Por La Época-.
En la victoria, aunque pírrica, juntos; en la derrota, sálvese quien pueda. Quizá esta es la representación gráfica de lo que sucede en Bolivia tras la aprehensión del exministro de Gobierno, Arturo Murillo, y de otras tres personas en Estados Unidos, acusados de soborno y lavado de dinero. Desde la expresidenta de facto, Jeanine Áñez, hasta sus exaliados en el golpe de Estado, como Jorge Tuto Quiroga, Carlos Mesa y Luis Fernando Camacho –quien en realidad lideró la ruptura del orden democrático con apoyo de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Casa Blanca en 2019–, y varios medios de comunicación hegemónicos, tratan de alejarse del efecto dominó que inevitablemente producirá la acción policial del FBI. Hay un olor putrefacto que se desprende de todos ellos.
El 7 de junio se sabrá si Murillo enfrenta el proceso penal con detención preventiva o si logra, previa negociación, defenderse en libertad. Dada la gravedad de los dos delitos por los que fue detenido, no debería haber lugar para su libertad; además, es de suponer que el FBI no haya tomado esa medida para perderla en los estrados judiciales. Pero todo puede pasar.
En el campo jurídico, lo que corresponde hacer en Bolivia no solo es ampliar las investigaciones para develar el grado de corrupción de Áñez, Murillo y López en este caso concreto, sino tomar iniciativas legales y diplomáticas para que el exministro “cazador” sea extraditado lo más pronto posible y responda por sus delitos. Lo mismo con Fernando López, el militar frustrado, que debe ser entregado por Brasil. Este escándalo internacional debe servir para que el Ministerio Público tome la punta del ovillo e identifique otros procesos de corrupción cometidos por el Gobierno de facto y procese a sus autores.
Conocida es la información de que el régimen perpetró malos manejos en Entel, la empresa del litio, YPFB y otras unidades productivas públicas, pero todavía no se ha llegado al fondo en cada una de esas denuncias. Esta es la oportunidad para demostrar que se tomaron decisiones en aras de provocar deliberadamente la quiebra de las entidades estatales y justificar su privatización.
En el campo político, es una labor de todos y todas impedir que la derecha política y mediática construya una cortina de humo. Los responsables del golpe de Estado deben responder ante la población acerca de las razones por las que delegaron a Áñez y sus cómplices la administración del Estado, a pesar del perfil de cada uno de ellos y, sobre todo, de su nula representatividad. Lo que sucedió en Estados Unidos, que todavía debe ser analizado en profundidad para identificar las motivaciones e intencionalidades verdaderas, sirve, sin embargo, para confirmar, una vez más, que las clases dominantes y sus aparatos ideológicos –Iglesia católica, medios de comunicación hegemónicos, partidos, comités cívicos y otros– prefieren conceder la conducción del país a sus fracciones más atrasadas, incluso delincuenciales, antes que permitir que la titularidad de este quede en manos de las clases subalternas.
Los autores directos e indirectos del golpismo no pueden lavarse las manos. Aquí hay responsables que deben responder ante la Justicia por los delitos cometidos intuitu personae. Es evidente que Áñez sabía lo que hacían sus ministros estrellas. Y los que no hayan cometido delitos, pero hayan formado parte del golpe de Estado, deben igualmente enfrentar la sanción de la sociedad.
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