“Todos mis libros, ya sea la Historia de la locura o Vigilar y Castigar son, si se quiere, pequeñas cajas de herramientas. Si las personas quieren abrirlas, servirse de una frase, de una idea, de un análisis, como si se tratara de un destornillador o de unos alicates para cortocircuitar, descalificar, romper los sistemas de poder, y eventualmente los mismos sistemas de los que han salido mis libros, tanto mejor” (Michel Foucault).
Introducir a Michel Foucault en un breve texto para un Semanario, es una empresa casi imposible. Todo intento está destinado de entrada al fracaso, porque Foucault nunca estaba aquí o allá, como para definirlo, nunca terminaba sus investigaciones como las había anunciado, nunca tuvo problemas en contradecirse. Jugaba justamente a la indefinición, jugaba a fluir sin dejar opción a calificarlo, a encasillarlo a situarlo. Él mismo bromeaba con todos aquellos que trataban de localizarlo:
“Creo haber sido localizado una tras otra, y a veces simultáneamente, en la mayoría de las casillas del tablero político: anarquista, izquierdista, marxista ruidoso u oculto, nihilista, antimarxista explícito o escondido, tecnócrata al servicio del ‘gaullismo’, neoliberal. Un profesor americano se lamentaba que se invitara a los Estados Unidos a un criptomarxista como yo, y fui denunciado en la prensa de los países del Este como cómplice de la disidencia. Ninguna de estas características es por sí misma importante; su conjunto, por el contrario, tiene sentido. Y debo reconocer que esta significación no me viene demasiado mal” (Foucault).
Bajo el riesgo de fracasar en esta empresa de hacer una reseña sobre Foucault digamos que Foucault trata básicamente sobre la importancia de pensar.
Foucault señalaba que nunca había que dar nada por definitivo, que no había que dar nada por sentado y que, cuando nos empezábamos a instalar cómodamente en la seguridad de una certeza, de una verdad, de que algo estaba claro, seguro y evidente, ese era precisamente el momento en el que nuestra capacidad de pensar estaba corriendo mayor peligro. No pensar suponía tener certezas, pues lo propio del pensamiento vivo es cambiar de pensamiento. Las personas tienden a abrazar una verdad cuando se cansan de pensar. Cansarse de pensar pasa por conformarse con la versión de la verdad que uno tiene, y creerla férreamente.
Esta invitación a pensar, a tomar los saberes como cajas de herramientas, es lo que lo llevó varias veces a cambiar de proyectos en el desarrollo de su filosofía, el mismo señalaba:
“No creo que sea necesario saber exactamente lo que soy. En la vida y en el trabajo lo más interesante es convertirse en algo que no se era al principio. Si se supiera al empezar un libro lo que se iba a decir al final ¿cree usted que se tendría el valor para escribirlo? El juego merece la pena en la medida en que no se sabe cómo va a terminar” (Foucault).
Foucault cuestiona lo evidente partiendo por cuestionarse a si mismo. Toda su vida, todas sus obras parten de una interrogación constante. No debería sorprendernos por ejemplo la manera en la que termina el libro Vigilar y Castigar, con un pie de página que señala que ya dijo lo suficiente para iniciar el debate, no debería sorprendernos que anunciará una Historia de la sexualidad de casi nueve tomos y luego culmine sólo con tres (y un volumen que está inédito), no debería sorprendernos que su vida estaba ligada a su búsqueda filosófica y que encontró la muerte en esta suerte de experimentar, de buscar. Si, Foucault murió de SIDA, pero ese dato no debería ser escandaloso, en tanto que su muerte fue parte de su búsqueda, y su búsqueda tal vez era escandalosa para la comodidad del pensamiento sin pensar.
Se dice que algunos de los presentes, en los últimos minutos de vida de Foucault, lo escucharon exclamar las siguientes palabras: “¡Por fin!… Por fin el descanso… nunca más escribir”. Y es que a Foucault le sucedía lo contrario del bloqueo del escritor: la compulsión de escribir y escribir, como señala Kierkeggard el verdadero horror es la inmortalidad, el que nunca termine, y Foucault estaba equivocado, pues después de su muerte siguió escribiendo, siguen apareciendo sus cursos del College de France, sus textos inéditos, sus conferencias en alguna Universidad, sus entrevistas y tal vez dentro de poco su correspondencia.
La proliferación de las obras de Foucault los últimos años confirman esta imposibilidad de catalogarlo, de encasillarlo, de decir de él si fue o no un pensador moderno, posmoderno, marxista, posmarxista, estructuralista, post estructuralista, etc.
En un breve texto sobre Foucault y el Marxismo publicado en Nueva Visión, Argentina, Bob Jessop, este importante pensador inglés que nos visita estos días, desarrolla una análisis sobre el debate Foucault – Poulantzas.
Foucault sigue escribiendo, ya viene la traducción de su primer curso de 1971 en el College de France sobre “La voluntad de saber” (similar título que pondrá en 1976 al primer tomo de Historia de la sexualidad), y recientemente (octubre de 2012) se publicó en castellano, por la editorial Siglo XXI, una colección de su texto inéditos con un nombre muy sugerente: El poder, una bestia magnífica. En estos inéditos respira una frase de Foucault que nos invita a pensar: la máxima aspiración del poder es la inmortalidad.
Foucault está vivo, Foucault escribe, Foucault nos convoca, nos interpela a pensar.
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