En medio de la carretera de Potosí a Sucre está la ciudad de Yotala. Un compañero de viaje, cuando llegamos al cruce de Yotala, sugirió: “¿por qué no vamos a visitar a doña Carmen? Ella prepara una chicha deliciosa. Serán 15 minutos. Es una chichería muy cotizada”. Era una buena idea.
En ese momento mi memoria me transportó a 1993, cuando visité por primera vez ese precioso municipio, que entonces tenía dos mil habitantes. Hoy supera los nueve mil pobladores, según el último censo.
Yotala siempre fue un refugio ideal de fin de semana. En efecto, los fines de semana, familias íntegras se daban cita para degustar la chicha y platos típicos de carne de cerdo. Parejas de jóvenes disfrutaban su experiencia lejos de los miramientos de la conservadora población de la capital de Bolivia.
Carnaval de Yotala 1993
En 1993 Yotala atravesó una inusual crisis al difundirse la noticia de la presencia del vibrión del cólera, que hizo estragos en el Perú. En esa época, Don Lucio, mañaso de la localidad, afirmó que “el cólera nunca estuvo en Yotala, sino en las comunidades vecinas”.
Nuestro objetivo era levantar un registro etnográfico del Domingo de Tentación, día de la cacharpaya (despedida) del carnaval tradicional de Yotala, para el Museo Nacional de Etnografía y Folklore (Musef), que quedó plasmado en un artículo titulado “Yotala: entre la tradición y la modernidad. A propósito de la despedida del carnaval”, publicado en el periódico Última Hora.
Ese día dominaban las calles de Yotala varias comparsas, una clara reminiscencia de las antiguas “ruedas”, organizadas semanas antes del carnaval. Felipe Costas Arguedas afirma que “el pujllay –carnaval de antaño– nace en las chicherías de los pueblos el día de San Sebastián o juch’uy pujllay –carnavalito– donde la gente de las ciudades compone coplas”. El epicentro de la fiesta era la plaza principal.
Las comparsas de jóvenes universitarios recorrían las calles protagonizando una guerra de globos de agua, mucha música y bebida generosa. Practicaban la fiesta de la “penitencia” o “devoción”, ofrecida a la Virgen.
Por su parte, la comparsa de jóvenes campesinos indígenas se caracterizaba por el rol protagónico de las mujeres que, en monótona danza, zapateaban frente a sus parejas; amenizada por una banda de músicos que rasgaban su guitarrilla entonando coplas con mensajes subliminales, desafiando al varón a “atreverse a dar un paso más allá de lo convencional”, en clara alusión a la paqoma, anhelada y buscada por los jóvenes para formar pareja, ancestral institución propia del carnaval, “días del supay, del Diablo”.
Alejados del centro estaban los “locales” de expendio de chicha preparada para esa ocasión. La jarra de chicha saltaba de mesa en mesa, mientras la dueña ofrecía “un vasito de chicha, cortesía de la casa”.
Casas de fiesta
A la par de aquellas casas de alegría alquilada estaban las “casas de fiesta” en las que los dueños atendían a la gente, invitados o forasteros. Buena chicha, distinta a la que se invitan en los “locales”. “Chicha tierna servite”, invitan los anfitriones a tiempo de poner a los pies del visitante, un cantarito y su tutuma “para que brinde por la casa y su bienestar, presente y futuro, y que los negocios sigan siendo buenos como hasta ahora fueron”. Según la tradición una casa de fiesta no puede estar triste, por lo que el dueño de la casa sale a la calle para invitar a las comparsas a que “visiten la casa y se alegren con la chicha preparada”, porque “casa donde no entran las ruedas, es casa donde no llega la bendición del diablo y no hay abundancia durante el año”.
De esa manera, entraron en la casa de fiesta del mañaso López la comparsa Los Yotaleños, de jóvenes universitarios de Sucre, y más tarde la fraternidad Unión Minera, de relocalizados, que llevaban como distintivo el casco de minero, munidos de pinquillos. Las mujeres de la Unión invitaron a los presentes a integrarse a la rueda que se formó en el patio de la casa. La dueña, afanosa, atendía a los bailarines con chicha servida en tutumas de gran tamaño.
En las calles surgió una “lluvia de duraznos” que los visitantes guardaban en sus morrales. Era la reminiscencia del carnaval de antaño en el que “finalmente con duraznos, membrillos, quesos y cuajadas, se traban en animada batalla”. Luego las comparas visitaban otra casa de fiesta, que se anunciaban con banderitas blancas.
La última chichera de Yotala
En nuestra visita a Yotala las calles lucían su empedrado colonial; se veían desiertas, surcadas únicamente por minibuses, taxis y automóviles. Ingresamos por la calle principal y divisamos varias tiendas de barrio, pero ninguna chichería. “Doña Carmen sirve una chicha única”, afirmaba mi compañero de viaje. En el trayecto vimos una banderita blanca en una casa tradicional con las puertas abiertas de par en par. “Al regresar, podemos visitar esta chichería”, señaló. Finalmente, llegamos a la casa de doña Carmen. En lugar visible de la casa colgaba un letrero que rezaba: “hay gas”. La chichería había desaparecido y fue reemplazada por una tienda de barrio.
Ante ese desalentador panorama resolvimos retornar a la única casa con banderita blanca, en calle Alianza. Era una tienda con sala amplia. Un letrero denota la función del local: “hoy: chicha, chuflay, singani”. Ante nuestro saludo respondió una voz amable y melodiosa. Era una anciana que nos invitó a pasar a la sala, pero de inmediato nos invitó pasar al patio. Este era muy acogedor, dominado por árboles frutales y coloridas plantas ornamentales. Al centro había una mesa de piedra tallada, una pieza intacta de un molino de agua con su clásico hueco para el asa. La chichera trajo con dificultad una jarra y tres tutumas grandes. Sirvió la chicha, muy bien recibida, en una tarde soleada. La tutuma es signo de la tradición conservada en el tiempo, sin embargo la jarra era de plástico. Era chicha tierna, clásica “mayu aqha”, es decir, chicha de pueblo que antiguamente se preparaba con agua del arroyo.
Estábamos frente a la última chichera de Yotala. Una dama que conservaba la tradición de su familia. La señora Facunda Porcel Ortiz nació hace 81 años en Yotala. Conversaba con un amigo de infancia, don David Quevedo Hidalgo, yotaleño de pura cepa, jubilado de la misma edad.
La casa de doña Facunda mantiene la tienda a la calle, ondeaba en su frontis la clásica banderita blanca con bordes rojos, señal que de que ahí se vende chicha, y por cierto chicha buena. Cuando nos despedimos, Doña Facunda, la última chichera de Yotala, nos invitaba a regresar. Lo haremos en alguna ocasión.
Yotala avanza a la modernidad dejando atrás una rica tradición cultural.
- Por Luis Oporto Ordóñez -. Magister Scientiarum en Historias Andinas y Amazónicas. Docente titular de la carrera de Historia de la UMSA
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