Por José Galindo *-.
Al parecer Brasil es un país sin medias tintas, donde al progresismo de Lula le sigue inmediatamente el conservadurismo más recalcítrate. Las reglas de juego esta vez están en contra del Partido de los Trabajadores, que al parecer no podrá postular a su máximo dirigente, salvo que el mar social que respalda al líder obrero abra las puertas de los hasta ahora inquebrantables muros institucionales.
No es ninguna exageración afirmar que Lula tiene en contra suya a todo un Estado. Toda la maquinaria institucional de sus poderes y sus principales autoridades han cerrado filas en orden de impedir su candidatura en las elecciones de éste año. Éste viernes, un magistrado del Tribunal Superior Electoral de ese país le negó la posibilidad de participar en un debate que sería transmitido por televisión, aduciendo una supuesta falta de competencia frente a la Justicia Federal que, como institución en su conjunto, ha sellado el futuro del expresidente a través de un cuestionable proceso de investigación judicial a principios de este año.
El gobierno de Temer y casi la totalidad de la clase política de ese país no quieren que Lula participe en ninguna elección. El expresidente cuenta con una intención de voto del 30% de los encuestados, seguido por el ultraderechista Jair Bolsonaro con un 17%. Lula dejó el gobierno con más de un 90% de aprobación y fue el presidente que gozó de más popularidad en aquel país durante los últimos 30 años. Su participación en las elecciones de éste año, si el sistema judicial y el Estado brasilero en su conjunto funcionaran como deberían, concluiría con una victoria ya anunciada. Lula sacó, después de todo, a más de 20 millones de personas de la pobreza durante sus dos periodos de gobierno, y posicionó a Brasil como una potencia regional a la par con otras como China y Rusia.
El actual presidente, al contrario, cuenta con sólo un 7% de aprobación para su gobierno, ha congelado el gasto público por los siguientes 20 años y ha reducido al Brasil a ser un simple país periférico sin iniciativa ni voluntad de proyección global, luego de que los tres gobiernos del Partido de los Trabajadores posicionaran a éste país como una potencia regional con proyecciones a ocupar espacios de influencia en el resto del mundo.
Fuera de la cárcel, Lula cuenta con el apoyo de miles de activistas sociales y militantes del Partido de los Trabajadores (PT) que se suman a otros millones de simpatizantes que desean que participe en las elecciones de éste año. Pero todo ese mar social parece impotente frente al muro institucional de éste Estado. El sistema político brasilero como tal parece estar blindado frente a personalidades como Lula, o al menos vacunado luego de casi 15 años de gobiernos progresistas.
El Congreso de Brasil está altamente fragmentado, tanto en número de escaños como en número de partidos. Son 513 diputados y 81 senadores los que tienen el deber de representar al pueblo en su poder legislativo. Algo que de todos modos parece razonable cuando se considera que Brasil es el país más grande de toda Latinoamérica, tanto en términos de territorio, población, economía, etc. Pero aún para aquellos estándares, la cantidad de partidos que conviven en su Congreso es demasiado alta como para viabilizar consensos y establecer metas comunes a la nación: oscila entre los 30 y 35 partidos tradicionalmente, que pueden dividirse entre partidos principales que imponen una línea, partidos de importancia media imprescindibles para alcanzar consensos; y partidos pequeños que suelen funcionar como vagón de cola para reforzar a las primeras categorías a cambio de prebendas y otro tipo de acuerdos transaccionales. Actualmente son 11 las fuerzas partidarias con mayor influencia en ese país.
Su cultura política, por otra parte, es profundamente conservadora. De los 513 diputados mencionados, 87 pertenecen a partidos evangélicos con una activa agenda antiaborto y en contra de la visivilización de minorías como la población LGTB. Una tendencia que no hace más que crecer durante los últimos años y ante la cual la propia Dilma Rousseff tuvo que ceder, al negociar acuerdos con algunos partidos religiosos que pusieron candado a temas como los mencionados y que cuestionen valores tradicionales relacionados a la familia o la sexualidad. Añadamos a esto que Bolsonaro -un personaje homófono, machista y racista- es el segundo candidato predilecto en éstas elecciones. Lo que quiere decir que al progresismo de Lula, le sigue inmediatamente el rostro más retrógrado de Brasil. A las multitudes lulistas se opusieron otras tan numerosas compuestas por personas que vieron con malos ojos el proceso de mejoramiento social de amplias mayorías empobrecidas durante las últimas décadas.
Finalmente, el régimen político como tal y las reglas de competencia política favorecen desproporcionadamente a empresarios y millonarios cuyas inclinaciones políticas no son precisamente populares. A pesar de que ya no se permite el financiamiento de partidos por parte de empresas ni personas jurídicas, aún se puede financiar organizaciones políticas individualmente, lo que permite que empresarios (no empresas) puedan influir mucho más que comunidades enteras sobre la suerte de un candidato, amén de presentarse ellos mismos con tales recursos para competir electoralmente. De hecho, una persona puede afiliarse a un partido a sólo seis meses de que se den elecciones, lo que permite de alguna manera que agendas individuales o al menos no programáticas se impongan a partidos con visiones de país determinadas.
Todo esto da una idea de lo que es el sistema político en Brasil. Considerándolo en su totalidad, resulta sorprendente el sólo hecho de que Lula haya llegado a ser presidente en primer lugar, de más está decir que haya logrado quedarse dos periodos y mantener a su partido en el poder por uno más. La transferencia de capital político ha demostrado no ser una dinámica tan simple como a muchos políticos les gustaría pensar. No sólo por personajes anecdóticos como Lenin Moreno. En el caso de Dilma, la transferencia, aunque exitosa en principio, terminó demostrando que el apoyo popular no es a la sigla sino al liderazgo.
* Politólogo.
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