Por trigésimo cuarto año consecutivo, este diciembre, La Habana acoge el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Dentro del panorama de festivales, que suman varios miles alrededor del mundo, podría parecer uno más. Y quizás así sea, salvo porque éste es el más nuestro de todos los existentes. En el mismo solar latinoamericano, los hay más viejos (Cartagena, Mar del Plata), más en boga (Guadalajara, Río de Janeiro), más especializados (sólo de documentales, de animaciones, de cortometrajes, con temática concreta, etc.), pero ninguno tan nuestro como éste de La Habana. ¿Por qué?
Así como en la gesta de la independencia se habla de nuestros padres fundadores (Bolívar, San Martín, Hidalgo, etc.), en el cine latinoamericano también los podemos identificar como tales, porque fueron una generación que se propuso y logró independizar la mirada de y sobre América Latina. A mediados del siglo XX, el cine ya era una industria pujante en varios países (Argentina, Brasil, México), disfrutando todavía del repliegue temporal de nuestras pantallas del cine estadounidense, producto de la Segunda Guerra. La primavera duró poco. Pronto las coparon de nuevo para siempre jamás. Pero ese cine (argentino, brasileño, mexicano), era un cine de productor: más industria que arte, más negocio que propuesta estética, más portador de statu quo que de renovación. Esta nueva generación, con el alma afiebrada de entusiasmo, con el corazón inquieto de revoluciones, iba a cambiar por completo el panorama del ojo y de la oreja. América Latina reclamaba un cine que hablara de América Latina. Que la revelara, que la retratara, que diera cuenta de sus incombustibles esperanzas, que la acompañara en su lucha por ser, sin permiso de nadie. Nacía entonces un nuevo cine; ya no solo argentino o brasileño o mexicano, sino, de allí en más, latinoamericano. Nacía como cine de autor, de propuesta ética y estética. Nacía proscrito, porque no podía comulgar con la violencia dictatorial y su manutención imperial, porque no nació para ponerse del lado de quienes escriben la historia, sino al servicio de quienes la padecen. Y como todo conjurado, nacía para vivir a salto de mata.
Estos nuevos creadores, se fueron conociendo allende el mar (Sestri Levante, Italia), se reconocieron en Viña del Mar (1967), se agrandaron en Mérida (1968), se constituyeron en Caracas (1974). El innumerable exilio los dispersó, pero no los desunió. Las dictaduras los persiguieron, los apresaron, los asesinaron, los desaparecieron, pero no pudieron cegar la mirada que habían echado a rodar con la adarga y la cámara al brazo. Cuando en 1978, el Comité de Cineastas de América Latina instituyó la realización anual del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano en La Habana, el movimiento había alcanzado una dimensión y una solidez inéditas en las artes del continente. Ya eran cientos de películas de todo género y formato, ya eran creadores de todos los países, ya eran más de una generación en marcha. Como dice Fernando Birri, probablemente no exista otro movimiento en toda la historia universal del cine de mayor duración temporal, de mayor envergadura geográfica, con mayor diversidad temática, con más creadores.
En unos meses, la mirada aún enajenada de millones de espectadores, esperará atenta los fuegos de artificio de la industria gringa y sus Oscar. Este diciembre, en cambio, celebremos, aquí en el sur y desde La Habana, la inmarcesible juventud de nuestro cine.
Deja un comentario