marzo 28, 2024

Sobre la corrupción y sus culpables: acerca de la Cultura de la corrupción (Parte I)


Por Juan Carlos Pinto Quintanilla-.


En un trabajo de dos partes, el sociólogo boliviano Juan Carlos Pinto desarrolla un amplio análisis de los orígenes y evolución de la cultura de la corrupción en términos generales, y de su forma concreta en el momento de dominio imperial. El delito y la corrupción se convierten en un medio no un fin. Los medios no son buenos ni malos, son efectivos o no.


Dignidad como valor

Hubo un tiempo en el que la dignidad era un principio fundamental para sostener el orgullo social de seguir siendo, para que la imagen personal y familiar pudiera perdurar en el recuerdo y quizás la admiración de los allegados, amigos, familiares, vecinos o colegas de gremio; por haber sostenido con “dignidad” —es decir con estoicismo, honradez y sacrificio— la condición laboral y/o de penurias existenciales con las que les tocó vivir, sin apelar a medios “inmorales”.

Quizás recordar en Europa, a los viejos artesanos medievales, que orgullosos de su privilegiado trabajo para los nobles, producían prendas exclusivas y se preciaban de su dignidad laboral de obtener lo que tenían con su esfuerzo. Algunos de ellos fruto de su emprendimiento, mutaron rápidamente al naciente sistema capitalista, organizando la producción y proclamando la honradez como valor del trabajo, esta vez para no sufrir pérdidas por parte de los recientes proletarios. El valor del trabajo y el esfuerzo que antes se tornaba en símbolos de dignidad, empiezan a cambiar convirtiéndose en razones de sobrevivencia proletaria, ante patrones que exaltan su propio esfuerzo y penurias para “proporcionar trabajo” a los miles de siervos que se incorporan al naciente sistema capitalista en calidad de “vendedores de su fuerza de trabajo”. Aquí la dignidad empieza a devaluarse frente a la sobrevivencia necesaria, y el sistema lo convierte en un principio para cuidar los “bienes de la empresa”.

Todavía más, el capitalismo convierte al trabajo en una necesidad de sobrevivencia, frente a la dignidad de trabajar de antaño, y persigue la ociosidad, la penaliza creando leyes que penaliza a los que no trabajan, y crean un sistema penitenciario moderno, para disciplinar a los indisciplinados y rebeldes al trabajo proletario.

En nuestra América Latina, la colonia se impuso a sangre y fuego, pero también de engaños y traiciones, que expresaban que la conquista justificaba su fin civilizador con cualquier medio utilizable, pues “la evangelización y la civilización de los indios” lo ameritaban. La corrupción fue utilizada en función de los fines históricos propuestos, los ingleses cambiaron por espejos extensas cantidades de territorio a los pobladores indígenas de Norteamérica, engañaron a los Incas para enriquecerse con el oro incaico o envilecieron y compraron conciencias como ocurrió con la Malinche en México; y así se podrían sumar miles de ejemplos históricos más.

La dignidad de los pueblos se convirtió en su resistencia. Mientras los colonizadores los explotaban y los exterminaban, también buscaban doblegarlos corrompiéndolos, así, el engaño y el ofrecimiento de privilegios a algunos buscaba dividir, mientras el alcohol que ancestralmente era de uso ceremonial fue utilizado por la conquista para doblegar voluntades y comprar conciencias.

Ya entrada la República, mientras dichas prácticas coloniales de dominación continuaban, también se normativiza el trabajo como valor fundamental y el disciplinamiento de la fuerza de trabajo como una necesidad productiva del sistema. De esta manera, como nos narra Rodríguez Ostria, en las minas se implantan los calendarios laborales y los castigos disciplinarios. En Cochabamba, por otra parte como nos comenta Yuri F. Torres, las chicherías que cercaban el centro de la ciudad empiezan a ser desplazadas a la periferia, mientras se implantan leyes contra la vagancia y la ociosidad, que rápidamente eran relacionados con la delincuencia, y penados con cárcel. Ocurría con la misma lógica del sistema capitalista en Europa, solo que un siglo después y en otras condiciones ya que las cárceles en el viejo mundo funcionaban como centro de disciplinamiento de la mano de obra proletaria, mientras en el mundo dependiente latinoamericano se convirtieron en centros de deshecho humano y de exclusión que estuvo permeado por el racismo que veían a la rebeldía indígena como factor de delincuencia que debía ser perseguido y penado.

El trabajo como valor fundamental

Fue Adam Smithy en definitiva Marx los que exponiendo las entrañas del Capital, pusieron de manifiesto que es el trabajo humano la única productora de riqueza, pero además que el capitalismo es el que se encargó históricamente de organizar las fuerzas productivas, a través de su concentración y disciplinamiento, para el objetivo fundamental de revolucionar el sistema productivo en base a la extracción de la plusvalía del esfuerzo de los trabajadores.

En esa perspectiva es que el sistema capitalista, reordena no sólo el sistema productivo, sino la cultura y la moral social que permita a la sociedad asumir que el trabajo es el eje de la vida y la reproducción. El ascenso social de los más pobres, así como posibilidades futuras para su prole sólo podrán ser posibles con más trabajo, y aunque sea una ilusión nunca cumplida, es un objetivo construido para dar sentido de futuro al esfuerzo proletario. De esta manera, el trabajo se convierte bajo el impulso capitalista en el leitmotiv de la vida, y no es que no lo fuera antes, pero bajo el influjo capitalista no sólo que no podemos sobrevivir, sino que se constituye en el sentido de la vida, también como herencia de valores a la siguiente generación.

En Europa y el primer mundo los grandes maestros artesanos, se convirtieron en los anónimos trabajadores en serie, y el trabajo como realización humana, se convirtió en razón de sobrevivencia. En nuestro mundo dependiente y capitalista que no dio lugar a la explosión industrial sino en enclaves determinados, la migración de indígenas y campesinos hacia las ciudades, que bien o escapaban de la explotación de los patrones, o del exterminio de los gobiernos para dar cabida a los miles de migrantes europeos que llegaban a ocupar sus territorios; sólo dio lugar a determinados espacios de formalidad laboral, pero a otros miles de informalidad para la sobrevivencia.

Y las clases dominantes y oligárquicas constituyeron repúblicas con la independencia, bajo la sombra fundamental de sus intereses económicos que marcaron fronteras, y donde el trabajo siguió la moral capitalista de ser el eje fundamental de la sobrevivencia, y donde no existía trabajo formalizado de empresa, campeaba la informalidad o bien la abierta explotación semiesclava de la fuerza de trabajo, como en el caso de Bolivia con el pongueaje y el mitanaje. Todo ello permeado por la doble moral de la república que mientras proclamaba la ciudadanía para todos, dejaba excluidos a los pueblos indígenas. Que mientras proclamaban la república constitucional, su mayor recurso era precisamente el de las asonadas militares, y el robo de los recursos estatales, junto a algunos “celebres presidentes”, como en el caso de Bolivia, que rifaron, vendieron o negociaron el territorio nacional con los países vecinos.

La cultura de la corrupción

Entonces, ¿cómo definimos la corrupción en el contexto histórico estructural al que nos referimos anteriormente? Si establecemos que está relacionada con la violación de lo establecido para la obtención de beneficios individuales o de grupo, tendremos que afirmar que la historia toda está llena de actos de corrupción a lo establecido, y que cada sistema que determina normas morales para organizar la sociedad, termina siendo interpelado, corroído por los actos de corrupción individual de quienes conspiran o se apropian ilegalmente de recursos o bien de pueblos que dejan de creer en las ideologías establecidas para la convivencia en dichos regímenes y buscan formas propias de sobrevivencia al margen de lo establecido.

Entonces en ese marco, el delito y la corrupción se convierten en un medio no un fin. Los medios no son buenos ni malos, son efectivos o no. El juicio de valor opera sobre los fines, ¿existe otros medios disponibles para lograr los mismos fines con igual efectividad? O más bien ¿el beneficio conseguido es colectivo o tan sólo es de egoísmo individual o de grupo, dañando o afectando los intereses del conjunto de la comunidad? En ese camino, nos preguntamos con Bertolt Brecht ese revolucionario poeta alemán: “¿qué es robar en comparación con crear un banco?” haciendo ironía de la moral burguesa que penaliza el robo de la propiedad privada, mientras las instituciones capitalistas, bancos y empresas, cotidianamente se apropian del trabajo de los pobres, legalmente a través de contratos, o bien de empréstitos que les permiten a los bancos lucrar con dinero de los ahorristas.

Por eso, hipócritamente, se penaliza el robo que afecta a la propiedad privada, que es un tema moral de la comunidad y que el Estado debe intervenir para mostrar sentido de representación de autoridad; pero lo hace en mayor dimensión cuando es la propiedad capitalista la afectada, porque representa al sistema en su conjunto. La acumulación originaria del capital, representa el despojo de campesinos, comunidades indígenas y originarias, en definitiva el “robo” a nombre de la modernidad y el desarrollo; en este lado del mundo a nombre de la república contra el atraso y el “barbarismo indio”, es decir eso no es definido como ROBO sino como avance civilizatorio; como en tiempos neoliberales el proceso de capitalización de las empresas estatales, que significó el remate de bienes estatales a los precios más bajos, significó “traer inversión” en lugar de ser llamados “procesos estatales de corrupción”.

Los valores de mercado

El pensamiento y los valores de mercado dominan todos los aspectos de la vida pública y privada, ambas dominadas por un hiperindividualismo radical y perverso que naturaliza la ceguera moral, consolida la tolerancia a la corrupción como problema si se obtienen beneficios. La corrupción es un problema si nos afecta en lo personal, pero si podemos desarrollarnos sin amenazas, la corrupción no es un problema.

Sin embargo, el discurso oficial basado en el deber ser, exalta la honradez individual y social, y lo penaliza o sanciona socialmente; en ese camino el discurso anticorrupción se convierte en un dispositivo ideológico que permite defender la democracia neoliberal, es decir el conjunto de valores exaltados por una sociedad para la convivencia en términos armónicos de mercado y que define una forma consensuada de poder y gobierno. Ahora bien, el sistema que persigue a la corrupción como un mal que pervierte a la propia democracia, construye su antípoda en el de transparencia, y no en el de honestidad. Para el discurso moralista la transparencia es el medio para recuperar la confianza pública en los dirigentes y las instituciones, sin embargo, es diferente a la confianza que se activa frente a lo desconocido, es una virtud, no una certeza.

Con la transparencia se degrada la virtud, niega el campo de la ética de la capacidad de decidir. En un supermercado tenemos todo al alcance de la mano, es personal la decisión, sin embargo hay una cámara que nos avisa “sonría lo estamos filmando”. Pasamos al campo de la coerción, del miedo, por sobre la confianza. Vivimos en la sociedad del miedo y la vigilancia a nombre de la seguridad, del control por nuestro bien, en definitiva nos vigila para que podamos cumplir con la transparencia que la sociedad requiere para dar seguridad, la que el estado y el poder hegemónico requiere. Existe una abundante transparencia en una sociedad hipermediatizada para juzgar y utilizar, todo se transparenta a nombre de la honestidad social, pero lo que realmente se vigila y sanciona es el pensamiento y la acción que interpela al sistema. A nombre de la transparencia se desaparecen las fronteras entre lo público y lo privado, y nadie escapa al control mediático donde existimos socialmente.

Finalmente, es el sistema el que de acuerdo a los intereses dominantes generará una opinión sancionatoria o de silencio cómplice respecto a los actos de corrupción, por cuanto “la diferencia entre los corruptos y los no corruptos es que los no corruptos somos siempre nosotros”. En la sociedad de mercado, la gente reacciona según sus intereses, importa el fin y el contexto. La corrupción existe según la contingencia, pues es fuente de deslegitimización, de su persecución y condena.

La condena a la corrupción es el medio por el que se activa el interés, una herramienta para crear o negar escándalos que generen estabilidad o inestabilidad política. En definitiva siendo que la corrupción es parte del funcionamiento del sistema de mercado capitalista, se activa la “transparencia” social y mediatizada anticorrupción según los intereses en curso; todavía más el sistema nos cambia el objetivo de la lucha, que no había sido la lucha contra la explotación, sino contra la corrupción, ya que el mal de la democracia no es la gran diferencia social y económica que genera un sistema de clases, sino el que algunos “corruptos” que abusan de la confianza ciudadana se apropian de recursos de todos, ese es el gran flagelo a combatir.

Por eso desde hace mucho y ahora de manera más intensa, las agendas electorales en el continente y el mundo versan sobre el enfrentamiento contra la corrupción, como producto de algunas malas conciencias a las que hay que penalizar para salvar la democracia; y no de un sistema que promueve la corrupción como forma de existencia en la lucha de mercado por la hegemonía.

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