
Por Jhonny Peralta Espinoza *-.
Marchas y contramarchas: contabilidad revolucionaria
Un compañero, con mucha contundencia, me decía que la marcha del 25 de agosto, por la cantidad de gente, había logrado una correlación de fuerzas a favor del Gobierno, y provocado el retroceso de la derecha en sus afanes golpistas; esta noción de “correlación de fuerzas” solo aporta un único argumento y es su “objetividad”, porque muchas veces solemos escuchar a personas radicales, que la revolución o insurrección es imposible porque la correlación de fuerzas provocaría la derrota. La marcha de agosto emitió varios mensajes: 1) La resolución de defender al Gobierno de un eventual golpe, porque se aprendió la lección; 2) La necesidad de mantener a las bases movilizadas y prestas al combate; 3) Denunciar el perenne asedio del imperialismo por el litio y otros recursos naturales; y 4) Reiterar que el Censo no estará contaminado por la política.
Una marcha puede considerarse un triunfo del Proceso de Cambio, por la euforia y la emoción que vivieron las masas, pero la experiencia nos enseña que el éxito de este proceso no debe medirse por el sublime temor de sus momentos eufóricos, sino por los cambios que deja la gran marcha a nivel de lo cotidiano, o sea, el día después del acontecimiento. Nadie niega que fuera una marcha impresionante y bien organizada, pero no debemos quedar fascinados con esos sublimes momentos de unidad nacional. La pregunta clave es: ¿Qué acciones políticas tomamos al día siguiente de la marcha? ¿Cómo se traduce esta explosión emancipadora en militancia comprometida y combativa?
Cómo no recordar las concentraciones y marchas durante la campaña electoral de 2019, pero eso no detuvo a que la derecha reaccionaria prosiguiera con sus acciones conspirativas, lo que nos enseña que nada puede cambiar de verdad al día siguiente, porque las cosas vuelven a la normalidad. Entonces, poner a un lado de la balanza a los paramilitares de Resistencia Juvenil Kochala, de la Unión Juvenil Cruceñista, de Adepcoca, con todo su arsenal, y al otro lado a seres humanos en rebelión, solo corresponde con una visión contable del mundo. Utilizar la noción de correlación de fuerzas para juzgar si es factible una insurrección o la resistencia al golpismo derechista es utilizar un solo fotograma para explicar toda la película. Es curioso que los marxistas, pero no Marx, empleen a menudo esta manera de pensar que es, como mínimo, antidialéctica.
Ahora que estamos en puertas de un paro indefinido y donde los comités cívicos, plataformas ciudadanas, gremialistas y otros tontos inútiles de la contrarrevolución se suman al golpismo antinacional, tenemos a una derecha reaccionaria que nos enseña sus dientes, el dilema es que si los movimientos sociales, sostén del Gobierno, tienen ganas de morder. Esto exige recuperar la supremacía política en las calles y en los caminos, como una tarea ineludible, porque esta batalla no es una lucha electoral donde las derrotas son transitorias, efímeras y temporales, es una lucha política, donde las derrotas son severas, graves y potencialmente irreversibles. El Gobierno no puede subestimar este desafío y sería el mayor error que se pueda cometer, si las movilizaciones de apoyo al golpismo son potentes, como lo demostrado en el Cabildo, nos guste más o menos, y si los ignoramos esto es sumamente riesgoso. Una apuesta unilateral por la visión técnica de los problemas, como es el caso del Censo, menospreciando la importancia de una demostración de fuerzas propia en las calles y en los caminos podría ser fatal.
Vivimos una democracia bajo amenaza. ¿Qué significa? Es una democracia limitada para el campo popular indígena, donde se le señala lo que es posible discutir; mientras la derecha abiertamente plantea el federalismo, un nuevo pacto social en el ordenamiento legislativo, en el poder económico, en la judicatura, en el pacto fiscal, etcétera. Entonces, si vamos al diálogo social es ir a una trampa, porque la cancha ya la rayó la derecha. La derecha nos está diciendo que en esa cancha rayada se puede discutir, fuera de los límites es el caos. La guerra civil, por tanto, es el fantasma constitutivo de nuestra democracia; y esto es por no haber construido hegemonía; por no consagrar derechos antes que beneficios; construir salud y educación de calidad, antes que canchas. Todo esto nos ha llevado a esta situación.
Si la democracia está encorsetada por la derecha, solo queda el conflicto popular indígena que puede desafiar y cuestionar esos límites, es decir, “el conflicto es el motor de la expansión democrática”, donde el conflicto entre legitimidad y legalidad puede ensanchar los márgenes de vida de los indios, esclavos, los trabajadores, las mujeres, etcétera. Pero, ¿qué tipo de conflicto? En los últimos tiempos vemos a la derecha movilizarse en las calles, reapropiándose a menudo de un léxico y un repertorio de acción de izquierdas o libertario. Pero son movilizaciones en nombre de intereses de grupos privados (propietarios, hombres blancos, clase media alta, entre otros) y en defensa de los fundamentos duros del sistema neoliberal (sexismo, racismo y clasismo). Son rebeliones a favor del orden, para afianzar sus límites.
El conflicto que expande la democracia debe tener una perspectiva igualitaria, que cuestione las jerarquías raciales, de género, clase o de militancia, etcétera, pero también las jerarquías políticas y económicas. Solo la activación popular indígena puede empujar al Gobierno a querer cambiar las cosas más allá de los límites, sin contentarse en la estabilidad económica o la baja inflación. Regalarle a la derecha el espacio de la disidencia es un error gravísimo. Sin olvidarnos que lo que impulsa a la resistencia o la rebelión al campo popular indígena no es la evaluación de un informe ni un cálculo de probabilidades, sino una necesidad interior experimentada colectivamente, la certeza compartida de que “ahora, ha llegado el momento”.
- Exmilitante de las Fuerzas Armadas de Liberación Zárate Willka.
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