Por Fernando Buen Abad -.
Piedad Córdoba le tocaron todas las adversidades juntas y secuenciadas. Su vida y obra son insistencia que milita sus convicciones revolucionarias para transformar el mundo con su capacidad única de amar la paz para su pueblo y para todos los pueblos. Eso es imborrable. Se trata de una militancia y brújula, de pasiones concretas y espíritu con magia, sentidos, unión, elección, explosiones… y dolores. Y lucha de clases. Una convicción incómoda para la burguesía.
Piedad vivió la intensidad de sus principios como una de sus fuerzas esenciales, como arma pasional de amor hacia los otros a plena luz de la lucha objetiva cargada con emociones variopintas. Entendía la dialéctica de las luchas contra la perversión burguesa de la violencia contra los pueblos. Ese fue y es su fin práctico mejor y uno de los saltos cualitativos predilectos de Piedad que organizaba, lo que tuviese a mano, bajo una coartada humanista, coherente, irrefutable, que es inexplicable sin las debilidades que la hacen poderosa, y sin sus errores más acertados.
Su obra es un relato humanista electrizante y vivo atravesado por los calvarios de una historia social enferma y cercada por los dolores de la corrupción, el imperialismo, la desintegración social… el capitalismo mismo. En esa historia Piedad es una revolución humanista tangible, en el amor y en los padecimientos. Su militancia tiene ribetes poético-políticos en un carnaval de contradicciones geopolíticas que le forjaron un temple como el hierro, al mismo tiempo delicado y fino como su hermosa sonrisa, profunda e ingenua a veces, implacable como la vida.
Piedad, como muchas grandes luchadoras es una bofetada y un beso revolucionario con los pies sobre una tierra llena de ignominia, explotación, miseria y barbarie. Se bebió a sorbos las noches amargas de la violencia oligarca contra su pueblo y se bebió la insurgencia de las revoluciones y los progresismos de la patria grande. Ahí se nutrió y desde ahí nos llenó de esperanza, convicciones y ejemplos.
Se trata de una herencia de preguntas, pensamientos y praxis sobre su tiempo de heridas, sin condolencias, como símbolo de la lucha contra una realidad violenta fabricante de sufrimiento a escalas nacional, mundial. Piedad contiene las heridas revolucionarias de una historia con principios insurreccionales cuya impronta es unidad significante y continúa siendo escritura fraterna en revolución permanente, con cicatrices cuya identidad, robada al dolor, no es sólo individual sino histórica.
Por eso, en su lucha frenética por la paz, se fragua el cuerpo humanista de su obra empeñada siempre en mantener abiertas las puertas revolucionarias en una época cuya utopía produce ganas de vivir. La paz de Piedad, es epicentro de muchas solidaridades, amistades y organizaciones, creación, extensión humanista en su propio ser y fuente ella misma de beligerancias simbólicas ordenadas bajo el mandato de la realidad. Muchos aprendimos a ver, con Piedad Córdoba, la síntesis de la revolución con los afectos más sinceros. Con sus contradicciones o limitaciones, que en nada excluyen su compromiso con la causa revolucionaria en la liberación de su pueblo, nos hizo ver todos los yugos y esa visión, a pesar sus detractores y defraudadores, mantiene correas de transmisión revolucionarias y permanentes.
Piedad y la paz son un programa de acción, indisociables y emocionantes… pensar y hacer dialécticamente, incluso bajo el influjo del color, la música, que se movieron dentro de ella bajo una sola ley contra toda interpretación individualista, contra toda tergiversación mercantil, contra la edulcoración o la sublimación simplista o cursi. Nunca tuvo miedo a sus limitaciones físicas, de género y de clase social, hizo suyas las premisas del humanismo dialéctico y las volvió iniciativa en una deriva de dolores y penurias donde Piedad se involucró y no se sentó a llorar penurias, las sufrió en movimiento y sin palabrería de bibliotecas zurdas, sin las poses del intelectual insatisfecho, sin pataletas ni convicciones timoratas de señora indignada… su idea de paz, muchos la vimos en toda la patria grande, tuvo relaciones íntimas con el aire que respiró.
No se propuso ser emblema sólo de mujeres. Nos educó a muchos con su obra que nada tuvo de sencillo y eso es lo que la convierte en ejemplo de emancipación definitiva, que en su escala y con sus fuerzas se vuelve invencible. Miremos a Piedad en las condiciones insoportables que enfrentó. Pegó, en sí y para su pueblo, un grito monumental y un grito desesperado contra la miseria y la barbarie, la solidaridad internacional por momentos insuficiente, las condiciones materiales desastrosas, la represión… y contra todos los estigmas y las desventajas, no dejó de ser expresión más franca de su ser humanista de paz. No nos cansemos de reconocérselo.
Piedad Córdoba es una de las exponentes principales del filosofar humanista de hoy y de sus condiciones objetivas, no para mantener entretenida a la posteridad, sino para sentirse útil en el tránsito de la conciencia transformadora a la revolución social. No tenía miedo a las palabras y en sus discursos cala hondo el alcance de sus sueños y su praxis. Nadie podrá arrebatárselo. Amiga querida de todas las luces revolucionarias que la educaron, presidentes de repúblicas hermanas, intelectuales, obreros, campesinos, estudiantes… hombres y mujeres de la patria grande que vieron florecer lo mejor que Piedad encontró como respuestas concretas en su lucha por la paz. Ahí se amalgama su mundo interior con los cambios históricos que se mueven, a ratos también, en la soledad y la indiferencia de algunos que, a veces, la amargaron de manera insólita. Nos queda toda ella como asignatura pendiente y como brújula para imitarla, corregirla y ensancharla porque la paz para nuestros pueblos está todavía lejana y porque más nos vale apresurarnos ayudados por la paz de Piedad, que no es poco.
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