por: Diego M. Vidal
Esta revelación extrañamente no tuvo la repercusión esperada, aún cuando vió la luz en vísperas de cumplirse 60 años del clásico “El viejo y el mar” (publicada en la revista estadounidense “Life” el 1° de septiembre de 1952) y sólo mereció un excelente artículo del periodista chileno Carlos Basso en el sitio Diario W5 de Chile. Sin embargo, el vínculo de Hemingway con el mayor servicio de espionaje occidental ya había sido sugerido por la investigadora británica Francés Stonor Saunder, quien publicó en 1999 su libro “Who paid the piper? The CIA and the cultural cold war”(¿Quién pagó la música? La CIA y la guerra fría cultural). En él desarrolló los lazos de la inteligencia de Estados Unidos con un impresionante número de artistas, músicos e intelectuales de todo el mundo, en pos de anular la influencia y avance nazi, primero, y soviético después. Pero la novedad de lo que salió a la superficie sobre el pasado de “Papa” Hemingway fue su binaria lealtad al Kremlin y la Casa Blanca.
¿Por quién doblaban las campanas?
Si bien los primeros capítulos de la novela ambientada en la Guerra Civil Española fueron escritos en la habitación 511 del hotel Ambos Mundos de La Habana, la conflagración en la que Ernest Hemingway tomó partido a favor del bando republicano fue el escenario para su contacto con los rusos. Antes aún, en Nueva York fue reclutado por el enviado de Stalin Jacob Golos. Según los archivos de la KGB, Golos fue el enlace con el jefe de la NKVD (antecesor de la temible policía secreta de la URSS) en España, Alexander Mijailovich Orlov. Allí, bajo el nombre clave de Argo, Hemingway comenzó a colaborar con los comunistas y Orlov a llenarlo de favores más propios de un burgués vividor que de un combatiente libertario. De ese modo, el norteamericano no se privó de degustar lo mejor del caviar y el vodka rusos en medio del fragor de la lucha antifascista.
Aunque el documento de la CIA asegura que “él (Hemingway) admiraba a varios comunistas y la forma en que pelearon por sus ideas, pero no suscribía a su ideología”, los expedientes soviéticos confían que militó para ellos hasta 1945 y confían la posesión de testimonios que corroboran la existencia de reuniones del novelista con agentes del NKVD en Cuba y Londres.
Nuestro hombre en La Habana
Ernest Hemingway llega a la capital cubana procedente de China y acompañado por su tercera esposa, la periodista Martha Gellhorn. En Cuba encuentra a un gran amigo suyo con quien mantendrá algo más que tertulias e intercambios de tragos en las barras de El Floridita: Spruille Braden, a la sazón embajador de EE. UU en la isla.
Braden le presenta a Robert Joyce, su segundo en la sede diplomática, y le proponen la creación de un servicio de inteligencia que se dedicara a detectar a los espías de Hitler que por entonces pululaban por la Mayor de las Antillas y varios países de Latinoamérica. Para entonces, el Buró Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) ya había compilado un profuso archivo relativo el escritor y sus andanzas aún cuando no podía probar que éste colaborara con “los rojos”. De todos modos, un sabueso como J. Edgar Hoover no estaba dispuesto a que se le escurriera una presa como esta y ordenó a sus agentes del SIS (el brazo especial del FBI creado para combatir al nazismo) en Cuba que no le perdieran pisada. Hemingway era consciente de la estricta vigilancia a que era sometido por Hoover y se los hizo saber a Braden y Joyce, para quien reportaría en su actividad como espía. Sobre ese encono hacia el FBI, el informe publicado en junio pasado por la CIA señala que el premio Nobel de literatura 1953 se refería a la principal rama de investigación del Departamento de Justicia de EE.UU como “el hijo irlandés bastardo de Franco” por la coincidencia en el origen católico de muchos de sus miembros y del dictador español.
Las actividades de espionaje habanero de Hemingway estuvieron más emparentadas con la ficción literaria que con la realidad. Incluso su colega inglés Graham Greene, quien también espiaba para el Reino Unido, parece retratar al estadounidense en la piel de Jim Wormwold, el protagonista de “Nuestro hombre en La Habana” (1958), donde narra la trama de engaño que logra construir un simple comerciante de aspiradoras londinense en la nación caribeña, hasta llegar a convencer a sus jefes del anglosajón MI6 de disparatados planes revolucionarios descubiertos por una inexistente red de agentes por él montada. De igual forma, Ernest Hemingway creó un grupo de informantes que denominó la fábrica de ladrones, con el que infiltraría a los simpatizantes y enviados del Eje alemán en Cuba. El papel de la CIA revelado ahora expone al ridículo esta actividad extra del amante de las corridas de toros y la pesca en alta mar, al comprobar que en los pocos meses en que funcionó este grupo de soplones pagos no pudo detectar a uno solo de los emisarios del Führer. Ni siquiera al más connotado espía nazi Heinz Lunning, habitué, mujeriego y gran bebedor en los mismos salones que los colaboradores de Hemingway y él mismo solían frecuentar.
Antes de desmantelar la sección de “observación” de la embajada norteamericana (quizás no tanto por la falta de resultados sino más relacionado con los cablegramas que el director del FBI recibía de sus muchachos en los que alertaban de la intención de Hemingway de escribir un libro con sus experiencias y contactos) Joyce le encargó un último trabajo y tal vez el más descabellado: que espiara a los comunistas. Por tal motivo viajó a México y se alojó en el DF con una identidad falsa, a pesar de que sus características físicas hacían casi vano ese intento. En la capital azteca fue detectado por el FBI cuando mantenía encuentros “secretos” con un comunista disidente que había conocido en España.
A su regreso, con la fábrica de ladrones cerrada, se presentó ante la ONI (Oficina de Inteligencia Naval de EE.UU) y le propuso a su responsable, John Thomason, un plan para hundir submarinos alemanes que navegaran por aguas cubanas. Para ello utilizaría su pequeño yate El Pilar, de 11,86 metros de eslora y 3,65 m de manga empujado por un motor Chrysler de 110 HP, acompañado por el cubano Gregorio Fuentes, simularía pescar marlines como el viejo Santiago, el protagonista de su pieza literaria, y cuando emergiera algún U-Boat él les ofrecería agua o pescado para luego “atacarlos con bazukas, ametralladoras y granadas de mano. Hemingway usaría cestas de pelota vasca para lanzar las granadas a las escotillas abiertas”, relatan los papeles de la CIA. Si bien luce como una idea irracional, la marina estadounidense proveyó de más de un centenar de galones de combustibles para su barco, junto a numerosas armas y explosivos. De ese acopio provendría la subametralladora Thompson .45 ACP con la que ahuyentaba a los tiburones y evitaba así que le despedazaran sus trofeos de pesca en los Cayos de Camagüey.
París bien vale una fiesta
Luego de pasarse todo el año 1943 a la pesca infructuosa de submarinos nazis (sólo logró avistar uno pero al acercársele volvió a sumergirse), su esposa es destinada a Europa como corresponsal de guerra. Gellhorn no logra apagar su soledad en Francia y decide recurrir a la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, precursora de la CIA) donde descubrió que el mismo Joyce de La Habana se había unido a la agencia con destino en Italia, luego de que Braden fuera destinado a Buenos Aires. La mujer lo convenció de ayudarla para sacar a su marido de Cuba y el director del OSS, William “Wild” Donovan, recibió el pedido de reclutamiento, que luego de un minucioso análisis arrojó la conclusión de que “había problemas con el temperamento del autor y con sus ideas de extrema izquierda”. Al fin, Hemingway decide viajar a Francia por su cuenta y traba contacto con el jefe de la OSS en suelo galo, el aristócrata David Bruce, ante quien se presenta acompañado de un grupo de partisanos franceses, con los que había trabado amistad en un pequeño pueblo llamado Rambouillet. Logra convencer a Bruce de organizar una fuerza paramilitar con los guerrilleros y durante unos días, desde esa comuna de la Región de Isla de Francia, desarrollan acciones de inteligencia, vigilancia, captura e interrogatorios de algunos nazis. Años después, en una carta a Arthur Mizener, profesor de literatura de la Universidad de Cornell, realiza un balance macabro de esas operaciones bélicas con prisioneros de guerra desarmados. “He hecho el cálculo con mucho cuidado y puedo decir con precisión que he matado a 122”, se jacta sin que se haya podido comprobar si su testimonio es verídico o fruto de un arranque de fanfarronería, como cuando se dedicaba a la caza mayor en África. Algo sí es comprobable, al menos en el legajo que develó la CIA, y que lo pinta más como un intelectual aburguesado y oportunista: Hemingway y Bruce participaron de la liberación de Paris, el 19 de agosto de 1944, y estuvieron especialmente preocupados en “liberar” el hotel Ritz, para celebrar la victoria de los aliados.
“No quiero que me consideren un yankee”
De nuevo en Cuba, se dedica a descansar y escribir en su casa en la Finca Vigía de San Francisco de Paula, en las afueras de La Habana. Volvió a salir de pesca desde las costas del barrio Cojímar, al este de la ciudad, donde años más tarde Fidel Castro tendría su primera residencia oficial tras el triunfo de la revolución.
Al retornar de uno de sus últimos viajes a Nueva York, antes de abandonar Cuba definitivamente, Hemingway le declaró al periodista argentino Rodolfo Walsh quien lo entrevistó en el aeropuerto: “Simpatizo con el gobierno cubano y con todas nuestras dificultades”, con énfasis en “nuestras” y resalta que ya no quiere ser visto como un “yanqui” más.
Las aventuras del espionaje, la vida disipada y el acecho que durante 25 años realizó Hoover sobre él, parecieron mellarle la salud. Dejó La Habana en 1960 con una elevadísima tensión arterial, diabetes mellitus, pérdida de memoria y una extraña dolencia que le provocaba la degeneración de todos los órganos. En su país se internó en una clínica de Minnesota con otra identidad, pero uno de los psiquiatras alertó al FBI. En enero de 1961 asiste a la asunción de John F. Kennedy como Presidente. El 2 de julio de ese mismo año se coloca el caño de una escopeta en la boca. La violación de su intimidad y correspondencia, las persecuciones y seguimientos, más el peso de las contradicciones del pasado que lo deprimen, aprietan el gatillo.
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