Se materializó en la región más transparente del aire y su verbo fue límpido y universal como el tiempo que todo lo vence. Su zona sagrada fue la invención, el diálogo con la cultura de todas las tierras y edades. Así, la voluntad y la fortuna fueron las dos fuerzas que le permitieron, a un tiempo, la constancia y el cambio de piel necesarios para celebrar la tradición y aspirar a una palabra nunca antes pronunciada en las ceremonias del alba. Reveló el espejo enterrado de nuestros orígenes, de nuestras tensiones, de nuestras incombustibles utopías. Y lo hizo con la consciencia del poder de la imaginación sobre la historia, de la necesidad de cruzar la frontera de cristal entre esta terra nostra, dolorida y traicionada, y ese valiente mundo nuevo, deseado e incesante. Atravesó las buenas conciencias multiplicadas en la cabeza de la hidra, como quien retorna de los reinos originarios portando, en inquieta compañía, el agua quemada de lo perdido y aún posible.
Porque sabía que el tuerto es rey y los viles se disputan su librea, fustigó con la pasión de la razón la oscuridad del olvido, la alevosía del desencuentro, la voracidad de lo inmediato. Comprendió que la grandeza de los ocasionales ocupantes de la silla del águila, no dimana del protocolo anquilosado de su corte, ni de la brutalidad de su lejanía con lo cotidiano, ni menos aún, del soberbio poder de fuego de sus huestes; sino más bien, de la extraña humildad necesaria para contemplar orquídeas a la luz de la luna y trascender y sublimar los días enmascarados del dolor y la derrota. En una era de penumbras normalizadas, donde todos los gatos son pardos, se distinguió sin aspavientos al proclamar en esto creo, para mostrarnos tercamente la posibilidad real del territorio común que compartimos, con aquel hidalgo manchego y con todas las familias felices de su progenie tenaz y nutricia. Al ubicarse contra Bush o contra cualquier gringo viejo y tiránico, renovó naturalmente la ciudadanía irrenunciable del artista, la educación sentimental de un hombre que sea, verdaderamente, de su tiempo. Dos educaciones pacientes como el naranjo en dar sus frutos, que componen una casa con dos puertas que permita circular las enseñanzas del pasado tanto como las esperanzas del futuro.
La muerte de Artemio Cruz, perdón…, de Carlos Fuentes, no es sino el final de la campaña sin cuartel, que este hombre desplegó tan sólo armado con su pluma. Épica ética de un heroísmo cada vez más inusual y necesario. Me regocija pensar que ahora sí, los cinco soles de México se completan en un más allá, íntimo y cordial, cual tertulia rumorosa entre Sor Juana Inés de la Cruz, Alfonso Reyes, Juan Rulfo, Octavio Paz y él. Retratos en el tiempo que, como una familia lejana, nos envían de tanto en tanto mensajes para vivir, para creer, para luchar en y desde el poder transformador de la imaginación y la memoria. Regalos perdurables para el cumpleaños de un Cristóbal Nonato latinoamericano, que se busca aun, cual un Adán en Edén, entre el dragón y el unicornio, en este tiempo propicio e inclemente como cantar de ciegos.
La geografía de la novela, de la nueva novela hispanoamericana, dibuja una ciudad, un país, un continente, un planeta con la forma de su caligrafía. Y el aura de su palabra pervivirá, ya por siempre, y por derecho propio, en la gran novela latinoamericana.
* Las palabras en cursiva remiten a libros de Carlos Fuentes. El título se toma de su novela “Los años con Laura Díaz”.
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