La UNASUR y la CELAC son resultados de un proceso de concertación política entre gobiernos latinoamericanos iniciado en la década de 1980, que atravesó por varias etapas, algunas de ellas contradictorias entre sí, derivadas de los cambios en el sistema de relaciones internacionales, en la correlación regional de fuerzas entre derecha e izquierda, y en la composición de los gobiernos del subcontinente. Ese proceso comienza durante la administración de Ronald Reagan, cuya política de fuerza exacerbó las diferencias entre el gobierno de los Estados Unidos y los gobiernos civiles de América Latina, al extremo de provocar una crisis en el Sistema Interamericano, que sumió a este último en una total inoperancia. A los mecanismos latinoamericanos y caribeños de concertación y cooperación les anteceden los llamados mecanismos de integración que, para ser precisos, eran tratados comerciales y aduaneros. Los dos primeros fueron el Mercado Común Centroamericano (MCCA) y la Asociación Latinoamericana para el Libre Comercio (ALALC), ambos surgidos en 1960 bajo el influjo de las concepciones promovidas por la Comisión Económica Para América Latina de la ONU (CEPAL, 1948), organismo que entre 1950 y 1963 fue presidido por el economista argentino Raúl Prebisch, entre cuyas obras resalta el libro El desarrollo económico de América Latina y algunos de sus principales problemas. Le siguen el nacimiento, en 1973, del Mercado Común del Caribe (CARICOM, por sus siglas en Inglés), que agrupa a los países de esa subregión independizados de sus metrópolis colonialistas europeas en la posguerra; la transformación en 1980 de la ALALC en Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI); y la suscripción en 1989 del Pacto Andino (Bolivia, Colombia Chile, Ecuador y Perú), rebautizado en 1996 con el nombre Comunidad Andina de Naciones (CAN), y el establecimiento del MERCOSUR en 1991. No se pretende analizar aquí el desempeño ni la trayectoria de los organismos regionales y subregionales llamados “de integración”, pero es necesario apuntar que la base nacional-desarrollista de la que parten en sus inicios fue crecientemente socavada por: 1) el proceso de transnacionalización y desnacionalización capitalista (al que por lo general se designa con el término globalización); [1] 2) la ofensiva contrarrevolucionaria y contrainsurgente desatada por el imperialismo norteamericano en las décadas de 1960, 1970 y 1980, que durante la presidencia de Reagan impuso la apertura y desregulación económica neoliberal; y, 3) la reestructuración y revitalización del sistema de dominación continental emprendida por la administración de George H. Bush (1989-1993), que incluyó el fracasado proyecto de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y también los Tratados de Libre Comercio (TLC) bilaterales y subregionales que han sido firmados por una parte importante de los gobiernos de América Latina y el Caribe. A estos avatares se han visto sometidos por mecanismos de integración regional y subregional latinoamericanos y caribeños. La crisis del Sistema Interamericano ocurrida en la década de 1980 repercute en el surgimiento de un nuevo tipo de mecanismos regionales y subregionales, los mecanismos de consulta y concertación política, que inicialmente coexisten con los “de integración”, y entre ambos se produce una progresiva interconexión e hibridación. Los factores de la mencionada crisis de las relaciones interamericanas fueron, por una parte, la materialización de los postulados de la ultraderecha estadounidense, simbolizados en el Documento del Comité de Santa Fe, [2] en la política de esa nación hacia América Latina y el Caribe durante el mandato presidencial de Reagan, cuya presión había obligado al presidente James Carter a abandonar la constructiva agenda interamericana con la cual inició su gestión, basada en los Informes Linowitz I y II, [3] y por otra parte, la reacción de los gobiernos civiles latinoamericanos contra una política que incluía: el renovado apoyo a las dictaduras militares de “seguridad nacional”; el alineamiento con Gran Bretaña en la Guerra de las Malvinas (1982); el descargar sobre la región el peso de la crisis de la deuda externa (iniciada en 1982); la invasión a Granada (1983); y la amenaza de intervención directa en el conflicto centroamericano, en especial, la escalada de agresiones contra la Revolución Popular Sandinista que apuntaba la posibilidad de una invasión a Nicaragua. En medio de esta vorágine, en enero de 1983, nace el Grupo de Contadora, integrado por los gobiernos Colombia, México, Panamá y Venezuela con el objetivo de promover una solución política negociada del conflicto centroamericano, y así conjurar la amenaza de una intervención militar directa de los Estados Unidos en esa subregión —como la que meses después se produciría en Granada— y, en julio 1985, surge el Grupo de Apoyo a Contadora o Grupo de Lima, formado por Argentina, Brasil, Perú y Uruguay. La fusión del Grupo de Contadora y el Grupo de Apoyo a Contadora dio lugar al Grupo de los Ocho. Fuerzas políticas que hoy integran el Foro de São Paulo han sido protagonistas de los procesos que dieron origen y provocaron las sucesivas metamorfosis de los mecanismos de concertación política que desembocaron en la constitución de UNASUR y CELAC. En concreto, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, eran las fuerzas revolucionarias participantes en el Conflicto Centroamericano, en busca de cuya solución política se crea el Grupo de Contadora. Además, el anfitrión de la reunión constitutiva de este fue el gobierno del Partido Revolucionario Democrático de Panamá, cuyo fundador y líder era el general Omar Torrijos. Y, por último, otro de sus miembros era el gobierno de Colombia, presidido por Virgilio Barco, entre cuyas motivaciones se encontraba el hecho de que en su propia nación se desarrollaba una insurgencia revolucionaria, que él intentó, sin éxito, resolver mediante el diálogo y la negociación. De manera análoga, la formación del Grupo de Apoyo a Contadora es, en gran medida, un producto de las luchas, primero antidictatoriales, y luego a favor de una efectiva democratización política, económica y social, libradas por la izquierda sudamericana. Nótese que en tres de los países miembros de ese grupo, Argentina, Brasil y Uruguay, gobernaban los presidentes electos en los comicios que marcaron el parte aguas con las dictaduras militares de “seguridad nacional”, [4] quienes sentían la presión que la izquierda y el movimiento social-popular ejercían contra las condiciones impuestas por las fuerzas armadas como requisito del llamado proceso de democratización —incluida la impunidad de los crímenes cometidos—, y contra las antipopulares políticas económicas y sociales que esos gobernantes adoptaron. En el caso de Brasil, se libraba la lucha por la realización de elecciones presidenciales directas, pues las de 1984 se efectuaron mediante el llamado Colegio Electoral, que la oligarquía pretendía dejar establecido como método permanente. Los gobiernos electos en virtud del establecimiento o restablecimiento, según el caso, de la institucionalidad democrático burguesa eran gobiernos frágiles. Temían que la “democratización” fuese reversible y la consideraban rehén de la “buena voluntad” de los militares de cumplir lo pactado, por lo que creían imposible hacer justicia con ellos o desafiarlos. [5] No solo eran incapaces de satisfacer las expectativas de que se investigaran, juzgaran y sancionaran las violaciones de los derechos humanos, sino también las expectativas del bienestar socioeconómico que los pueblos creyeron consustancial a la apertura política. Por si ello fuera poco, la administración Reagan no mostraba sensibilidad alguna con respecto a la delicada situación de esos gobiernos, al extremo de echarles encima el fardo de una deuda externa que había sido contraída principalmente por las pasadas dictaduras, y restablecía una política de agresiones militares, indirectas y directas, contra Granada y Nicaragua, que se creía sepultada en virtud del síndrome de Vietnam, todo lo cual potenciaba el reverdecimiento de la izquierda y el movimiento popular, algo que la concepción imperialista del “proceso de democratización” había intentado evitar. La gestión del Grupo de los Ocho no fue exitosa. El gobierno de los Estados Unidos nunca aceptó participar en las negociaciones centroamericanas y se erigió en juez y parte de ese conflicto. Mantuvo la llamada Guerra de Baja Intensidad (GBI) en Nicaragua y la guerra contrainsurgente en El Salvador y Guatemala, al tiempo que acorralaba al gobierno del Frente Sandinista en tres negociaciones paralelas: una con la contrarrevolución armada; una con la oposición civil de derecha; y otra con los gobiernos de Costa Rica, El Salvador, Guatemala y Honduras, que formaron el llamado Grupo de Tegucigalpa. En cada una de esas negociaciones se exigía concesiones unilaterales a Nicaragua —concesiones que eran complementarias entre sí— y también se desactivaban cualesquiera ventajas que los sandinistas pudiesen haber obtenido en alguna de ellas. En su política hacia Centroamérica, la administración Reagan construye y reconstruye “simetrías negociadoras” a su antojo. Entre ellas, obliga a la opinión pública internacional y al propio gobierno sandinista a reconocer de facto el “derecho” del imperialismo norteamericano a agredir a un Estado soberano, Nicaragua, para obligarlo a modificar su sistema político. Otro paralelismo antojadizo es el establecido entre la guerra irregular en Nicaragua, por una parte, y en El Salvador y Guatemala, por otra, de manera que los términos de la negociación impuestos al FSLN para favorecer a la contrarrevolución nicaragüense, no beneficiaran al FMLN o a la URNG. En sentido inverso, las condiciones establecidas a favor de los gobiernos contrainsurgentes de El Salvador y Guatemala, no se aplicaban en el caso del gobierno de Nicaragua. [6] A la desventajosa posición en que quedaba colocaba Nicaragua por la continuación de la GBI y la fragmentación de las negociaciones, se suma que, a partir de la designación de Mijaíl Gorbachov como secretario general del PCUS, la Unión Soviética amenazó a la dirección sandinista con interrumpir la ayuda económica y militar que le brindaba si no accedía a una inmediata solución negociada del conflicto, sin importar lo adverso que fuese el desenlace para ella. En esas condiciones, cansados y frustrados tras años de gestiones infructuosas, oteando el giro de la correlación mundial de fuerzas a favor de los Estados Unidos que se derivaba de la “nueva mentalidad” de Gorbachov, y dadas las crecientes concesiones que el gobierno nicaragüense realizaba a sus tres contrapartes negociadoras, que desembocaron en la firma de los Acuerdos de Esquipulas (mayo de 1986) y Esquipulas II (agosto 1987), el Grupo de los Ocho terminó sumándose a quienes exigían concesiones unilaterales a los sandinistas. Tras los Acuerdos de Esquipulas II, los miembros del Grupo de los Ocho pasaron a formar parte de la Comisión Internacional de Verificación y Seguimiento (CIVS), que hizo gala de su parcialidad a favor de los actores que representaban los intereses de los Estados Unidos en el conflicto. El resultado de este proceso, en lo que a Nicaragua respecta, fue la celebración de elecciones, en febrero de 1990, en condiciones en extremo adversas para el Frente Sandinista de Liberación Nacional, cuyo candidato presidencial, Daniel Ortega, fue derrotado por la candidata presidencial de la Unión Nacional Opositora, Violeta Barrios de Chamorro. El desenlace del conflicto centroamericano neutralizó el disenso de las burguesías latinoamericanas con la política imperialista. Al verse obligado a reconocer la efectividad de la política de Reagan, el Grupo de los Ocho reconoció también los límites hasta los cuales los gobiernos de América Latina estaban dispuestos a llevar sus discrepancias con el de los Estados Unidos. No obstante esta involución, en positivo es preciso reconocer que, de las vivencias y experiencias acumuladas en la negociación centroamericana, se deriva la identificación de la conveniencia de institucionalizar y ampliar el horizonte temático del Grupo. En tal sentido, en el tiempo transcurrido entre la firma de los Acuerdos de Esquipulas I y Esquipulas II, en diciembre de 1986, los cancilleres del Grupo de los Ocho emiten la Declaración de Río de Janeiro, en la cual dan a conocer la decisión de crear un mecanismo permanente de consulta y concertación política, en torno a los principales temas de interés para América Latina. En resumen, el balance de la actuación del Grupo de los Ocho es ambivalente. En lo positivo, resaltan dos elementos: 1. La creación de un mecanismo de concertación política latinoamericana, nacido en oposición a la política de los Estados Unidos y ajeno a la OEA, que refleja la crisis de esta última, en tanto el propósito de ese mecanismo era llenar un vacío en la solución de un conflicto que le hubiese correspondido a esa organización. 2. Una vez desactivado el conflicto, el mecanismo de concertación no se disolvió, sino se institucionalizó y asumió nuevos temas, como el llamado a una negociación entre Gran Bretaña y Argentina sobre las Islas Malvinas, la búsqueda de una solución a favorable a América Latina de la crisis de la deuda externa y la crítica al proteccionismo de las grandes potencias. En lo negativo, también se destacan dos elementos: 1. El abandono de sus posiciones originales en el transcurso de la negociación centroamericana, en la cual terminó siendo funcional a los intereses de los Estados Unidos. 2. La inconsecuencia con el anunciado propósito de concertar posiciones en torno a la deuda externa, porque cada uno de sus miembros aceptó el formato país por país y los términos de la renegociación impuestos por los acreedores internacionales. No obstante los aspectos negativos de la gestión del Grupo de los Ocho y del proceso de negociaciones centroamericanas de la década de 1980, visto retrospectivamente, las gestiones de ese Grupo y el desenlace de ese proceso sentaron las pautas para la solución pacífica de los conflictos armados en El Salvador (Acuerdos de Chapultepec, 1992) y en Guatemala (Acuerdos de Nueva York, 1996), en los cuales, ni las fuerzas revolucionarias lograron conquistar el poder mediante la insurgencia armada, ni los Estados contrainsurgentes lograron derrotarlos militarmente. Esa pauta también es válida para la eventual solución pacífica del conflicto armado en Colombia. 1 Véase a Roberto Regalado: América Latina entre siglos: dominación, crisis, lucha social y alternativas políticas de la izquierda (edición actualizada), Ocean Sur, México D.F., 2006, pp. 136-137. 2 El Documento del Comité de Santa Fe o Santa Fe I —después se elaboraron otras tres versiones (Santa Fe II, III y IV) —, se encuentra en: www.nuncamas.org/documento/docstfe1. 3 Véase a Comisión sobre las Relaciones Estados Unidos – América Latina (Comisión Linowitz): “Las Américas en un mundo en cambio” (Informe de la Comisión sobre las Relaciones de los Estados Unidos con América Latina oInforme Linowitz I). Véase también Comisión sobre las Relaciones Estados Unidos – América Latina (Comisión Linowitz): “Los Estados Unidos y América Latina: próximos pasos” (Segundo Informe de la Comisión sobre las Relaciones de los Estados Unidos con América Latina o Informe Linowitz II). Ambos informes se encuentra en Documentos No. 2, Centro de Estudios sobre América, La Habana, 1980. 4 Raúl Alfonsín en tomó posesión en Argentina en 1983, Julio María Sanguinetti en Uruguay en 1985 y José Sarney en Brasil en1985. Sarney había sido electo como vicepresidente de Tancredo Neves, quien falleció antes del 15 de enero de ese año, fecha del inicio de su mandato. 5 Incluso algunos creían que podría ser una maniobra destinada a crear el caos que sirviera de pretexto para el retorno de los militares al poder. 6 Como parte de esa política de seguridad regional, Reagan promulgó la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, cuya asignación de 355 millones de dólares se desglosa de la siguiente forma: 100 millones fueron entregados a El Salvador, 70 a Costa Rica, 50 a Jamaica, 40 a República Dominicana, 40 a Honduras, 11 a Guatemala, 10 a Haití, 10 a Belice y 20 al Caribe Oriental. Como puede apreciarse, 221 millones de dólares estaban destinados a crear en Centroamérica un cordón contrainsurgente alrededor de Nicaragua. |
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