Por Óscar Silva * -.
El 9 de diciembre de 1985, en medio de una enorme expectativa internacional, la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de Buenos Aires dictó las sentencias del juicio contra los nueve integrantes de las sucesivas juntas militares que gobernaron Argentina desde el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Jorge Rafael Videla y Emilio Massera fueron condenados a cadena perpetua; Roberto Viola, Armando Lambruschini y Orlando Agosti fueron sentenciados a 17, ocho y cuatro años y medio de prisión, respectivamente. Un verdadero hito en la historia latinoamericana, por primera vez se había juzgado y sentenciado, en su propio país, a los responsables de una de las más cruentas dictaduras del siglo pasado.
En Bolivia, casi a finales del anterior siglo, recibieron sentencia condenatoria Luis García Meza y su lugarteniente Arce Gómez. Banzer, el más sangriento de los dictadores de la historia reciente, murió impune.
Las dictaduras en nuestro continente siempre han sido identificadas con rostros militares. Si bien es cierto que sin la acción de la fuerza armada no hubiesen sido posibles, no debemos olvidar que junto a ellos existió una importante participación civil que pretendió dotarle de legitimidad y que fue tan responsable como los uniformados por los crímenes cometidos, y que nunca fue sentada en el banquillo de los acusados.
Esos mismos grupos civiles, unos que conspiraron directamente junto a los militares y gobernaron con ellos, y otros que asumieron acciones directas de orden paramilitar, se beneficiaron con un olvido inexplicable del Estado y de las fuerzas democráticas. Pero, además, están los que desde la sombra fueron parte de esos golpes de Estado y, en la mayor parte de los casos, resultaron los que inspiraron las acciones golpistas y casi siempre quienes acabaron siendo los mayores beneficiarios de los periodos dictatoriales. Rápidamente, estos grupos migraron hacia instancias democráticas y se mimetizaron dentro de ellas, logrando mantener privilegios y reclamarse incluso como paladines de la democracia.
La presencia de esta civilidad en la política boliviana, sin sanción por lo que pudieran haber sido responsables en las dictaduras, constituye un riesgo latente e inminente al interior de los sistemas democráticos, no son más que lobos con piel de corderos, pero que no les costaría nada quitarse nuevamente sus atuendos democráticos si ven afectados sus intereses. Esa oligarquía servil y lacaya a los intereses externos ha mantenido ese comportamiento desde siempre, con la seguridad de su impunidad y la falta de memoria de los pueblos, que permiten su rápido reacomodo en los escenarios democráticos. Sin perder sus mañas, siguen y seguirán conspirando, aun con su ropaje democrático, en contra de todo intento de que sea el pueblo el protagonista. Eso ocurre hoy, como antes, en Argentina, Bolivia o México, donde sienten que están siendo desplazados del poder. Se sienten absueltos por la historia, porque nunca fueron juzgados, al igual que los militares creen que les corresponde un tutelaje sobre la patria y sus instituciones.
“Los pueblos que olvidan y no recuerdan sus experiencias trágicas corren el riesgo de repetir aquellas situaciones”, sentenciaba el expresidente argentino Eduardo Duhalde al referirse al juzgamiento de los dictadores, que en absoluto deja de tener vigencia, mucho menos en nuestro país, que aún no termina de superar las consecuencias políticas, económicas y sociales del golpe de 2019. Ese golpe, particularmente, tiene rostros civiles claramente identificados que deben responder ante la Justicia, no solo por el latrocinio o la corrupción de su año de desgobierno, sino fundamentalmente por haber atentado contra la Constitución y el Estado de Derecho al asaltar el poder; por el asesinato de gente indefensa y por un sinnúmero de violaciones a los derechos y garantías de los bolivianos y bolivianas. Ni el Estado ni el pueblo pueden permitir su blanqueo democrático y un “borrón y cuenta nueva” a título de pacificación o reconciliación. Deben ser juzgados y sentenciados, con celeridad, para no despertarles nuevamente sus instintos antidemocráticos, sustentados en la impunidad y el olvido. No debe ser venganza, tiene que ser justicia.
* Periodista y abogado.
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