La contraofensiva imperial contra la Revolución Bolivariana es una señal de que Estados Unidos está dispuesto a restablecer su presencia gravitante en la región por el método que sea, particularmente a través de la violencia desplegada por grupos fascistas y, si fuera necesario, mediante la intervención militar de sus tropas.
Esto implica, como sucedió en la década de los 70, cuando impuso en la región las dictaduras de la “seguridad nacional”, que a Estados Unidos poco le importa los gobiernos democráticos cuando éstos no son lo que esperan y asumen posiciones contestarías y alternativas. Ya en lo que va de este siglo se han consumado los golpes de Estado contra Honduras y Paraguay, no con la colaboración de la Casa Blanca sino con su liderazgo indiscutible.
Además de la línea permanente de boicot y agresión contra Venezuela, es evidente que dos hechos han provocado profunda molestia en la Casa Blanca y los políticos estadounidenses: la exitosa II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en Cuba y la ventaja que el FMLN le sacó a su tradicional aliado en El Salvador, la ultraderechista ARENA. Esto es algo que el imperio no puede tolerar.
Por lo tanto, esta amenaza contra la Revolución Bolivariana es una amenaza contra todos los procesos revolucionarios y progresistas de América Latina, pues como muestra la historia del siglo XX el imperio no está dispuesto a tolerar gobiernos por muy reformistas que hayan sido, y peor aún cuando en este principios del siglo XXI la región vive el mejor momento de su historia y los gobiernos y pueblos asumen posiciones consecuentes, dignas y soberanas.
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