
Por Roberto Regalado (Cientista político)-.
Con el apoyo que habían recibido de los gobiernos de Lyndon Johnson, Richard Nixon y Gerald Ford, y con el que seguían recibiendo de la “nueva derecha”, de la banca estadounidense y del propio gobierno de James Carter, las dictaduras de América Latina continuaron inmutables pese a la retórica de democratización y de defensa de los Derechos Humanos en la Región por él proclamadas [1]. Cuando Carter toma posesión en enero de 1977, había dictaduras militares en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Honduras, Guatemala, Nicaragua, Paraguay, Perú y El Salvador; y había dictaduras civiles en República Dominicana y Haití. De esos 13 países, su gobierno solamente hizo presión para evitar que tres candidatos presidenciales fuesen despojados del triunfo: Antonio Guzmán (República Dominicana, 1978), Jaime Roldós (Ecuador, 1979) y Hernán Siles Suazo (Bolivia 1978, 1979 y 1980).
Las presiones estadounidenses a favor de Guzmán y de Roldós funcionaron bien, pero, tras dos victorias consecutivas de Siles Suazo frustradas por golpes militares en 1978 y 1979, el golpe del general Luis García Meza, que derrocó a la presidenta provisional Lidia Gueiler e impidió por tercera vez que el viejo caudillo asumiera la presidencia de Bolivia, demostró el rechazo a la doctrina de la “democracia viable” establecida por Carter, tanto de los grupos de poder de los Estados Unidos, como de los grupos oligárquicos y militares de América Latina. Debido a que “democracia viable” es un eufemismo utilizado para hablar de “democracia restringida”, es obvio que ninguno de esos dos grupos estaba de acuerdo con el establecimiento de una pseudodemocracia, por restringida que fuese.
Según el afamado periodista y escritor argentino Gregorio Selser, a Carter le tocó asumir dos tareas incompatibles: 1) “bañarse en aguas lustrales, purificadoras de pecados comprobados y de otros no tan sabidos” [2] (para restaurar la credibilidad del sistema político estadounidense); y 2) recurrir a la fuerza para reafirmar la supremacía del imperialismo norteamericano. La necesidad de proyectar una imagen de “paloma” y ejecutar una política de “halcón” es la que mueve a Selser a afirmar que “la política exterior de Carter semejará el rostro bifronte de Jano, con [Zbigniew] Brzezinski oficiando de ‘halcón’ y el secretario de Estado Cyrus Vance, de dulcificada ‘paloma’”. [3] Esta dualidad hace a Carter aparecer como débil e indeciso a la luz de la campaña chovinista lanzada por la “nueva derecha”, a cuyo candidato, Ronald Reagan, Carter derrotó en la elección presidencial de 1976, pero en la de 1980 fue aquel quien triunfó sobre él.
La contraparte ultraderechista a la propuesta de los Informes Linowitz I y Linowitz II, que sentaron las pautas (incumplidas) de la política hacia América Latina de la administración Carter, fue el Documento del Comité de Santa Fe [4], que sirvió de plataforma de la política latinoamericana de Reagan. Ese documento llamó a destruir a las revoluciones cubana, nicaragüense y granadina; intensificar la guerra contrainsurgente en El Salvador, Guatemala y Colombia; utilizar la lucha contra el narcotráfico como pretexto para aumentar la presencia militar estadounidense en América Latina; criminalizar a la izquierda y desplegar todo tipo de presiones para imponer la reestructuración neoliberal.
La década de 1980 se caracteriza por la intensificación de las contradicciones entre la administración Reagan y la mayoría de los gobiernos de América Latina. Tal involución en las relaciones interamericanas obedece a una combinación de factores, entre los que resaltan el renovado apoyo del gobierno de los Estados Unidos a las dictaduras militares latinoamericanas desde la toma de posesión de Reagan (1981), el estallido de la crisis de la deuda externa (1982), el alineamiento estadounidense con Gran Bretaña en la Guerra de las Malvinas iniciada a raíz de la ocupación militar de esas posesiones coloniales británicas por las Fuerzas Armadas argentinas (1982) y la invasión militar a Granada (1983).
En lugar de las “democracias viables” con las que Carter amagó a suplantar a las dictaduras militares, Reagan utilizó a esas dictaduras para implantar la doctrina neoliberal y, por su conducto –como lo hizo mediante la promoción del “milagro chileno” de Augusto Pinochet– fomentar la expansión de esa doctrina a todo el continente. De manera que las dictaduras no fueron suplantadas, sino sucedidas por democracias neoliberales, es decir, por un sistema políticoelectoral diseñado para garantizar que solo partidos y solo candidatos neoliberales alternaran en el ejercicio de los poderes del Estado.
En medio de la crisis de la deuda externa, la prolongación de las dictaduras militares generó contradicciones con sectores burgueses y de capas medias que originalmente las apoyaron, al tiempo que en las naciones con gobiernos civiles esos sectores se solidarizaban con sus pares agraviados por las dictaduras, se inquietaban por el aumento de la efervescencia antidictatorial de los pueblos y por el desplazamiento forzado al que las dictaduras sometían a los grupos económicos y políticos que habían sido privilegiados en la ya decadente etapa desarrollista, a los cuales ellos pertenecían.
El alineamiento del imperialismo norteamericano con el gobierno de Gran Bretaña en la Guerra de las Malvinas, en el que gran parte de Latinoamérica apoya a Argentina, revela que el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) solo funciona en beneficio de los intereses imperialistas y dentro de la lógica de la Guerra Fría [5]. A su vez, la invasión a Granada demostró la decisión del imperialismo norteamericano de reincorporar la intervención militar en el inventario de recursos de su política internacional, en particular, en su política hacia América Latina y el Caribe, a la que había tenido que renunciar poco menos de una década antes, a raíz del Síndrome de Vietnam. Por ello se incrementaron los llamados de dirigentes gubernamentales y políticos latinoamericanos y caribeños a favor de crear una organización integrada, de manera exclusiva, por las naciones de la Región, mientras otros abogaban por una reforma del Sistema Interamericano dirigida quebrar la hegemonía que el gobierno estadounidense ejerce dentro de él.
Consumada la intervención en Granada, Reagan enfoca su atención en destruir a la Revolución Popular Sandinista de Nicaragua y evitar el triunfo del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de El Salvador. El llamado conflicto centroamericano constituye el principal foco de atención en el continente en la década de 1980. En los primeros años de su presidencia, Reagan impone el llamado “consenso bipartidista” en torno a la revitalización de la política exterior basada en la amenaza y el uso de la fuerza. Para ello desarrolla la “política de doble carril” (two track approach) con respecto a Nicaragua, que combina la guerra preconizada por él con el diálogo por el que abogan los sectores opuestos a la intervención militar.
La equiparación de los elementos guerra y diálogo en la política de doble carril tiene un mero carácter formal. Estos son los componentes de la Guerra de Baja Intensidad (GBI), estrategia concebida para ocasionar a la nación agredida un desgaste sistemático que la obligue a acceder a una “solución política”, supuestamente negociada, que en realidad consiste en plegarse a los términos impuestos por el agresor. Como parte de esa estrategia, Reagan ejerce la “amenaza creíble” de intervención militar directa en Centroamérica, en comparación con la cual la GBI llega a parecer una opción “tolerable” para la opinión pública estadounidense e internacional, e incluso para sus propias víctimas, que tratan de evitar a toda costa una escalada militar mientras el desgaste de “baja intensidad” se consuma.
La derrota infligida por los sectores neoconservadores partidarios de la guerra a los liberales que abogan por la no intervención en Centroamérica tiene implicaciones estratégicas. Mucho más que para legitimar el uso de la fuerza en un conflicto local, por importante que este fuese, Reagan utiliza su victoria en la lucha desatada alrededor de este tema en los círculos de poder de los Estados Unidos para imponer, en sentido general y por tiempo indefinido, la “hegemonía neoconservadora” en la política exterior del imperialismo norteamericano que se mantiene hasta el presente. Es a esa hegemonía a la que, con frecuencia, se alude con el término “consenso bipartidista”. En ese proceso desempeña un papel fundamental la Comisión Nacional Bipartidista sobre América Central o Comisión Kissinger, cuyo informe fue publicado en enero de 1984 [6]. Integrada, como su nombre lo indica, por figuras de los partidos Demócrata y Republicano, esa comisión incorporó al “consenso bipartidista” a los sectores opuestos a la política de fuerza al sumarlos a la elaboración y comprometerlos con la ejecución de una política cuyas bases las establece el gobierno de Reagan.
La crisis de la deuda externa, la Guerra de las Malvinas, la invasión a Granada y la política de fuerza en Centroamérica, anularon la efectividad del Sistema Interamericano durante la década del 80 y condujeron a la creación del Grupo de Contadora y el Grupo de Apoyo a Contadora. Ese paso representa la creación de un mecanismo de concertación política latinoamericana ajeno a la Organización de Estados Americanos (OEA). La crisis del Sistema Interamericano colocó en agenda la reforma de la Carta de la OEA, concebida inicialmente como un proceso democratizador. En una dirección análoga apuntó el llamado de líderes políticos latinoamericanos y caribeños a favor del reingreso de Cuba a esa organización, con la intención de incrementar el peso del bloque latinoamericano dentro de la misma. Sin embargo, esta situación cambia a finales de la década.
Los Acuerdos de Esquipulas II (1987), que ponen fin al Conflicto Centroamericano, comprometen al FSLN a realizar elecciones generales en condiciones impuestas por los Estados Unidos, a cambio del cese de la agresión. En virtud del desgaste ocasionado por la GBI, la administración Reagan logró que el FSLN se sintiera compelido a convocar una elección en condiciones que presagiaban una derrota, aunque inadvertida para la dirección sandinista.
El desenlace del conflicto centroamericano neutralizó el disenso de las burguesías latinoamericanas con la política imperialista. Al verse obligado a reconocer la efectividad de la política de “doble carril”, el Grupo de los Ocho reconoció también los límites hasta los cuales los gobiernos de la Región estaban dispuestos a llevar sus discrepancias con los Estados Unidos. Ese mecanismo de concertación adoptó el nombre de Grupo de Río, para dar cabida a nuevos miembros y aprovechar la experiencia de las negociaciones centroamericanas para emplearla en la defensa de los intereses de América Latina y el Caribe, asediadas por la penetración monopolista. Sin embargo, aunque se creó para defender posiciones comunes, sus miembros actuaron manera individual.
(Continuará.)
1 Cuarta parte de la serie: “El sistema de dominación continental del imperialismo norteamericano”, publicada en el semanario La Época.
2 Gregorio Selser: Reagan: Entre El Salvador y las Malvinas, Mex-Sur Editorial, México, 1982, p. 51.
3 Ibíd.: p. 41.
4 El Documento del Comité de Santa Fe o Santa Fe I. Después se elaboraron otras tres versiones (Santa Fe II, III y IV). Todas se encuentran en:
www.nuncamas.org/documento/docstfe1.
5 “No podía haber –decía el subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Thomas Enders– otra posición para Estados Unidos que la de oponerse a la ilegal utilización de la fuerza para resolver una disputa”. (Sic.!) Thomas O. Enders: “Prepared Statement of the Assistant Secretary of State for InterAmerican Affairs”, U. S. House of Representatives, Mineo, 14 pp., Washington D. C., 5 de Agosto de 1982.
6 Report of the National Bipartisan Comission on Central America. Publicación realizada por el Gobierno de los Estados Unidos, Washington D. C., 1984.
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