Ximena Bedregal propone: “… las mujeres debemos dejar de ser víctimas demandantes, salir de la política de las carencias para inventar una política de la inteligencia, de la creatividad, del riesgo de pensar lo no pensado, de la imaginación que nos permita hacer lo no hecho, inventar lo no inventado”. Ese es el desafío mayor, el que nos conducirá a modificar la hermenéutica del poder en la que estamos atrapadas desde las propuestas de la “igualdad”.
¿Qué es el feminismo? ¿Se trata de una doctrina y una cadena de luchas para concederle la mujer los mismos derechos que a los hombres? ¿Es la política de las mujeres una pelea por la igualdad con la masculinidad? Esta idea sobre lo que es el feminismo, hoy generalizada, ha llevado a que la política de las mujeres se limite a procesos que las lleven a buscar en la esfera pública la igualdad con el varón a través de acceder en paridad a los cargos en las estructuras del poder, de los poderes diversos. Esto conlleva la ilusión de que más mujeres en esos espacios posibilitarán que desaparezcan las diferencias culturales y sociales y se transformen las bases de la cultura de la opresión y la injusticia de las que somos sus no únicas, pero primeras víctimas.
Estos procesos, a los que se ha denominado “empoderamiento” desde la “perspectiva de género” o demandas para la “equidad de género”, han transformado la búsqueda de lo que puede ser la política de las mujeres en un hacer y pensar enfocado principalmente hacia el poder y hacia quienes lo tienen, llenándose de “agendas” (tareas y objetivos casi siempre definidos en los países del norte) ligadas a y enredadas en los tiempos, formas, lógicas y ritmos de las mismas estructuras que se quiere cambiar, hasta el extremo de que hoy han desaparecido los espacios donde las mujeres puedan trabajar y cuestionarse colectivamente su ser mujer, sus feminidades patriarcalizadas y se ha transformado a los grupos en instituciones especializadas por temáticas, con especialistas pagadas e insertando a las mujeres “empoderadas” en la política tradicional masculina, con sus trampas y juegos de roles y lealtades al líder de turno.
De esta manera no sólo se va reinsertando el cuerpo y las experiencias de las mujeres en la dicotomía sujeto/objeto que empezábamos a romper sino que se ha reforzado el paradigma de que el varón, sus instituciones, su política, es el modelo universal al que hay que acceder y alcanzar. La política de las mujeres ha terminado por ser un (sin) cuerpo interminable de demandas de víctimas —sin propuesta de mundo y cultura— que buscan que los que tienen el poder ahora las resarzan de su condición de tales, obteniendo ocasionalmente debilísimos logros que se dan o se quitan según los intereses políticos coyunturales del poder. Por ende sus abanderadas viven quejándose de lo poco que se ha logrado y deben reiniciar una y mil veces las mismas tareas.
Lo que es más grave de esta política es que se ha perdido el hilo que se venía construyendo para entender las articulaciones y formas en que se forma, circula, instala y recicla la macrocultura global constructora de opresiones, otredades, injusticias, depredaciones a diestra y siniestra, que no es otra que la macrocultura patriarcal, sin atinar a dar con el corazón mismo de los problemas ni con las reglas del juego que los producen, donde sigue oculto el código genético de esta realidad y sin que las mujeres logren entrar al estatuto de humanas con capacidad de pensar, imaginar, diseñar e instalar otras formas de diseño y construcción de realidad.
¿Qué es el patriarcado, de qué hablamos cuando apelamos a ese concepto para explicar y entender muchos aspectos de la realidad y para hacer política? ¿Por qué algunas insistimos en ese concepto mientras otras se han constreñido a explicarlo todo desde el género, creando incluso un antifeminismo con perspectiva de género?
Se tiende a creer que una sociedad patriarcal es aquella donde gobiernan los varones o/y donde se dan expresiones y prácticas de machismo y por lo tanto se va a terminar si también gobiernan las mujeres y si se reglamentan y legislan castigos para disminuir estas expresiones violentas. Obviamente estas son expresiones de una sociedad patriarcal pero no son su base. Son sólo eso: expresiones, síntomas de algo más profundo, de algo que impulsa y funciona para que la sociedad se viva y se recicle de esa manera.
Y eso más profundo no sólo se expresa en esas burdas formas del machismo. Su expresión más radical está en la existencia de una macrocultura que, por lo menos en 3 o 4 mil años, no sólo no ha podido construir sociedades más justas sino que —con todo y su gran desarrollo tecnológico— ha llevado a la humanidad al mayor desastre ecológico, a la mayor depredación de la naturaleza, ha generado el mayor número de pobres y míseros de la historia humana, ha dividido el planeta en seres de primera, de segunda y de tercera (los imprescindibles, los objetos de los daños colaterales, etc.) ha concentrado la riqueza en cada vez menos manos, invierte el 60% de su producción en armas de destrucción, ha confundido la buena vida con el dinero y los bienes materiales, ha asesinado en sus últimos 100 años más personas por guerras que en toda la historia de nuestra humanidad. Ha desencantado la vida y el hacer político, separado el hecho del valor, la ética de la estética, al ser humano de la naturaleza, a la cultura del cosmos, haciendo del ciudadano un observador alienado que se guía por la construcción de deseos que imponen el dinero y los grandes medios de comunicación para su lucro, rompiendo toda posibilidad de totalidad psíquica. Y lo que es más significativo aún, no sólo no ha logrado que alguna de sus más hermosas utopías cambien la situación sino que cada vez que alguna de estas da un paso de avance, a poco andar todo vuelve a fojas cero o se pone peor. Y de esto último los bolivianos tenemos ejemplos por montones, incluyendo la actualidad política.
¿Por qué? Porque el patriarcado es una lógica, es una manera de entender la realidad y por tanto de construirla y vivirla. Es, por así decirlo, el programa básico que pone en funcionamiento los circuitos por donde pasan los sentidos de nosotros y nosotras mismas. Lo que somos, lo que queremos, lo que vinimos a hacer al mundo y el cómo hacerlo. Por ello no basta tener las más buenas intenciones si estas se basan y concretan en el mismo programa básico. No basta tener deseos de cambio si no los ponemos en cuestión para cambiar los propios deseos, si no nos preguntamos de donde vienen y descubrimos qué buscan construir. Esto es imprescindible para diseñar una política propia de las mujeres.
Esa lógica, ese programa básico, es una lógica dicotómica, jerárquica, lineal, excluyente y proyectiva que para entender el mundo necesita dividirlo hasta no poder volver a retomar y entender la relación de esas partes y menos su totalidad.
La palabra análisis viene del griego ana-lisis que significa dividir, dividir todo en partes para comprenderlo. Y ese paradigma es la base de la ciencia capaz de desarrollar la más sofisticada operación al cerebro pero incapaz de entender el funcionamiento completo del cuerpo ni la relación de esa enfermedad cerebral con otros aspectos de la realidad existencial y material. Es el mismo paradigma que divide al sujeto que analiza y observa al objeto pasivo que es observado y analizado, al que construye el mundo del que es construido. El mismo que ha hecho de la política un puro acto de representación donde la alternativa es sólo votar cada cierto tiempo y además siempre por el menos peor aunque las opciones incluyan a mujeres. El patriarcado ha desarrollado una gran capacidad de readecuarse, puede otorgar mucho siempre que no se lo ponga en cuestión.
Es una política y una concepción dia-bólica contra la necesidad de una política sim-bólica. Porque ¿sabían ustedes que diabólico viene del griego dia-bolein que significa escindir, mientras que simbólica viene de sym-bolein que significa conjuncionar, articular?
Al dividirlo todo, necesita absolutizar esa división haciendo que la parte represente al todo, empezando porque la masculinidad sea la representación universal de lo humano para continuar con que el político profesional es el representante de nuestros deseos y terminar en que “la feminista” que accede a la ONU es la representante de todas las mujeres. Así se expresa en la realidad la jerarquía dicotómica en la cual todo se divide en partes y siempre una parte es superior a la otra, por ejemplo: mente/cuerpo, naturaleza/cultura, sujeto/objeto, emoción/razón, donde la cultura es superior a la naturaleza, la mente al cuerpo, el sujeto al objeto, la razón a la emoción y así hasta el infinito todo es, como en la computadora, un uno o un cero.
Si toda parte “otra” es inferior o igual a cero, la diferencia no es posible, no puede existir en una macrocultura basada en esa lógica, y las mujeres son la otredad por excelencia, salvo que se subsuman en la parte jerárquicamente superior. De allí el peligro del concepto de igualdad y por ello la lógica de la política es “si no estás conmigo eres mi enemigo” y te aplasto sin miramientos. Por ello lo que ayer se construyó con esperanza hoy desencanta, venga de las izquierdas o de las derechas más fascistas. ¿Nos suena conocido? La lógica de fondo es la misma.
Encerradas las mujeres en este paradigma, no se podrá nunca pensar ni lo otro invisibilizado, o sea a nosotras mismas de otra manera, ni menos la totalidad, de allí la gravedad de desterrar de la política y del hacer social y filosófico de las mujeres el concepto de patriarcado para sustituirlo por el de género, que describe un momento pero no permite entender sus bases y por tanto no permite imaginar su transformación. El concepto de patriarcado implica entender la matriz, el programa que nos constituye. El concepto de género es útil sólo para entender los elementos y las formas de relación entre varones y mujeres en un medio concreto y en un momento específico, pero no designa una lectura ni una idea de mundo y su máxima posibilidad es mejorar esa relación pero no cambiar el programa, la receta que hornea esa realidad. Y cómo ahora resulta que se ha descubierto que no hay dos géneros sino decenas, (soy lo que me nombro), pues ya ni siquiera designa la relación entre hombre y mujer. Debe ser por ello que lo han adoptado lo mismo el Pentágono o el ejército gringo que los políticos que se dicen progresistas aunque hagan más de lo mismo.
Entender el concepto de patriarcado, sus profundidades, sus potencialidades y las posibilidades que abre impediría también que este concepto, vertebral al feminismo, sea retomado y reciclado para la retórica de los políticos y que se llame despatriarcalización a la idea de concederle a las mujeres espacios secundarios en su propia institucionalidad, en sus propias lógicas y estrategias de poder, a la vez que se denigra a las mujeres desde la más alta autoridad, como ocurre hoy en Bolivia.
Cambiar esta realidad no pasa porque haya más mujeres, por ejemplo, en la ciencia, sino mujeres que sean capaces de poner en cuestión los paradigmas científicos. No pasa por más mujeres artistas sino que pongan en cuestión el papel que el arte ha jugado para perpetuar las desigualdades y los desprecios a toda diferencia. No pasa por más mujeres en el parlamento sino que pongan en cuestión las formas falsas y aparentes de hacer política. No pasa por tener una ministra de culturas si ésta no puede generar ni las bases para criticar la cultura dominante y menos impulsar un proceso de re-culturización acatando lo establecido. No pasa por más mujeres en las universidades sino por mujeres que sean capaces de —como decía Virginia Woolf en su libro Tres Guineas— prenderle fuego a los centros de adiestramiento mental, intelectual y cultural para inventar otras formas de intercambio e interacción del y para el aprendizaje colectivo. No pasa por que haya más arquitectas mujeres sino por mujeres que sepan que las ciudades y las casas y sus ritmos y sus horarios están concebidos genéticamente para el devenir y movilidad masculina y pongan esto en cuestión.
Tener más mujeres en los ejércitos, incluso si hay mujeres que lo deseen, sólo consigue que las mujeres validemos la idea de la guerra haciéndonos cómplices de la lógica autoritaria, vertical y fascistoide de lo militar y que el matar a nombre de una idea o de una patria (espacio del padre), que no estaba en nuestra memoria histórica, ni en nuestra práctica como género, sea ahora una experiencia universal.
Cambiar esta realidad no pasa por leyes que amplíen la idea de vigilar y castigar o normalicen necesidades de las mujeres si el mundo entero, sus objetos, sus tiempos, sus casas, su todo, está hecho desde o para las necesidades de los varones. ¿O acaso, para poner un ejemplo significativo, hay una herramienta cuyas dimensiones se hayan pensado para el tamaño y la fuerza de las mujeres?
Pero para ello, las mujeres debemos dejar de ser víctimas demandantes, salir de la política de las carencias para inventar una política de la inteligencia, de la creatividad, del riesgo de pensar lo no pensado, de la imaginación que nos permita hacer lo no hecho, inventar lo no inventado. Las mujeres necesitamos salirnos de la feminidad patriarcal, que ha sido construida desde la masculinidad y para su beneficio, esa feminidad que nos declara puro cuerpo sin cabeza, escindidas en la pura reproducción, con todas sus formas consientes e inconscientes de entendernos y vivirnos, esa que no puede ahuyentar de su alma las amenazas que desde los valores patriarcales —de todo tipo— la acosan aunque se haya “empoderado” en el sistema. Dejar de ser la otredad cero en ese binomio jerarquizado. Salirse de la política de la igualdad para crear una política de la diferencia radical. Mientras repitamos las formas masculinas y patriarcales en la política de las mujeres, mientras no construyamos formas de grupalidades autónomas, ricas en análisis, reflexión, crítica cultural y con ello empecemos a idear una nueva imagen de mundo, de vida, seguiremos circulando —ahora en esos espacios— en un mercado del no valor, sin cuerpo, sin mundo, sin historia, sin cultura propia, en la pura feminidad patriarcal, sin construir una imagen que nos devuelva a la cultura de lo humano, a la producción de mundo, aunque estemos en los gobiernos y en las instituciones de todo tipo.
Eso es el feminismo, una política de la diferencia radical y no de igualdad en esta macrocultura. Una búsqueda intencionada para un salto evolutivo real desde la experiencia en nuestros cuerpos de mujer, una posibilidad de re-evolución de lo humano, una diseño inteligente para un cambio civilizatorio y no un entrismo mujerista que nos hace corresponsables de esta terrible sociedad que ha construido el paradigma de la masculinidad patriarcal. Esta cultura no la construimos nosotras, nos obligaron a ser sus reproductoras en la medida en que nos impusieron una feminidad patriarcal cuya deconstrucción es otra más de las tareas pendientes para las mujeres.
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