económicos y culturales, la barbarie de la simplificación solo lleva al autoritarismo. Después de todo, la humanidad conoce que el castigo se presenta como la opción más fácil para imponer posturas, pero nunca queda como aprendizaje, queda como trauma. Las desigualdades de clase se ahondarán más con una salida autoritaria.
No estamos frente a una situación sencilla, tenemos que enfrentar casi desnudos a individuos que tienen una visión abstracta, y por abstracta hay que entender desconocida alejada, no producto de una elucubración teórica de escritorio, sino productor literal de un vacío de conocimiento y de compromiso con el país (y esto es perfectamente congruente con el devenir histórico ¡ellos jamás fueron elegidos para representarnos!), por ello su abstracción tiene contenido colonial. Lo abstracto es lo vacío de su política que solo atina al autoritarismo, una formalidad que delata, de cuerpo entero, su impertinencia histórica en el poder. La salida autoritaria es una modalidad de banalidad del mal que, como dijo ya Hannah Arendt, no es producto del genio maligno, sino de la más abyecta simplicidad ordinaria.
La idiotez colonial no es por negación del poder (idiotez positiva para el europeo), sino por negación de la realidad concreta (“idiotez colonial”) en nombre de una banal formalidad abstracta. Los privilegios de clase y culturales crean idiotas, sus planes abstractos que producen no son teóricos, son formales, vale decir superficiales. Así como cuando los españoles, en el proceso de conquista y expansión, tenían que fundar ciudades, aunque nadie las habitara, solo por el hecho de “cumplir” con los acuerdos con los reyes de España, esa idiotez formal vacía de conocimiento concreto, se aplica nuevamente ahora a la pandemia del Cobvid-19. Se quiere imponer un orden autoritario abstractamente, sin considerar la realidad concreta, no otra cosa significa borra de un cuajo la complejidad de la realidad boliviana, negando a los sujetos concretos, por una concepción de salud y defensa de la vida abstracta.
Vislumbrar un camino que parta de lo territorial y sea participativo para organizar la crisis es urgente, no hay necesidad de inventar instituciones nuevas, basta con potenciar las que se tiene, aquellas que siempre sufrieron un Estado aparente como el nuestro.
* Sociólogo
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